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Solemnidad de la Natividad del Señor

Publicado: 25/12/2003: 918

Solemnidad de la Natividad del Señor

25 de diciembre de 2003


1.- Navidad es, junto con Pascua y Pentecostés, una de las tres grandes fiestas de nuestro Calendario Cristiano.

Para adentrarnos en el Misterio de la Navidad y quedar impregnados por él, tenemos la guía segura de la Palabra de Dios que nos ofrece la Liturgia de hoy y que acabamos de proclamar:

En la Primera Lectura, el Profeta Isaías, en un poema de una belleza incomparable, nos ha anunciado que Dios viene a regenerar a los hombres.

El fragmento de la Carta a los Hebreos, en la Segunda Lectura, nos ha dicho con absoluta claridad: este Niño es Dios mismo, el Hijo de Dios. Él es el reflejo de la gloria del Padre.

Y San Juan, recogiendo un himno admirable que recitaban las comunidades cristianas, nos presenta el Nacimiento de Jesús como la Encarnación de Dios.

Jesús de Nazaret, el niño de Belén, es la expresión humana de Dios. Él –Dios- se nos retrata de cuerpo entero en la humanidad de Jesús.


2.- Tres son las grandes afirmaciones de esta página evangélica:

La primera nos recuerda que Dios se ha hecho uno de nosotros: “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”.

La segunda desvela la intención divina al encarnarse: para que nosotros seamos sus hijos; “a cuantos le recibieron les dio capacidad de ser hijos de Dios”.

La tercera nos sitúa ante la alternativa más importante para un ser humano: podemos aceptar o rechazar la oferta que Dios nos hace en el Nacimiento de su Hijo: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. Otros sí lo recibieron.

Vamos a contemplar con mirada creyente el sentido de la Navidad desde estas tres afirmaciones.


3.- “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Esta afirmación nos ofrece la causa y el motivo de nuestra alegría, el contenido propio de la fiesta.

Dios no se ha contentado con mirar el mundo ni con lamentar la corrupción humana. Ha querido transformarla y regenerarla. Y no ha querido hacerlo desde arriba y desde fuera, sino desde abajo y desde dentro. No se ha entroncado en los círculos de poder, en las familias pudientes, en los centros de riqueza, sino en los márgenes de la historia, en medio de los pobres. Dios se ha acercado al máximo. Nadie puede ser más cercano que un Dios que se nos muestra en un niño recién nacido en une establo.


4.- Pero Dios, en el nacimiento de su Hijo entre nosotros, no ha pretendido sorprendernos y conmovernos con su amor hecho cercanía. Quiere transformar nuestra condición, haciéndonos pasar de extraños a hijos, de esclavos a libres, de enemigos a hermanos. Ha introducido en nuestra carne y sangre humana la semilla de Dios. Sin dejar de ser hombres y mujeres afectados y afligidos con nuestra condición humana, “somos dioses en crecimiento”, según la atrevida expresión de San Agustín. Los Santos Padres griegos describen nuestro itinerario espiritual como una “divinización progresiva”. El Hijo de Dios se ha  hecho hombre para que nosotros podamos ser hijos de Dios. Somos hijos de Dios “pecadores”. Pero estamos llamados y capacitados por el Nacimiento del Hijo de Dios a superar nuestras debilidades y pecados. Un hijo de Dios no puede ser esclavo de la sexualidad, del dinero, del egoísmo, de la desesperanza, de la soberbia, del envilecimiento ni de la corrupción. Lleva dentro de sí, por el Nacimiento de Jesús, un fermento de vida diferente. En la oración tan bella y profunda que hemos rezado al comienzo de la Misa, el hemos pedido a Dios que nos conceda compartir la vida divina de aquel (Jesucristo) que se ha dignado compartir don el hombre la condición humana.


5.- Pero se nos llama a ser hijos de Dios, no posdecreto, ni a la fuerza, sino por una libre aceptación. Dios no nos impone nuestra vocación; nos la propone. Él no fuerza desde fuera una puerta que no quiere abrírsele desde dentro: “Mira que estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Ésta es la gran decisión de nuestra vida, la gran elección de nuestra existencia. Este es el Sí o el No más importante. En Él nos jugamos lo más fundamental. Podemos aceptarlo, rechazarlo o simplemente marginarlo. Tal vez nuestra tentación mayor sea marginarlo por frivolidad, por insensibilidad o por la fascinación de otras personas o cosas que valen menos que Jesús.

Aceptarlo y acogerlo no significa solamente creer en Jesús. Significa también seguirle. Aceptarlo significa creer lo que él creyó y querer vivir como él vivió: cumplir su voluntad.

Acoger a Jesús no es ni una proeza ni una rareza. No equivale a renunciar a la libertad ni a la alegría. Bien al contrario: es un camino costoso, pero gozoso de realizarnos y de entregarnos. Porque desde que el Hijo de Dios se hizo hombre, la única manera de ser plenamente hombre es ser y vivir como hijos de Dios.


6.- Nuestro Evangelio desemboca en la frase: “Y vimos su gloria”. Ésta fue la experiencia de los pastores y de los magos. Y podrían ser las palabras con las que José y María trataran de describir los recuerdos de aquella noche de Belén. Y es lo que podremos decir también nosotros, los cristianos, si la Navidad es un encuentro personal, por la fe, con Jesucristo: “hemos visto su gloria”.

Dejemos que nuestros ojos sean abiertos por el misterio de este día y así podamos “ver al Señor”. Si nosotros somos los primeros contempladores del rostro de Cristo, podremos no sólo hablar de Cristo, sino hacerlo “ver” a los hombres de nuestro tiempo, hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio.

Porque la Navidad cristiana es celebración y es anuncio de la cercanía entrañable de Dios que quiere llegar al corazón de cada uno. María, la Madre, nos está llamando desde el portal. Ella, que es la puerta del Cielo, como decimos en las letanías, puede introducirnos hasta el misterio hondo de Dios que se ha manifestado en Belén.

 

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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