DiócesisHomilías Mons. Dorado

En el 150 aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada

Publicado: 07/12/2004: 966

Festividad de la Inmaculada Concepción de María

(En el 150 aniversario de la proclamación del Dogma).

1.- Prepararnos con discernimiento.

En este día de Fiesta grande, los católicos nos reunimos a celebrar uno de los
hechos de la Historia de la Salvación más íntimamente cargado de misterio, entre
todos los que ha realizado Dios nuestro Señor para manifestar su Poder, su Sabiduría
y su Amor.

Sabemos por la fe que el pueblo de Dios se reúne para celebrar litúrgicamente
las obras e intervenciones de Dios en la historia de los hombres; nuestra celebración
no queda en una simple ceremonia conmemorativa o en un nuevo tiro social, sino que
el misterio sobreviene de nuevo a nosotros en virtud de la celebración misma y se nos
hace presente, real y eficaz; que la acción del Espíritu Santo renueva el dinamismo de
esas acciones de Dios, de modo que nos alcanza y salva en nuestra propia vida y
realidad concretas.

Por eso nos avisa San Pablo que no celebremos los misterios de Dios sin
discernimiento espiritual, sin conciencia reflexiva de la fe y sin una sincera actitud de
disponibilidad para responder a la acción del Espíritu Santo con nuestra libre decisión
personal. Vamos, pues, a prepararnos con discernimiento para celebrar esta Eucaristía
por el misterio de su Inmaculada Concepción.

Primeramente vamos a recordar cuál es el contenido de este Dogma de Fe.
¿Qué es lo que creemos al llamar a María, Purísima e Inmaculada?

En segundo lugar, vamos a reflexionar sobre la significación que este contenido
de nuestra fe cristiana puede tener en nuestra época para nosotros.


2.- UNA MADRE TAN DE VERAS MUJER, COMO SANTA.

Escribiendo San Pablo a los Gálatas sobre el cumplimiento de la promesa de
Dios a su Pueblo, el Apóstol escribe una de las pocas frases en que alude
expresamente a la Madre de Jesús:

"Cuando éramos menores de edad vivíamos como esclavos bajo los elementos
del mundo; pero cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido
de Mujer, para que recibiéramos la adopción de hijos"(Gál 4, 4-5).

San Pablo se refiere a los largos tiempos de espera y preparación del mundo
al advenimiento de Cristo, "antes de que llegara la fe"¶, como dice el Apóstol.


La liturgia cristiana conmemora esos tiempos anteriores a la fe evangélica en
el ciclo de Adviento que estamos celebrando estas semanas, y dentro del cual se halla
situada la Fiesta de la Inmaculada.

De esta frase del Apóstol toma su punto de partida el Concilio para exponer los
misterios de la Santísima Virgen en la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium,
52), y vamos a partir también nosotros, para nuestra consideración de hoy sobre este
hecho misterioso.

Cuando el Padre Celestial decidió el momento de cumplir plenamente su
Promesa enviando a su Hijo para promover a los hombres a la libertad y a la santidad
de los Hijos de Dios, comienza por realizar una obra excepcional, tan única como la
Encarnación a la que se ordenaba.

Para que el Hijo de Dios tomara vida de hombre verdadero, sin dejar de ser Dios
vivo y verdadero, no podía tener otro Padre que el Padre Celestial, pero le era
necesaria una Madre verdaderamente humana, una mujer de la raza de los hombres
y que, sin embargo, fuera digna de ser hecha Madre de Dios.

Efectivamente, en un momento preciso de la historia, declinando ya el último
siglo de la antigüedad, cuando un matrimonio israelita, Joaquín y Ana, engendraron
una hija, entonces se produjo la intervención del Espíritu de Dios. En el primer instante
de su ser, cuando empezó a ser persona aquella nueva vida, se vio llena hasta rebosar
por la infinita oleada de la Gracia, antes de que pudiera haber en Ella vacío o privación
alguna de santidad, antes de que pudiera ser herencia y posesión del enemigo de Dios
empañada por la sombra del pecado original.


3.- FE POPULAR Y ANÁLISIS TEOLÓGICO.

La comunidad cristiana había comenzado desde muy antiguo a reflexionar sobre
la dignidad de la Madre del Señor. Muy pronto se había asociado al Redentor en la
lucha contra el pecado y contra el espíritu del enemigo de Cristo.

Ante la fe de los creyentes de los primeros siglos aparece María como la nueva
Eva, madre de todos los vivientes en Cristo: el mal que Eva causó con su falta de fe
en la Palabra de Dios y con su consiguiente desobediencia, lo vencerá María con su
fe y con su humilde obediencia hasta la Cruz, junto a su Hijo.

El Pueblo de Dios fue descubriendo, cada vez con mayor claridad, lo que San
Agustín llamó "el honor del Señora", esto es, que la santidad del Nombre de Dios exige
la inocencia absoluta de su Madre. De esta manera, desde la Alta Edad Media están
ya en marcha, paralela e inconteniblemente, el movimiento de la fe popular y el análisis
del pensamiento teológico que busca los fundamentos de esa fe popular en las
Escrituras y en la Tradición apostólica viva de la Iglesia. Ambos movimientos llegan en
la Edad Moderna a constituir uno de los más unánimes sentimientos de la Iglesia
Católica.


Por fin, esa doctrina de fe común es definida en 1854 por el Papa Pío IX, con
estas palabras textuales:

"La doctrina que sostiene que la Bienaventurada Virgen María en el primer
instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios
Todopoderoso, en vista de los méritos de Jesucristo, Salvador del género
humano, ha sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, ha
sido revelada por Dios, y por lo tanto se debe creer de manera firme e indivisible
por todos los fieles".

Autor: Mons. Antonio Dorado Soto

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