A pesar de sus esfuerzos en la organización de una resistencia europea contra el poder turco, en mayo de 1453, Constantinopla cayó en manos de los turcos. Estos favorecieron la ruptura de relaciones entre la Iglesia Oriental y la Occidental.

Sixto IV (1471-1484), franciscano, de gran cultura, protector de los más célebres artistas (construcción y decoración de la Capilla Sixtina), aunque venció a los turcos en Otranto, no consiguió resolver la situación. Favoreció a sus sobrinos, elevando a seis de ellos al cardenalato. Autorizó el restablecimiento de la Inquisición en España como instrumento para el gobierno de la nación.

Años después, fue nombrado Papa el español Alejandro VI (1492-1503). Su vida privada fue lamentable. En Roma se hablaba de “los sobrinos de un hermano del Papa”. Evitó la disgregación del Estado Pontificio. Tuvo algún éxito en la cruzada contra los turcos. Y fue el autor de la bula “Inter coetera” que dirimió las disputas entre portugueses y españoles sobre los límites de los territorios del Nuevo Mundo: bula de marcado carácter misional.

Su sucesor, Julio II (1503-1513), tampoco fue ejemplar en su vida privada. Buen guerrero y político. Organizó la “liga de Cambrai” contra Venecia y la “liga Santa” contra Francia. Convocó el Concilio Lateranense V.

Le sucedió León X (1513-1521), hijo de Lorenzo el Magnífico, nombrado cardenal a los trece años. Su vida fue la de un auténtico cortesano, muy aficionado a la caza y al teatro. Un grupo de cardenales planeó una conjura contra él que fue descubierta y, a raíz de ella, en un solo día nombró 31 cardenales, algunos de ellos excelentes. Fue lo mejor que hizo en su vida. Será el futuro Concilio de Trento quien lleve a cabo la reforma del Pontificado romano y de toda la Iglesia.