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Viernes Santo. Contemplar el rostro doliente de Cristo

Publicado: 21/03/2008: 1961

"Mirad el árbol de la Cruz,

en que estuvo clavada la salvación del mundo”.


Con estas palabras nos invita la Liturgia de este Viernes Santo a concentrar toda nuestra mente y nuestro corazón en Jesucristo Crucificado.

Para poder contemplar con hondura conmovida la Cruz del Señor, tenemos que acercarnos con una mirada de fe, de esperanza y de amor.

El Papa Juan Pablo II nos invitaba en una de sus últimas Cartas Apostólicas a contemplar el “rostro doliente de Cristo” que nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. Rostro sangrante de la escena de la agonía en el Huerto de los Olivos. Rostro desencajado por la soledad y el abandono en la Cruz. De su boca sale un grito que no es de desesperado, sino de quien confía al Padre su vida. Es el dolor hondo por el hombre, que se resiste al amor del Padre. En esa resistencia al amor de Dios consiste el pecado.

Como dice el Papa, hay que caer de rodillas; hay que contemplar, con mirada agradecida y anonadada ese rostro de Cristo. Es una contemplación iluminadora que requiere sosiego y ninguna prisa. San Agustín proponía tres tareas:

“Vide pendentem. Audi clamantem. Considera morientem”.

Así lo han hecho muchos santos.

En el rostro de Cristo vemos el rostro de la Iglesia. Y nos acercarnos al Misterio de la Iglesia. Nos duelen, en primer lugar, nuestros pecados, que se reflejan en el rostro doliente de la Iglesia. Hoy el rostro de la Iglesia recibe además con mucha frecuencia golpes preparados, a veces con saña. Y nos debe doler mucho la desafección y la crítica a la Iglesia de los mismos cristianos.

Y en el mismo rostro de dolor, el cristiano descubre el “sufrimiento de los hombres”, de la humanidad. Jesús hizo suyas las heridas de los hombres, las injusticias que soportan, la violencia que mata. Hoy Jesús recorre el Vía Crucis de los pobres, inmigrantes, amenazados, perseguidos.

Estos son los tres puntos de la contemplación que os propongo para este viernes y sábado santos.

1ª contemplación: El rostro doliente de Cristo.

San Juan termina la historia de la Pasión del Señor con esta afirmación: “Mirarán al que traspasaron”. Es lo que hacemos hoy y es lo que debemos hacer con frecuencia y con agradecimiento. Es una mirada obligada y sanadora que hoy también nos cura. Esta mirada profunda es la fe.

Si se mira pausadamente y con la hondura de la fe, el misterio de la Cruz cura del egoísmo, de la prepotencia y de la ambición, de la soberbia, de la idolatría, del oro, de la mentira y de la apariencia. Son los males que traen la ruina y empujan a los hombres a la lucha mortal de unos contra otros y a la explotación inhumana.

A veces nos domina la mentira, pero también la falta de libertad y el desamor. La contemplación de la Cruz es buena noticia. El pecado fue vencido por Cristo; el pecado fue el que quedó clavado en la Cruz, mientras el Crucificado fue liberado.

Porque Cristo subió a la Cruz, el hombre tiene fundada esperanza. “Nos abrió el camino”, dicen los Evangelios y San Pablo. El hombre tiene futuro y hoy es urgente hablar de esta esperanza que engendra el misterio de la Cruz.

“Mirarán al que traspasaron”. Es verdad que para mirar y acercarnos a la Cruz necesitamos la fuerza del Espíritu. Si no lo hacemos así, miraremos sin ver, pensaremos sin entender, al fin, dejaremos de mirar y nos encerraremos en el estrecho mundo de lo nuestro, del egoísmo.

Para mirar con fruto al rostro doliente de Jesús hay que ponerse de rodillas, como él hizo en Getsemaní, y orar. Es muy serio hablar de Getsemaní y de la historia de la Pasión. Si me lo creo, he de pararme y adorar. Otra actitud sería la superficialidad irresponsable.

Este mirar hace “testigos”. Sólo los testigos hablan con sentido, con audacia, y no se callan esta página espléndida del amor de Dios, manifestado en el rostro doliente de Cristo.


2ª contemplación: El rostro doliente de la Iglesia.

El segundo momento de nuestra contemplación es detener la mirada en el rostro muchas veces doliente de la Iglesia. También la Iglesia se refleja en el rostro doliente del Señor.

El “escándalo” que para muchos supuso Jesús en su tiempo, para no pocos lo provoca hoy la Iglesia. A veces sublimada, a veces degradada. Es verdad que Jesús pudo decir en su defensa: “¿Quién de vosotros me acusará de pecado?”. Eso, de nosotros, de la Iglesia, no cabe decirlo. El cielo de la Iglesia no es del todo transparente. Su rostro tiene zonas oscuras.

Un sacerdote y filósofo del siglo XIX escribió una reflexión que tituló: “Las cinco llagas de la Santa Iglesia”.

Os propongo hoy tres llagas: la persecución, nuestros pecados y la desafección.

La persecución se cebó pronto contra la Iglesia. Los apóstoles conocieron las palizas, los calabozos y el martirio. La persecución duró de forma especialmente cruenta en los primeros siglos. En realidad, de un modo u otro, ha sido permanente y existe hoy también. La hemos sentido en los mártires cercanos de nuestro siglo y en los reiterados ataques de estos últimos meses.

La persecución nos produce, a veces, extrañeza e indignación. Y es bueno que, como a los de Emaús, Jesús hoy nos diga que era necesaria la contradicción porque seguimos su camino y es indicador cierto de ir en la dirección acertada.

Pero hay otro aspecto en el que el dolor de la Iglesia es más intenso: son nuestros pecados, nuestras caídas, el uso indebido del Evangelio, las cobardías, las incoherencias. Son los pecados de nosotros, sus hijos.

Comenta el Vaticano II, y nos sirve para la oración: “La Iglesia es a la vez santa y necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación”. Tenemos necesidad del perdón de Dios y debemos orar cada día: “perdónanos nuestras ofensas”.

El pecado de sus hijos produce dolor en el rostro de la Iglesia. El dolor se hace mucho más intenso porque nuestros pecados y nuestras incoherencias producen escándalo en descrédito del nombre de Jesús.

En algunos de nosotros, entre nosotros, el dolor de la Iglesia proviene también de nuestra desafección, que, en su grado máximo, se expresa en la afirmación: “Cristo sí; la Iglesia no”.

Frente a esta desafección cada uno debe sentirse feliz de pertenecer a la propia diócesis, a la propia parroquia. Cada uno puede decir de la propia Iglesia local: aquí Cristo me ha esperado y amado. A ella le debo lo mejor que yo tengo: el conocimiento de Jesucristo y la gracia de ser cristiano.

Para Jesús la Iglesia es la “esposa” de Jesús, la Santa Madre de los cristianos y la presencia sacramental de Dios en el mundo.

Al mirar hoy la Cruz del Señor le decimos con el alma entera:

“Gracias, Señor Crucificado: te amamos y queremos poner nuestra vida en tus manos, vivir para ti, ser verdaderos discípulos tuyos y apóstoles de tu Evangelio…”.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

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