Publicado: 25/12/2006: 956

1.- La Liturgia nos presenta, en este día solemne del Nacimiento de Jesús, la primera página del Evangelio de San Juan. Recogiendo un himno admirable que recitaban las comunidades cristianas del fin del siglo I, nacidas de su predicación, Juan el Evangelista nos presenta el Nacimiento de Jesús como la Encarnación de Dios. Jesús de Nazaret, el Niño de Belén, es la expresión humana de Dios. Él –Dios- se nos retrata de cuerpo entero en la humanidad de Jesús.


2.- Tres son las grandes afirmaciones de esta página evangélica:

- La primera nos recuerda que Dios se ha hecho uno de nosotros. “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.

- La segunda desvela la insistencia divina al encarnarse: para que nosotros seamos sus hijos: “A cuantos le recibieron les dio la capacidad de ser hijos de Dios”.

- La tercera nos sitúa ante la alternativa más importante para un ser humano: podemos aceptar o rechazar la oferta que Dios nos hace en el Nacimiento de su Hijo: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron… Pero otros sí lo recibieron”.

Vamos a contemplar con mirada creyente el sentido de la Navidad desde estas tres afirmaciones.


3.- Dios no se ha contentado con mirar su creación ni con lamentar la corrupción humana. Ha querido transformarla y regenerarla Y no ha querido hacerlo desde arriba y desde fuera, sino desde abajo y desde dentro.

No se ha entroncado en los círculos de poder, en las familias pudientes, en los centros de riqueza, sino en los márgenes de la historia, en medio de los pobres. Dios se ha acercado al máximo. Nadie puede ser más cercano que un Dios que se nos muestra en un Niño recién nacido en un establo.


4.- Pero Dios, en el Nacimiento de su Hijo entre nosotros, no pretende únicamente sorprendernos y conmovernos con un amor hecho cercanía. Quiere transformar nuestra condición haciéndonos pasar de extraños a hijos, de esclavos a libres, de enemigos a hermanos. Ha introducido en nuestra carne y sangre humanas la semilla de Dios. Sin dejar de ser hombres y mujeres afectados y afligidos con nuestra condición humana, somos “dioses en crecimiento”, según la atrevida expresión de San Agustín.

Los Santos Padres griegos describen nuestro itinerario espiritual como “una divinización progresiva”. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que nosotros podamos ser hijos de Dios. Llevamos nuestra vocación y dignidad de hijos de Dios en el vaso de arcilla de nuestra fragilidad: somos hijos de Dios pecadores. Pero estamos llamados y capacitados, por el Nacimiento del Hijo de Dios, a superar nuestras debilidades y pecados. Un hijo de Dios no puede ser esclavo de la sexualidad, del dinero, del egoísmo, de la desesperanza, de la soberbia, del envilecimiento ni de la corrupción. Lleva dentro de sí, por el Nacimiento de Jesús, un fermento de vida diferente.


5.- Pero se nos llama a ser hijos de Dios no por decreto ni a la fuerza, sino por libre aceptación. Dios no nos impone nuestra vocación; nos la propone. Él no fuerza desde fuera la puerta que no quiere abrírsele desde dentro: “Mira que estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta. Entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Ésta es la gran decisión de nuestra vida, la gran elección de nuestra existencia. Éste es el SÍ o el NO más importante. En él nos jugamos lo más fundamental. Tal vez marginarlo por frivolidad, por insensibilidad, por fascinación de otras personas o cosas que valen infinitamente menos que Jesús, es hoy una tentación más frecuente que el rechazo.

Aceptarlo no significa solamente creer en Jesús. Significa también seguirle. Aceptarlo significa creer lo que Él creyó y vivir como Él vivió: cumplir su voluntad.

Aceptar a Jesús no es ni una proeza ni una rareza. No equivale a renunciar a la libertad ni a la alegría.- Bien al contrario, es un camino costoso pero gozoso de realizarnos y entregarnos. Porque desde que el Hijo de Dios se hizo hombre, le única manera de ser plenamente hombres es ser hijos de Dios.

 

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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