NoticiaPatrona de la diócesis Predicación de la novena a Santa María de la Victoria. Día 4º. Publicado: 16/09/2014: 10113 NOVENA A SANTA MARÍA DE LA VICTORIA. DÍA 4º Catedral de Málaga (2 septiembre 2014) Lecturas: Ef 1,3-6.11-12; Is 61.10a-d y f. 11; 62,2-3; Mc 6,1-6 María, modelo para acrecentar el ardor evangelizador 1. Introducción Queridos hermanos concelebrantes, queridos hermanos de la Hermandad de Santa María de la Victoria, queridos miembros de las instituciones que hoy venís a venerar a nuestra patrona, hermanos todos. Una tarde más nos congregamos en torno a nuestra patrona, Santa María de la Victoria, para darle culto y pedir su intercesión, con el deseo de acoger de corazón la invitación del Papa Francisco “a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría” (EG 1). La Santísima Virgen María, consagrada a poner en práctica la voluntad del Señor, no se ha quedado encerrada en ella misma. Como contemplábamos ayer se ha puesto en camino, llevando en sus entrañas al Salvador y proclamando lo que Dios ha hecho para salvarnos. 2. La palabra de Dios El texto que se ha proclamado de la carta de san Pablo a los Efesios es un himno que expresa la alegría exultante del Apóstol y de la comunidad cristiana, ante la generosidad inconmensurable de Dios. El Apóstol irrumpe en un canto de alabanza: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo.” Sí, bendito sea Dios por todo lo que ha hecho a favor de todos los hombres. Él, dice Pablo, en la persona de Cristo, “nos ha bendecido (…) con toda clase de bienes espirituales y celestiales.” No sólo nos ha dado toda clase de bienes, sino que “nos ha elegido, en la persona de Cristo, para que seamos santos e intachables ante él por el amor”. Nuestra vocación es la santidad, estamos llamados a la santidad. Y no porque hagamos cosas raras, sino por el amor, por gastar la vida en amar y servir a Dios y a los demás. Hemos sido llamados a la santidad pero no como siervos, no como esclavos, sino como “hijos”, destinados a coheredar con Cristo, somos coherederos con Cristo. ¡Cuánta generosidad de Dios con nosotros! ¡Qué alegría y qué suerte la nuestra! El Evangelio nos muestra a Jesús anunciando el Reino y enseñando por las sinagogas, recorriendo los pueblos. En la sinagoga de Nazaret, aunque se asombran de su enseñanza, y precisamente por ella se escandalizan de Él: ¿cómo puede enseñar con esa sabiduría y hacer esos milagros, si lo conocemos?, ¿no es el carpintero, el hijo de María?, ¿no conocemos a toda su familia? Su vinculación con María y sus parientes hace que lo desprecien: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Jesús es un hombre de su pueblo. De la mano de María se ha insertado en la vida ordinaria en Nazaret. Como María, conoce y vive sus costumbres, tiene vínculos familiares, es cercano a la gente, como se refleja en las enseñanzas y vida de Jesús que nos transmiten los evangelios. Jesús ama a la gente, siente compasión por ellos, sale a curarles y darles una palabra de aliento. Sin este amor es inexplicable su insistencia en anunciarles el Reino, arriesgando su fama y su vida y a pesar del rechazo frecuente que sufrió. A Jesús no le da igual que la gente ande maltrecha y abatida, como ovejas que no tienen pastor. 3. El cristiano: discípulo-misionero El Señor nos ha confiado continuar su misión de anunciar el Evangelio, de hacer discípulos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos”; “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Una misión a la que el Papa Francisco nos viene invitando insistentemente. Pero, ¿hasta qué punto tenemos el impulso de evangelizar necesario para salir de nosotros mismos y a anunciar a Jesucristo? Ciertamente todos nos alegramos cuando alguna persona descubre la fe y se incorpora a la vida de la comunidad cristiana. Lo que no parece tan claro es que realmente nos duela que tantas personas, incluso de nuestro entorno más cercano, no se incorporen a la vida cristiana o la hayan abandonado. No es infrecuente oír comentarios de este tipo, en el entorno familiar o de amigos: no está cercano a la fe, pero es muy bueno, tiene muchos valores que es lo más importante, como si el encuentro con Jesucristo fuese sólo un plus, no algo necesario para alcanzar la plenitud personal. Son situaciones que hemos de aceptar, pero que no nos pueden dejar tranquilos. Si esto es así, ¿cómo avivar en nosotros el impulso misionero, el deseo de salir para anunciar el Evangelio? ¿De dónde sacar las fuerzas necesarias, para ponernos en camino, como Jesús y María, como San Pablo y tantos evangelizadores para entregarnos a la misión? Una lectura sosegada de los evangelios y la vida de los grandes evangelizadores nos permite descubrir tres puntos de referencia imprescindibles para avivar el ardor evangelizador e impulsar la misión. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él. Lo primero y más fundamental es tener el entusiasmo y la alegría que produce el haberse encontrado personalmente con el Señor. Y experimentar ese encuentro como lo mejor que nos ha pasado en la vida. Es imposible experimentar tanta generosidad por parte de Dios, es imposible tener experiencia de sus dones y de su llamada, aunque sea pobremente en la oscuridad de la fe, y no sentir el impulso de comunicarlo. Como dice la primera carta de san Juan “lo que hemos visto y oído os lo anunciamos”. Por eso es necesario avivar nuestra experiencia de encuentro con el Señor: Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, (…) nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga (EG 262). Es imprescindible volver al Evangelio y leerlo con el corazón. El segundo punto de referencia es la convicción viva de que Jesucristo es el único Salvador de los hombres, el único que puede llevar a toda persona a su plena realización; saber que “el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno.” “El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que (…) es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo” (265). Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje. “No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo” (EG 266). Finalmente, un amor apasionado por la gente, que impida que nos de igual el que hayan conocido o no a Jesucristo y aceptado su salvación. Que no nos de igual su suerte. Como dice el Papa Francisco, la misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Él “nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia” (EG 268). Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. “Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega” (EG 274) Contemplábamos estos días anteriores cómo el anuncio del ángel y la concepción de Jesús ponen a la Virgen María en camino, llevando la salvación y cantando la acción de Dios. Un recorrido por el evangelio no permite ver la cercanía de la Santísima Virgen a todos y su amor por los demás, su preocupación ante sus necesidades y carencias, como iremos meditando es estos días. Como la llamó Juan Pablo II, ella es la “estrella” de la nueva evangelización. 4. Conclusión Demos gracias a Dios, que nos ha hecho hijos y nos invita a la santidad de vida, a una vida en el amor. Pidámosle que avive en nosotros la pasión por el Evangelio y el amor a la gente que, como a María y a los grandes evangelizadores, nos impulse a ofrecerle a los demás el mejor de los dones, el único que puede realizarles plenamente: el don de la fe. Santa María de la Victoria, Estrella de la nueva evangelización, ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres, para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz. Amén