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DÍA INTERNACIONAL DEL BESO. Besos furtivos

Publicado: 13/04/2020: 23341

Un cuento familiar de Alfonso Crespo Hidalgo

Un fondo de música golpeaba el silencio del piso. De procedencia indefinida: no se sabía si provenía del TV que presidía el salón, encendido y abandonado por María, que había acudido a dar vuelta al fuego de la cocina y observar el giro de la lavadora; o, quizás, era un eco del viejo transistor recuperado del olvido, en la habitación del fondo del pasillo, donde Ramón había construido un bunker imaginario de defensa contra todo.

Ramón y María llevan casi sesenta años viviendo entre aquellas paredes. Fueron construidas con la ilusión del primer amor y el desafío de una hipoteca a largo plazo… tan largo que le acompañó hasta bien poco. La anécdota del cansancio de su mano firmando letras la ha contado Ramón a cada uno de sus tres hijos, cuando estos han decidido dejar la casa, bien por casamiento o por deseos de volar más alto de aquel quinto piso. Incluso insinuó contarle este episodio al primero de sus nietos que le confió que tenía novia. Este, astuto, se escabulló, adornando su huida con un beso rápido: «¡Abuelo, ya no hay letras… ya no se compran pisos… yo me iré de alquiler!»

Aquel piso era para María y Ramón, como un santuario. Cuando recorrían sus habitaciones imaginaban la presencia de sus hijos, prisioneros aún en su memoria, libres en su ausencia, excesiva ausencia que a veces golpeaba el corazón del venerable matrimonio: «Tus hijos, se han olvidado de nosotros», suspiraba Ramón; María alargaba la excusa: «están muy atareados… ya sabes, el trabajo… los niños; además Antonio vive lejos… Ramón, ya sabes, no le va nada bien… Isabel… con más trabajo en el hospital».

Un suspiro y el silbido de la olla sellaron la paz del recuerdo. María, disimuló una orden con una pregunta: «¿Comemos ya?» Ramón pensó: «Es pronto…» pero se dirigió hacia la cocina, meditando en silencio que el tiempo había perdido su ritmo de rutina en tantos días encerrados: «¿Es lunes?... ¿Ya son las dos?»

La comida, en este Viernes Santo más cargado de soledad y silencio que nunca, fue rápida. María comentó con solemnidad: «Ramón, es Viernes Santo, es vigilia… es guiso de bacalao con garbanzos… qué bien lo hacía tu madre… de ella es la receta». El hombre arqueó los ojos con asentimiento… unas lágrimas brotaron como gotas de rocío. Se excusó: «Mujer, abre la ventana, el humo se ha metido en los ojos…». El segundo plato asumía también el postre: naranjas picadas con bacalao. Ramón suspiró: «Y esto es de tu madre… la primera vez me extrañó… ¿Dulce y salao juntos? Y tu madre me dijo: "Como la vida misma, Ramón: besos y lágrimas"».

 El silencio que acompañó la recogida de la mesa se convirtió en un homenaje agradecido a la memoria de los abuelos. Se separaron con parsimonia, acompañados por el silencio. Ramón se dirigió con lentitud hacia el dormitorio, buscando más el descanso del recuerdo que aliviar el cansancio de un día más sin salida y sin la copa y la tapita de la una en el bar, con los amigos de siempre. María se entretuvo poniendo aún más orden en la ordenada cocina. Se asomó a la ventana y contempló el vació de la plaza. Pensó con una sonrisa y trayendo a sus ojos los retratos de sus nietos: «¡Es como si hubiesen secuestrado a todos los niños!». Se derrumbó en el sofá… Dirigió su mirada hacia el muestrario de fotos que adornaban el mueble que tenía entronizado el nuevo Sony, ¡tan grande y tan plano!, que le habían regalado sus hijos hace cinco años, con motivo de sus Bodas de Oro. Apagada la tele, dirigía sus ojos por las imágenes de las bodas de sus hijos, las primeras comuniones de sus nietos…. y la más grande, en marco de plata: la de las Bodas de Oro, que los había unido a todos. Junto a ella, una pequeña imagen de María Auxiliadora y una estampa de la comunión del primer nieto.

Las cinco de la tarde resonó en el viejo reloj, que todavía soportaba la cuerda de los días, y que entró en el piso como un regalo con la primera paga extra, adornando las vacías paredes del piso recién estrenado. María, se acercó al dormitorio, sin necesidad de coger nada pero con el deseo de levantar a Ramón… Este se alzó, dejando la manta a un lado. Los dos volvieron a encontrase, con el candor de las primeras citas. Salieron de las paredes de aquel dormitorio que guardaban todas sus confidencias.

