DiócesisHomilías Mons. Dorado

Jesucristo, rey del universo

Publicado: 25/11/2007: 1154

Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario,
ciclo C


Hoy es el último Domingo del Tiempo Ordinario y la Iglesia nos invita a profundizar en el sentido teológico de la Fiesta de Jesucristo Rey del Universo.

En la página más conmovedora de su Evangelio, San Lucas nos propone considerar la Realeza de Jesucristo Salvador desde la perspectiva de la Cruz.

Cuando Jesús de Nazaret empezó su vida pública en Galilea, su programa se resumía en una afirmación: “Ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”. Quiere decir que Dios ha de ser el único centro de nuestra vida: creer en Dios.

Según dice el Evangelio de la Misa, en la parte alta de la Cruz, Pilato había mandado poner un letrero que decía en latín, griego y hebreo, para que lo entendiera todo el mundo: “Este es el Rey de los judíos”. Y antes de crucificarle lo había presentado al pueblo en plan de burla, vestido de Rey con un manto de púrpura, con una caña por cetro y coronado de espinas. Pero sin darse cuenta había presentado la impresionante grandeza de quien se deja matar antes de hacer daño a nadie; había puesto ante la mirada atónita de la gente toda la majestad de un hombre libre y verdadero. Y hasta un soldado romano (el “Centurión”), muy habituado a ver la muerte, cuando lo vio morir, confesó desconcertado: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.

Porque la grandeza de una persona no reside en su dinero, ni en su poder, ni en sus cargos, sino en “cómo vive y cómo muere”. La muerte termina con las bravatas y las mentiras y nos enfrenta a la verdad de cada uno. Y Jesús que murió crucificado, calumniado y arrojado fuera de la ciudad, murió siendo un hombre libre, amando y perdonando, con la autenticidad de una persona verdadera y de una vida lograda y santa.

Cuando hoy los cristianos, sus seguidores y discípulos decimos y proclamamos que Jesucristo es Rey del Universo, queremos decir eso que nos enseña la Segunda Lectura de la Carta a los Colosenses, que es un himno de la Iglesia apostólica a Cristo Rey, centro de nuestra vida: en la primera estrofa del himno, Jesucristo, Revelación de Dios Padre, es proclamado autor, razón de ser, centro de cohesión y término del Universo. La segunda estrofa lo reconoce Cabeza de la Iglesia, plenitud divina, primicia y vértice de la humanidad glorificada, punto de convergencia de la reconciliación y paz universal; que con su vida y su muerte nos ha sacado de las tinieblas y nos ha dado la fe. Esa Fe nos lleva a confiar en Dios, en su infinito amor de Padre y en que la vida, incluso pisoteada y degradada, tiene una dignidad inagotable, porque es un don de Dios.

Decimos también que Jesucristo es Rey porque nos ha manifestado su poder en la misericordia y el perdón. El suyo no es un poder que castiga, mata y destruye, que eso está al alcance de cualquiera; el suyo es un poder que levanta a los caídos y les permite redimirse. “Por su sangre –dice San Pablo- hemos recibido el perdón de los pecados”.

Finalmente decimos que Jesucristo es Rey, el Rey del Universo, porque alguien tan humano y tan infinitamente bueno y misericordioso, sólo puede ser divino, ser Dios. Por eso, cuando sus discípulos, los cristianos, queremos saber cómo es Dios en el que nosotros creemos, miramos la bondad, el amor y la grandeza de Jesús. Y cuanto nos preguntamos por la mejor manera de ser hombre y de ser felices, nos inspiramos en su vida. “Él es –nos dice San Pablo- el mejor de los nacidos, el “primogénito” de toda criatura”. Precisamente, sigue diciendo San Pablo, Jesucristo es la imagen más lograda del Dios invisible.

Por eso, sólo Él, Dios y hombre verdadero, puede ayudarnos a construir un “Reino de Verdad y de Vida, de Santidad y de Gracia, de Justicia, de Amor y de Paz”. Como dice el buen ladrón: “estar con Jesús es estar en el paraíso, en la gloria”.

Termina el Año Litúrgico con el sabor de una gloriosa esperanza, más allá de nuestra “personal crucifixión”; esperanza que resume roda felicidad: “estar con Jesús para siempre”. Lucas resume en la escena del “buen ladrón” toda la espiritualidad de San Pablo: la felicidad (el paraíso) es “estar siempre con Jesús” (Filp 1, 23), que “es, con mucho, lo mejor”.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

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