DiócesisHomilías Mons. Dorado

Funeral por D. Luis Portero

Publicado: 20/10/2000: 1428

Parroquia de San Gabriel: 20 de octubre de 2000

Funeral por D. Luis Portero

Parroquia de San Gabriel: 20 de octubre de 2000

            1.- San Pablo comienza la Segunda Carta a la comunidad de los Corintios con una oración de alabanza en la que las palabras claves son consolar y compartir: el sufrimiento del cristiano, incomprensible tantas veces, tiene la misma razón de ser que el sufrimiento de Cristo.

            Esta oración de alabanza hace referencia a una situación difícil y dolorosa por la que Pablo acaba de pasar en Éfeso.

 

            Desde esa perspectiva de fe queremos celebrar y entender el dolor que nos aflige por el asesinato cruel e incomprensible de D. Luis Portero, para encontrar ahí el necesario consuelo.

           

            2.- Por de pronto, hay consuelos y desconsuelo comunes al creyente y al agnóstico, o, de modo más general, al no creyente. Pero hay también realidades que pueden despertar consuelos o desconsuelos, según desde donde se las contemple y según cómo se las reciba. La fe, en último término, entraña un modo de mirar –y de recibir-- la realidad. Lo cual le hace capaz de generar consuelos o desconsuelos ante situaciones sobre las que la no-fe resbala o, simplemente, huye. También la no-fe puede afanarse en experimentar consuelos que al creyente vivo no sólo no le interesan, sino que libremente renuncia a ellos o, simplemente, los rechaza.

 

            3.- La gran prueba de la fe – siempre, pero particularmente hoy-- la experimenta el creyente leyendo el periódico o viendo el Telediario de cada día. La experiencia nos lo muestra a todos y cada uno. La realidad y el escándalo del mal, constituyen la prueba principal de la fe en Dios. ¿Cómo creer después de los horrores de los campos de concentración nazis o del “Goulag” soviético y después de otros hechos sangrantes de nuestra historia? ¿Cómo afirmar todavía la bondad de Dios cuando somos testigos del desencadenamiento de ira y violencia que destruyen a las personas y a los pueblos? ¿Cómo atrevernos a decir que el amor de Dios es más fuerte que el mal, cuando medimos la fuerza de los impulsos de muerte que habitan nuestra humanidad y nos habitan a nosotros mismos?

 

            4.- Cada día el creyente tropieza en la cruz de los inocentes y soporta el escándalo de un dolor al que su fe no le permite habituarse. No lo entiende, porque no puede entenderlo. Pero no huye de él; al contrario, se lo carga sobre los hombros, se incorpora a la ardua tarea de eliminarlo, se queja (no blasfema): “¿por qué nos has abandonado?”. Y opta, como Jesús, por su personal inmersión en él.

 

            Al creyente le golpea, como al que más, la brutalidad de la Cruz (incluso la de los demás más que la propia), la de las limitaciones naturales, la de la Naturaleza que no puede controlar, la del egoísmo que convierte en lobos y en criminales a quienes son creados para ser hermanos… su fe, sacudida por este terremoto interior, reacciona hacia dentro y hacia fuera, clava más hondas sus raíces y alarga más sus brazos.

 

            Experimenta entonces el espaldarazo del Crucificado-Resucitado: “Vosotros sois los que me habéis acompañado en mis pruebas” (Lc 22, 28), y participa en su divina fecundidad: “… si nos toca sufrir, es para que redunde en ayuda y salvación vuestra; si recibimos consuelo es para que también vosotros os animéis a soportar los mismos sufrimientos que nosotros soportamos” (2 Cor 1, 6).

 

            Para el creyente, hoy, consuelo y desconsuelo acaban siendo dos extraordinarias modalidades de inmersión con Dios en el consuelo y desconsuelo de nuestro mundo, tal como es, y de compartir con él, como ningún otro, “el consuelo que de Dios hemos recibido” (2 Cor 1, 4).

 

            ¿Se puede explicar de otra manera, sino es desde la fe en Jesucristo, la reacción de una joven que, ante el cadáver aún caliente de su padre, afirme con sencillez que está tranquila y en paz porque sabe que su padre, cobardemente asesinado, ha resucitado; y que en su corazón no hay lugar para el odio ni para la venganza?

 

            ¡Qué lenguaje tan distinto de los tópicos y las proclamas que de forma continua y olvidadiza hacemos otros en estas circunstancias!

 

            Queridos familiares de D. Luis, que pronto os quedaréis solos con vuestro dolor: permitidme que os recuerde aquella invitación que os hace el Señor: “Venid a Mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré… Y encontraréis vuestro descanso”.

 

            Que Él, que padeció una muerte injusta en su propia carne, os fortalezca, os sostenga y os consuele. Como buenos cristianos sabéis bien que Dios no nos libra de los sufrimientos de esta vida, pero nos salva en los sufrimientos.

 

            Que el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo, os llene de consuelo. Amén.

+ Antonio Dorado Soto,

Obispo de Málaga

Autor: Mons. Antonio Dorado Soto

Más artículos de: Homilías Mons. Dorado
Compartir artículo