Al pasar por el dormitorio de al lado, María, susurra: «Ramón… ¿recuerdas cuando compramos la primera cama para Antonio?... Tú dijiste, piensa que tendremos que comprar otra… Y luego vino Ramón… Los dos han estado aquí… hasta que se han ido marchando…» Miró la mesa de estudio con las dos sillas... Continuó su discurso: «Siempre me he negado a quitar estas camas… Los nietos, ahora las agradecen, cuando vienen de vacaciones, buscando la playa…». Sus recuerdos se avivaron, con la boda de Antonio, al que le iba tan bien en Madrid, donde escalaba puestos en la empresa… Con dos hijos, tan guapos, tan inteligentes…

Instintivamente, tomó la mano del esposo. A su memoria venía la imagen de su segundo hijo: Ramón, como el padre. Suspiró el anciano: «Siempre ha sido un poco alocado… más corazón que nadie pero poca cabeza… Sabíamos que aquel matrimonio no iría bien… aquella chica lo dominaba… menos mal que no tienen hijos… Y el trabajo: era inteligente pero falto de voluntad. ¿Cuántos trabajos habrá tenido? Ahora parece que se afianzó en el hotel… Sin embargo es quien más viene…».

María apretó su mano y aligeró el recuerdo: «No le va tan mal… Más vale solo que mal acompañado… Ahora parece que esta nueva chica le comprende… quizás porque ella también arrastra un matrimonio roto y dos hijos pequeños… Ya sabes, las desgracias unen».

Su mirada se detuvo ante la pequeña salita, pasando revista: una cama mueble, una pequeña mesa redonda con dos sillones y dos sillas. Ahora, convertida en un ficticio despacho de Ramón, donde ponía orden en las facturas del agua, de la luz, del teléfono, de la declaración de la renta, de las garantías de los electrodomésticos… María susurró: «Cómo creció la pequeña Isabel… la veo todavía, cada noche, arrinconando la mesita y los sillones y abriendo la cama… Cómo estudió en esta mesita… y a veces en la cocina…

Es la que tiene más voluntad… Y la veo feliz en su matrimonio, feliz en su trabajo en el hospital, y feliz con su hijo, y con lo que viene…». Y suspiró: «La vida trae alegría y penas… dolor y gozo… en la vida hay dulce y amargo…». Ramón rompió el silencio: «¡Como el bacalao con naranjas!». Terminaron su peregrinación en el sofá. Antes, María dijo con suave candor: «Ramón, ve al servicio, que luego cuando estamos sentados, te entra ganas…». Él, obediente, se adentro en la última habitación de la casa…

Sobre las seis, los dos estaban ya en el sofá del tresillo, uno junto al otro; los dos sillones solitarios parecían aguardar alguna visita que no se produciría… Era casi un mes sin ver a los hijos, sin ver a los nietos, sin ver a los amigos… sin ver… Sólo la llamada al timbre y la voz del vecino: «María, en la puerta tienes la compra… Ya quedamos para el jueves, hazme la lista… Te llamo al móvil».

Sonaron las ocho y el eco de unos aplausos les empujó a asomarse a la pequeña terraza, en la que respiraban un grupo de macetas, algo ajadas por el último levante. Era la hora del homenaje: se aplaudía a todo lo bueno que nos iba dejando este tiempo de ausencias, de dolor, de preguntas, de deseo de que cambie todo cuando por fin podamos salir… Aplaudieron más con el corazón que con las manos, que sostenían su mutua debilidad. Volvieron al salón, como si el último aplauso hubiera sido para ellos: por su lucha a lo largo de los años, por su amor generoso a los hijos, a los nietos, a los amigos…, por su constancia y resistencia en la adversidad, por su alegría compartida enlos encuentros familiares… por… tanto… «bacalao con naranjas».

Sentados, entrelazaron las manos. María, se volvió hacia él y depositó un beso en su mejilla… Ramón tosió. Instantes después, él la beso deteniendo el tiempo. María sonrojó sus mejillas. Él exclamó: «María, aún nos faltan muchos besos… y estos no nos los quita nadie…». Las manos se apretaron, aún más. Sonó el móvil: «Abuela… ¿cómo habéis pasado el día…?». Se apretujaron para escuchar la llamada.

 

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