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La familia, profeta en el nuevo milenio

Publicado: 30/03/2001: 1360

Clausura Conferencias Cuaresmales
Movimiento Familiar San Juan de Avila


“Has establecido este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos”. Estas palabras tomadas del prefacio II de Cuaresma ponen de manifiesto el sentido de este encuentro que estamos celebrando. A lo largo de toda la semana, os habéis venido preparando para profundizar en vuestra vida de fe y para celebrar la Pascua del Señor, como familias cristianas que se sienten llamadas a la santidad. Con la celebración de la sagrada Eucaristía, fuente y meta de toda evangelización, hoy queremos dar gracias a Dios por la riqueza doctrinal que habéis recibido y pedirle que os ayude a convertirla en vida. Las familias cristianas, cada familia, estáis llamadas a ser “profetas en el nuevo Milenio”. Es decir, personas dotadas de una fe ardiente, que con sus hechos y con sus palabras hablen en nombre de Dios a sus hermanos, les anuncien el Evangelio y, de manera específica, el “Evangelio de la familia”.

El Papa Juan Pablo II os acaba de recordar vuestra misión en la Iglesia. Ante la aguda crisis de la institución familiar, ha pedido que “las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana, tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles, que son los hijos” (NM 47). Me han dicho que, durante estos días, habéis reflexionado con profundidad sobre los puntos básicos del matrimonio y de la familia cristiana. Por mi parte me limitaré a poner de relieve cuatro aspectos que considero imprescindibles para que vuestra presencia en la sociedad actual sea profética; una especie de revulsivo, como el fermento en la masa. Y lo voy a hacer, ciñéndome a las indicaciones del Papa.

En primer lugar, lo conseguiréis siendo testigos de que vuestra relación “entre un hombre y una mujer es recíproca y total, única e indisoluble”, como dice Juan Pablo II. Es decir, siendo testigos de la fidelidad, de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio. Os recuerdo que la esencia de esta relación “recíproca y total” consiste en el amor gratuito y en la confianza mutua que hace posible ese amor, y que se consigue a través del diálogo transparente que elimina los obstáculos que surgen al hilo de la vida. Pero sabéis bien que el amor, la confianza y el diálogo no son actitudes que se posean de manera espontánea. Requieren un aprendizaje paciente y una constancia que se traduce en el compromiso diario. Sólo aquellas parejas que se lo proponen de manera metódica, consiguen esa madurez alegre que da solidez al matrimonio y a la integración familiar.

Comprendo que no es un cometido fácil. Pero no olvidéis que sin sacrificio no se construye nada verdaderamente grande. En medio de una cultura que ensalza lo efímero y una libertad falsa, sin otro límite que la decisión caprichosa de cada uno, no resulta fácil construir un matrimonio fiel y una familia sólida. Se requiere el esfuerzo de los dos y la entrega total, sin límites ni reservas. Seréis profetas en el nuevo milenio en la medida en que renovéis cada día el compromiso de amor mutuo y viváis con alegría vuestra fidelidad creativa: esa fidelidad que consiste en mantener viva la actitud de entrega al otro, para construir juntos una familia integrada, fruto y expresión de un matrimonio que se basa en una relación fiel, indisoluble y única. En este esfuerzo ilusionado y compartido, caminaréis con más seguridad si cada uno de los miembros reconoce sus limitaciones y desarrolláis juntos esa capacidad de perdonar que purifica y renueva la convivencia.

Y no olvidéis que, como los profetas de todos los tiempos, también vosotros tenéis que remar contracorriente, anunciando un mensaje que nuestra cultura del “usar y tirar” no desea oír. Pero como dice el Papa, “la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cierta cultura, aunque sea muy extendida y a veces ‘militante’” (NM 47). 

Sé que os estoy pidiendo algo difícil, pero “no tengáis miedo”, como dice el Señor a todo el que le encomienda una misión. Para ser profetas en el nuevo milenio, contáis con la presencia salvadora de Jesucristo en vuestra familia. Es el segundo aspecto que deseo subrayar: poner vuestra vida de matrimonio y de familia y vuestro apostolado en la perspectiva de la santidad, como nos recomienda a todos el Papa (NM 30). Y esto significa que debéis asentar vuestro amor, vuestra convivencia y vuestra existencia familiar sobre la fe en Dios: una fe que se hace vida y se transmite mediante las palabras, los gestos, los ritos domésticos y el horizonte de valores del Sermón de la Montaña.

La escucha asidua y compartida de la Palabra de Dios es el camino más seguro para descubrir las bases de la convivencia humana y para llevarlas a la práctica, porque Dios es el mejor educador de la familia y el artífice de su unidad más profunda. Como nos dice el libro del Deuteronomio, “Amarás a Yahwéh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden grabadas en tu corazón estas palabras que yo te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos, se las dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes; las atarás a tu mano como una señal, como un recordatorio antes tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas” (Dt 6,5-9).

La fidelidad a Dios será vuestra luz y vuestra fortaleza. Además de vivirla con hondura, se la debéis inculcar a vuestros hijos desde sus más tiernos años, estando en casa y de camino; con palabras, con signos religiosos y con todo tipo de ritos. A la luz de la Palabra divina y sostenidos por su eficacia, podréis responder a quienes os digan que el divorcio, las parejas de hecho y otras modas son el camino del futuro, que “Cristo ha venido a restaurar en su esplendor (el proyecto primitivo de Dios sobre el matrimonio y sobre la familia), revelando lo que Dios ha querido ‘desde el principio’” (NM 47). Él os ha encomendado esta tarea. Para llevarla adelante con el testimonio y con la palabra, no estáis solos, pues mediante el sacramento del matrimonio, un sacramento permanente, el Señor resucitado se ha comprometido a ayudar con su gracia a las parejas cristianas en vuestra delicada misión de esposos y padres. Además, la celebración de la Eucaristía en familia será el mejor acicate para que vuestro culto doméstico se renueve y alcance su dimensión eclesial.

