DiócesisHomilías Mons. Dorado

Los fieles difuntos

Publicado: 02/11/2006: 920

S. I. Catedral

Esta fiesta nos recuerda un aspecto central de nuestra fe cristiana: la fe en la Resurrección de los muertos y en la vida eterna.

Y esta confesión de fe nos sitúa ante una pregunta clave:

¿Qué predomina en nosotros:
- el miedo a la muerte o
- la esperanza en la vida eterna que es la continuación de la muerte?

Todo parece indicar que el deseo de la vida eterna se ha debilitado mucho en la conciencia de muchos cristianos.

Es legítimo y natural el temor a morir. Ordinariamente la gracia de Dios no extingue este temor, pero sí lo educa. Sólo el deseo vivo, ardiente y confiado en la vida eterna puede domesticar en nosotros el espontáneo miedo a la muerte. Por ello, cuando este deseo de la vida eterna se debilita, el miedo a la muerte se acrecienta.

Nuestra civilización se distingue, entre otros caracteres, por un miedo a morir tal que intenta eludir el pensamiento mismo de la muerte. Para esta mentalidad la fiesta de los difuntos es una fecha triste y que se trata de olvidar.

Pero el miedo a la muerte no es el único adversario del deseo de la vida eterna en nosotros. Para que este deseo florezca y se robustezca, es preciso que atisbemos en alguna medida lo que en ella nos espera.

En la vida eterna seremos plenamente personas, plenamente libres, plenamente honrados y plenamente dichosos. Y, sobre todo, como centro de todo, como fuente de todo, en la vida eterna, “estaremos con el Señor”. Viviremos en el seno de la Trinidad. Dios es el núcleo de la vida eterna. Dios es la vida eterna.

Porque sólo Dios es capaz de llenar del todo el ansia de plenitud y felicidad que el hombre lleva dentro de sí. Sólo Dios es la fuente que sacia el corazón perpetuamente insatisfecho del hombre. “Nos hiciste, Señor, para Ti…”.

Los santos han comprendido esta afirmación con el corazón y con la mente:

“Véante mis ojos, dulce Jesús bueno; véante mis ojos, muérame yo luego”.

“Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero…”.

La experiencia de Dios es la que despierta en nosotros el deseo de la vida eterna.

Y es vital que alentemos en nosotros este deseo, porque de él depende el vigor de nuestra vida cristiana. El motor de nuestra vida cristiana es la vida eterna. Si su deseo está adormecido, nuestra conducta no puede ser vigorosamente cristiana.

La planta del deseo de Dios y de la vida eterna es no sólo preciosa, sino delicada. Y tenemos que cultivarla con esmero, desde la oración, la caridad, …

Los fieles difuntos, desde aquella orilla de la vida eterna, nos estimulan, nos llaman y nos enseñan. Desde esta orilla nos sentimos confortados por su testimonio. Y oramos para que adquieran en plenitud la vida eterna.

 

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
Más artículos de: Homilías Mons. Dorado
Compartir artículo