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Sacerdotes, sacerdotes

Publicado: 28/06/2010: 4591

Don Manuel, un sacerdote de Jaén , acompañaba a su padre en el lecho de muerte. En un momento concreto lo veía algo aturdido y le preguntó “papá, ¿yo quién soy?”, y la respuesta: “Tú eres Cristo”, no es lo que esperaba oir en ese momento, pero tenía mucha razón ese buen hombre, con mucho cariño por su hijo pero también con muy buena formación cristiana, porque esa es la identidad del sacerdote, ese es el don inmerecido y maravilloso que recibe.

ANTONIO LUQUE. Sigue siendo hijo, hermano y amigo, hombre frágil como todos, pero a la vez es Cristo que consagra, que perdona, y que está al lado de sus hermanos en todos los momentos importantes de su vida.

Es esta nueva fiesta de San Josemaría, en este año sacedotal proclamado así por Benedicto XVI, en estos tiempos en los que hechos terribles traen dolor y confusión, quiero volver a pensar en la vida de tantos sacerdotes santos y entregados, como son la mayoría de ellos, personas fecundas y cercanas.

Deteniéndome en concreto, en la vida del fundador de la Obra, me vienen a la cabeza tres momentos. El primero, los comienzos de 1918. Es Navidad en Logroño, y la ciudad está cubierta de nieve. Un joven de 16 años ve las huellas de un carmelita descalzo y piensa: “Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?". La mayoría de los hombres necesitamos ver todo muy claro, y aún así nos cuesta responder proporcionadamente. Los santos no. Ante esas huellas, la respuesta desproporcionada (humanamente hablando) de San Josemaría a ese "toque” de Dios en sus alma fue la decisión heróica de hacerse sacerdote para estar más disponible al Señor. No se veía como párroco, ni como religioso, más bien como padre de familia desempeñando una profesión que ya se perfilaba en sus sueños, lo dejó todo y ese “algo” se transformó en la entrega de toda su vida.

Segundo momento, tres de abril de 1932. Lleva cinco años en Madrid, hace cuatro que empezó a dar sus pasos en el Opus Dei, debe ocuparse también de su familia y es consciente de los dones intelectuales y humanos que Dios le ha dado. Escribe entonces en sus apuntes íntimos: “dos caminos se presentan: que yo estudie, gane una cátedra y me haga sabio. Todo esto me gustaría y lo veo factible. Segundo: que sacrifique mi ambición, y aún el noble deseo de saber, conformándome con ser discreto, no ignorante. Mi camino es el segundo: Dios me quiere santo, y me quiere para su Obra”. Ese “algo” de 1918 es ahora una cosa bien concreta, buena y noble, que Dios le pedía también que entregara. San Josemaría sólo quiso ser sacerdote toda su vida, “sacerdote, sacerdote” como le gustaba repetir. Meses más tarde, en 1933 al solicitar permiso para arreciar en sus penitencias, exhortará a su confesor con estas palabras: “Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro  y guía de santos”. Es una bonita definición del sacerdocio que luego concretaría a sus hijos que llamará a recibir este sacramento, animándoles a ser “alegres, doctos, sacrificados, santos, olvidados de vosostros mismos”.

Y vamos hasta el 27-3-75, cuarenta años más tarde, tercer momento, vísperas de sus bodas de oro sacerdotales. Es la hora de hacer el recuento de una vida, de ver si ha valido la pena haber firmado ese cheque en blanco tras ver las huellas en la nieve. “He querido –dijo- hacer la suma de estos cincuenta años, y me ha salido una carcajada. Me he reído de mi mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es él quien lo ha hecho todo”. Este es el ideal, llegar al final de nuestra vida y poder resumirla honestamente en “sólo alegrías”. La vida de San Josemaría es muy conocida y sabemos que sufrió duros reveses familiares, graves enfermedades, incomprensiones y persecución, pero todo se convirtió, por el amor a Dios en frutos incontables. Desde muy pronto fue bien consciente del significado de la paternidad espiritual de la triple misión del pastor de enseñar, santificar y guiar, tarea que le exigió cada minuto de su vida, con entrega generosa.

Por todo esto amamos el sacerdocio los católicos, porque es lo mismo que amar a Cristo, como tenía tan claro el padre de don Manuel.


 Antonio Luque Piñero es Vicario del Opus Dei en Andalucía Oriental

Autor: diocesismalaga.es

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