El tercer aspecto que deseo presentar a vuestra consideración es el de ejercer vuestro papel de educadores. “Las familias mismas, dice el Papa, deben ser cada vez más conscientes de la atención debida a los hijos” (NM 47). Y un aspecto fundamental de dicha atención consiste en cumplir con el grato de deber de educarlos. La prensa se hace eco, con frecuencia, de algunos males que afectan a nuestra sociedad. Problemas tales como los brotes de violencia escolar, la delincuencia juvenil en todas sus formas, los embarazos de adolescentes, la drogadicción y el alcoholismo constituyen una llamada a la responsabilidad de todos.

Da la impresión de que la familia no se ocupa de sus deberes educativos y lo espera todo de la escuela y del Estado. Comprendo que educar hoy es una cuestión muy compleja y difícil, y que los padres sufrís mucho por falta de unas orientaciones que os ayuden y por la presión que ejercen sobre los niños los medios de comunicación. Pero deseo recordar, con el Vaticano II, que os corresponde a vosotros el “deber y derecho inalienable de educar a los hijos” y que el Estado os tiene que ayudar, pero nunca suplantar (GE 6). Sabéis bien que la educación comienza desde el momento en que el hijo está en el seno de su madre, pues los acontecimientos de la vida familiar y los estados de ánimo que generan, según el parecer de algunos expertos, repercuten en el hijo que va a nacer a través del estado de ánimo de la madre.

Además, es necesario empezar a inculcarles, desde la infancia, aquellas virtudes que constituyen la base del carácter. Y esto se realiza con la palabra, con los hábitos de vida familiares y con el ejemplo de los padres. El niño, desde sus primeras crisis infantiles apenas superado el primer año de vida, necesita descubrir la autoridad de los padres; la autoridad moral que se acredita mediante el buen ejemplo, y la autoridad que les enseña el valor del orden en la convivencia humana. Pero son numerosos los padres que han abdicado de su autoridad y, sin pretenderlo, hacen mucho daño a sus hijos. Pues éstos necesitan que les dediquen tiempo, los escuchen, les inculquen pautas de conducta adecuadas y jueguen con ellos. Por supuesto que hay que respetar su libertad cuando tengan edad para ejercerla, pero sólo la respeta quien antes los ha enseñado a ser libres mediante la reflexión, las pautas de conducta y el desarrollo de su autoestima y de su voluntad.

Finalmente, el cuarto y último aspecto que deseo presentar ante vuestra consideración es el amor a la vida, la apuesta por la vida y la defensa de la vida en todas sus formas. El magisterio de Juan Pablo II sobre la vida es rico y abundante, y ello quiere decir, entre otras cosas, dos que no debemos olvidar. La primera, que se ha tomado como uno de sus deberes más sagrados inculcarnos a todos, pero de forma particular al Pueblo de Dios, la importancia y la grandeza del don de la vida; y la segunda, que es consciente de que las amenazas que se ciernen contra la vida son extraordinariamente graves. Por eso nos recuerda también en El Nuevo Milenio el “deber de comprometerse en la defensa del respeto a la vida desde la concepción hasta su ocaso natural” (NM 51).

Pienso que nadie sabe mejor que vosotros, padres y madres, que cada vida que nace es una bendición de Dios y una riqueza para la familia. Pero dicen algunos sociólogos que los españoles de hoy no sabemos valorar la vida ni la vemos como un don. Quizá porque al olvidar su fundamento trascendente, su relación con Dios, la vida se ha banalizado y se ha devaluado. Eso explicaría en parte el bajo índice de natalidad que existe entre nosotros y el auge de la mentalidad abortista que algunos tratan de presentar como una forma de progreso.

Sabemos que el aborto es un atentado grave contra Dios y contra el hombre, pero existen otras maneras sutiles de oponernos a la vida. A veces, retrasando durante años el nacimiento del primer hijo; también, considerando a un nuevo hijo una amenaza contra la llamada calidad de vida; o no aceptando interiormente al hijo que nace con alguna malformación física o psíquica. En el fondo, nos falta la convicción de que todo ser humano, desde el comienzo de su existencia, es valioso por sí mismo. Es verdad que aceptar a un hijo cuando no se le esperaba puede suponer un coste importante con relación al bienestar, pero siempre es más lo que aporta cada nueva vida que los sacrificios que nos pide. Por eso es necesario que los padres descubráis y disfrutéis la grandeza incomparable da la misión que el Señor os ha confiado: ser los mediadores de su amor cada vez que bendice a nuestro mundo con una vida nueva y la encomienda al cuidado amoroso de quienes sois las mediaciones de su providencia. ¡Queridas familias, amad la vida, defended la vida y dadle gracias a Dios por haber hecho de vosotros los transmisores y los primeros guardianes de la vida!

Y ahora, mientras nos disponemos a continuar la Eucaristía, con la que clausuramos esta semana de preparación para celebrar la Pascua, os invito a dar gracias por la misión tan excelsa que el Señor os ha encomendado a las familias: ser la puerta por la que los hombres llegamos a este mundo y el lugar en que descubrimos ese amor de los padres que es el mejor reflejo de su divino rostro. Él, que os ha llamado a ser los mediadores del don de la vida y los profetas en el Nuevo Milenio, os encomienda hoy que acojáis y cuidéis a cada uno de sus hijos que llegan a este mundo con el cariño tierno y abnegado con que José y María acogieron a Jesús.

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