Publicado: 23/03/1997: 889

Domingo de Ramos

Año 1997


Hoy comienza la Semana Santa, que está consagrada a celebrar el Misterio pascual: la pasión, muerte y Resurrección del Señor, que es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de los cristianos.

A lo largo de estos días, en las Procesiones y en los Oficios, iremos contemplando los diferentes aspectos del Misterio.

Con una sabiduría llena de sentido pedagógico, hoy, Domingo de Ramos, pórtico de la Semana Santa, la Liturgia nos ofrece, de manera condensada y misteriosa, todo el Misterio Pascual.

Este Misterio encierra dos dimensiones capitales: la Muerte y la Resurrección del Señor. Una y otra quedan subrayadas en la celebración del Domingo de Ramos.

La muerte del Señor queda retratada, ante todo, en la lectura del Evangelio (la Pasión) según San Marcos; y en la Segunda Lectura, que es un himno teológico y poético de San Pablo al Señor, que se sometió voluntariamente a la Pasión y muerte de Cruz.

La Resurrección del Señor se torna también gesto y palabra en la Liturgia del Domingo de Ramos: la procesión de palmas es una noble proclama por la que el pueblo creyente reconoce a Jesucristo como su único Señor. Y en el Prefacio cantamos al Señor “que al morir destruye nuestras culpas y al resucitar nos alcanzó la justificación”.

Esta doble dimensión del Misterio modela de arriba abajo toda la vida cristiana. La Muerte sin Resurrección nos conduciría a un dolorismo quejumbroso y pesimista. La Resurrección sin Muerte nos llevaría a un triunfalismo vacío e ilusorio.

Muerte y Resurrección juntas sitúan la vida cristiana en su punto: un realismo rebosante de esperanza. Nuestro modo de pensar, sentir y de comportarnos ha de ser, al mismo tiempo, realista y esperanzado, si quiere ser cristiano.

El realismo nos hace reconocer que el mal, el pecado, la debilidad, la violencia, la injusticia, son compañeros de nuestro camino personal y comunitario. Tienen fuerza. Están acogidos en nuestro propio corazón y en las entretelas de nuestra sociedad. El realismo nos impide mitificar a personas o situaciones siempre mejorables. Nos hace pacientes e incluso indolentes. El realismo abre también nuestros ojos para que vean muchas realidades nobles y hermosas, muchos gestos de solidaridad y de honestidad, muchas actitudes de generosidad y de heroísmo.

La esperanza evita que confundamos el realismo con el fatalismo. Vivimos al mismo tiempo en una atmósfera de gracia y de verdad, de mal y de bien. Hay una fuerza que nos impulsa a levantarnos y a superarnos. Es la fuerza de la Resurrección de Cristo, inscrita en el corazón, en la Iglesia y en la sociedad. Y esta fuerza, a pesar de su apariencia débil, es más vigorosa que la fuerza del mal, porque éste ha sido vencido definitivamente en la Cruz del Señor.

Es preciso que esta afirmación de nuestra fe se convierta en convicción. Entonces surge la fortaleza para luchar contra el mal evitable, la paciencia para afrontar el mal inevitable y el ánimo para trabajar por el bien posible.

Ésta es la primera lección de nuestra Semana Santa.


+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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