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Funeral por Pablo VI

Publicado: 09/08/1974: 1723

Funeral por Pablo VI: Homilía

9 de agosto de 1978


“Su herencia no puede quedar encerrada en una tumba”, dijo el Cardenal Montini en la oración fúnebre de Juan XXIII, en la Catedral de Milán. Quince días más tarde, la herencia –el acercamiento a los pobres y pequeños, la veneración de la Iglesia y el diálogo con la cultura moderna- estaba en manos de Pablo VI, hasta aquel día Cardenal Montini. No hubo sorpresa en su elección. Incluso quienes no le querían ya se lo temían “previamente y con desasosiego”. Venía precedido de una justa fama de hombre moderno, abierto y liberal, con un amplio conocimiento de las corrientes culturales, con una incomparable experiencia eclesial y pastoral desde la que consiguió hacer atractiva la imagen de la Iglesia ante el mundo obrero, ante los jóvenes y ante los intelectuales.

Durante treinta años había sido el más íntimo y eficaz colaborador de Pío XII y era considerado como un guía indiscutible por Juan XXIII, que siempre había sentido una gran predilección por el Arzobispo de Milán. Cuentan –y es muy verosímil- que al imponerle el birrete cardenalicio, le dijo el bueno del Papa Juan: “Nos no estaríamos aquí si no hubierais sido cardenal”.

Cuando se hace el relevo de Papas en 1963, el Concilio está siendo una Vigilia Pascual y un Pentecostés de la Iglesia: un fuego nuevo está saltando en su interior y el Espíritu está zarandeando a esta vieja y siempre nueva Institución. Pablo VI asumió sin titubeos la empresa conciliar, apostó decididamente por la renovación de la Iglesia y durante quince años la mayor parte de sus actuaciones doctrinales y pastorales han estado encaminadas a poner en práctica los acuerdos y criterios del concilio Vaticano II, venciendo la resistencia de los inmovilistas y deteniendo los bríos y las inconsciencias de los irresponsables.

Su muerte nos congrega hoy en esta celebración eucarística, que debe caracterizarse por la oración y por el recuerdo amoroso y emocionado, porque él era nuestro Padre.

Oración a Dios, en primer lugar por medio de Cristo Salvador nuestro, del que fue Vicario tan digno y singular, a fin de que la paz eterna y el gozo de su encuentro con Él le sea garantizado a este ministro fidelísimo de la Iglesia. Una oración emocionada para que nuestro Padre Pablo oiga la voz potente que describe el Apocalipsis:

“Él enjugará las lágrimas de tus ojos. Ya no habrá muerte  ni luto ni llanto ni dolor; pues lo de antes ya ha pasado” (21, 4).

Oración por Pablo VI y oración también por nosotros y por toda la Iglesia, para que sepamos captar la imagen verdadera de este gran creyente que amó tanto a Jesucristo y a los hombres, y para que sepamos reflejarlo en nuestro espíritu y en nuestro trabajo apostólico como sacerdotes, como religiosos o como seglares.
De este modo nuestra oración se convierte también hoy en recuerdo: “su herencia no puede quedar encerrada en una tumba”, debemos decir también nosotros.

No es fácil hacer un balance cualitativo de la figura y de la acción pastoral de Pablo VI. De todas las características que configuran su riquísimo pontificado, se destaca, como nota predominante, la fidelidad a la misión propia y al programa proclamado claro y abiertamente desde el primer día.

Ya en el día de su coronación manifestó su preocupación por asumir, con profunda y plena conciencia, las responsabilidades de su supremo ministerio, analizando con lucidez y valentía la carga que recaía sobre sus hombros:

“Somos conscientes de haber subido a la Cátedra de Pedro y de haber asumido un altísimo y formidable oficio; y venciendo el paralizante temor propio de nuestra pequeñez, entramos, siempre con el auxilio de Dios, en la franca conciencia de nuestra posición en la Iglesia y en el mundo. Pero, justamente porque hemos sido puestos en la cumbre de la Iglesia, nos sentimos, al mismo tiempo, colocados en el más bajo puesto, como siervo de los siervos de Dios. La autoridad y la responsabilidad aparecen así maravillosamente conectadas: la dignidad con la humildad; el derecho con el deber; el poder con el amor”.

La fidelidad a su identidad como Vicario de Cristo va unida a la fidelidad al programa básico que anunció al principio de su pontificado, cuyo punto focal se encuentra en la aplicación del Vaticano II. Todo el magisterio, toda la acción de gobierno pastoral de Pablo VI son un desarrollo coherente y estimulante de esta línea de difícil y honda renovación de la Iglesia.

Dentro de esta orientación conciliar, dos han sido las atenciones preferentes del Papa muerto: mantener la pureza de la fe y de la vida cristiana e intensificar el sentido pastoral de la Iglesia ante las necesidades y mentalidad de la sociedad moderna.

“Defender a la Santa Iglesia de los errores doctrinales y de costumbres que, dentro y fuera de sus fronteras, están amenazando su integridad y ensombreciendo su belleza. Procuraremos preservar e incrementar la virtud pastoral de la Iglesia, que la presenta libre y pobre, en su propia actitud, como madre y Maestra; amante de sus hijos, respetuosa, comprensiva y paciente; invitando cordialmente a unirse a ella a todos aquellos que todavía no están en su seno”.

Desde el primer momento, Pablo VI expresó su voluntad de que la Iglesia y el pontificado intensificaran su diálogo con el mundo moderno y dieran respuesta a sus más profundas aspiraciones. “Este mundo moderno pide, no sólo progreso técnico, sino más humano. Aspira a la justicia y a una paz que no sea sólo una precaria suspensión de hostilidades entre las naciones y las clases sociales; que permita el entendimiento y la colaboración entre los hombres y los pueblos en una atmósfera de mutua confianza”. La tenacidad con que Pablo VI ha cumplido este compromiso de realización de la justicia y la paz en el mundo, la han sabido reconocer todos los hombres de buena voluntad.

Y toda esta ingente tarea la ha querido realizar con un estilo que ha sido su grandeza y su cruz. Desde el principio proclamó que el diálogo es la única forma de conducir al pueblo de Dios:

- sin el dogmatismo de quien defiende la Verdad, sin tener en cuenta el respeto al hombre. Pablo VI no ha excomulgado a nadie;
- y sin el relativismo doctrinal de la búsqueda de la unidad o el aplauso, sin atención al valor de la Verdad.

Saber conjugar los tres valores de VERDAD, CARIDAD Y UNIDAD, ha sido el formidable empeño de Pablo VI.

El empeño de:

- Un hombre de fe, que ha sabido aportar el sentido de Dios en un mundo del absurdo.
- Un  hombre de esperanza, que ha dado al hombre la perspectiva de la alegría y del triunfo de Cristo en un mundo en el que predomina la perspectiva del fracaso.
- Un hombre de amor generoso y sacrificado, que ha sabido compartirlo todo en un mundo que exalta la posesión.

Conclusión:

El gran testimonio y el gran compromiso de quienes celebramos hoy su muerte, es atender a la constante petición:

“Hay que amar a la Iglesia como la amó el Señor, hasta dar su vida por ella. Es necesario amar a la Iglesia. Esto es lo que os pedimos: el amor a la Santa Iglesia Católica. Amar quiere decir rezar, orar por la Iglesia. Amar quiere decir estar unidos, permanecer unidos a la Iglesia. Amar quiere decir obrar, trabajar por el bien de la Iglesia”.

Así sea.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Cádiz y Ceuta

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