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María, don de Jesús Crucificado a la Iglesia. Sábado Santo

Publicado: 30/03/2002: 1010

Cofradía de Mena


“Jesús, viendo a su Madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a la Madre: `Mujer, ahí tienes a tu hijo´. Luego dice al discípulo: `Ahí tienes a tu Madre´. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad” (Jn 19, 26-27).

María es el gran don de Jesús Crucificado a la Iglesia.

En este Sábado Santo, junto a la Virgen de la Soledad, queremos recoger de los labios exánimes de Jesús su gran regalo para la Iglesia: el don inconmensurable de su Madre y Madre nuestra. Deseamos agradecer vivamente a María su Sí mantenido, su dolor callado, su maternidad fecunda. Deseamos, como Juan, el discípulo amado: acoger a María como Madre en lo más hondo del corazón.

Hasta muriendo Jesús da y se da él mismo y todo entero. Hace lo que hizo siempre: darse en vida y ahora donarse en muerte. Ha venido para traer vida y vida abundante (Cfr. Jn 10, 10), y reparte el caudaloso río de su vida a manos rotas, sin quedarse con nada. Es generoso, espléndido, infinitamente pródigo.

Jesucristo es el Don de Dios. Así reza su título y así realiza su tarea. “Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único” (Jn 3, 16).

El don de Jesús se expresa en un darse sin codicia. No se guarda nada: nos entrega su Cuerpo: “… el pan que voy a dar es mi carne para la vida del mundo”. Nos da su palabra: “Yo les he dado tu Palabra” (Jn 17, 8).

Nos da el Espíritu Santo: cuando muere en la Cruz, el Evangelio dice que “dio el Espíritu”. Muriendo nos da el Espíritu de Vida.

Y en un gesto, a la vez inaudito y magnánimo, nos da hasta su misma Madre. María es nuestra Madre gracias al amor de su Hijo; porque Jesús, moribundo, nos la entrega desde la Cruz. Nos da a su Madre y Madre de la Vida. Comparte con nosotros la grandeza de ser hijos de la Madre común.

¡Qué hermosa herencia nos ha tocado al compartir con Jesús la misma Madre!

Contemplamos hoy a María, la mujer fiel, la que permanece junto al dolor. Tan en silencio, tan de pie, sin hundirse en el abatimiento. Acompaña con toda su presencia consoladora a su Hijo. Ahí está María, arropando a su Hijo, abrazándolo por dentro. Y dándolo a la humanidad huérfana y desvalida. Siempre me ha maravillado el aguante de las madres junto al dolor de sus hijos (enfermos o agonizantes); son el regazo de sus angustias, corazones que velan sin consumirse. Y que saben esperar lo que humanamente no está escrito.

Como una de tantas madres anónimas está María junto a la Cruz y junto al sepulcro de su Hijo. Y también Juan, el discípulo amado, el que no ha huido ni desertado. Jesús moribundo le dirige –nos dirige- unas palabras reveladoras: “Ahí tienes a tu Madre”. Nombra a María Madre de todos los creyentes, de todos sus discípulos. Nace la Iglesia junto a la Cruz del Señor. La Iglesia es una familia en donde hay una Madre y un hijo. La Madre es María, el hijo es el discípulo de Jesús: tú, yo, … todos nosotros.

Y Juan el Evangelista dice que el discípulo ha acogido a María entre sus bienes más preclaros, en su intimidad, dentro de él mismo, como su tesoro más valioso. La acogió en su casa.

Oigamos el testamento de Jesús. Muriendo por nosotros y mirándonos a los ojos nos da a María, corazón de Madre, en donde podemos reclinar nuestra vida, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Virgen de la Soledad, ayúdanos a mantenernos firmes en la fe, a no dudar de la bondad del amor de Dios en medio del dolor y del sufrimiento; a defender, como Tú, con fortaleza y serenidad el nombre de tu Hijo, el único Salvador, la única esperanza firme y segura que tiene la humanidad.

“Dame tu mano, María, la de las tocas moradas.
Clávame tus siete espadas
en esta carne baldía.
Déjame hacer junto a ti ese augusto itinerario:
para ir al Monte Calvario,
cítame en Getsemaní”.

 

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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