DiócesisHomilías Mons. Buxarrais

«El pesimismo radical vencido»

Publicado: 08/12/1985: 930

Homilía en el Pontifical de la Inmaculada (1985)

Como en años anteriores, llenáis la catedral de Málaga, igual que tantos otros cristianos llenan hoy los templos, las capillas y algunas ermi­tas de nuestra Diócesis, para celebrar el poder salvífico de Dios, realizado en Cristo, y ofrecido a toda la humanidad; poder salvífico que ha actuado ya de una manera perfecta en la Virgen María, la Madre de Jesús, a quien honramos con el título de Inmaculada.

Tal vez alguien pueda preguntarse: «¿Por qué se nos habla del dog­ma de la Inmaculada Concepción?». «¿Para qué sirve esta verdad?». «¿Qué aspecto práctico nos aporta?». Como maestro y pastor vuestro en la fe, quisiera responder a estas preguntas con humildad y la mayor claridad posible. Así se lo pido a Dios. Y que la intercesión de la Virgen me lo alcance.

La actualidad de un misterio

La celebración de la festividad de la Inmaculada Concepción per­manece viva en el corazón del pueblo cristiano. Pero cuando la inercia histórica del pasado pierda su fuerza, si ahora los cristianos y pastores de la Iglesia no intentamos actualizar el dogma de la Inmaculada, podría llegar un día en que esta verdad de la fe se olvidara y, consecuentemente, dejara de celebrarse. Con ello, el contenido de nuestra creencia cristiana se habría erosionado y empobrecido.

Al hablaros hoy de la Inmaculada quisiera que Dios aumentara vuestra capacidad contemplativa; vuestra confianza en su poder sobre todo mal; vuestra comprensión de que la gracia se da antes de cualquier exigencia ética; vuestro gozo al entender, desde la fe, que en María se dio la plenitud de gracia o salvación perfecta; vuestro convencimiento de que la utopía cristiana puede ser real; y, finalmente, vuestra disponibilidad a hacer la voluntad de Dios como la hizo María.

¡Tan grande y tanta capacidad tiene el misterio que hoy celebra­mos!

Contemplar las maravillas de Dios

Ante el misterio de la Inmaculada, como ante cualesquiera de las gracias singulares que Dios ha concedido a la Virgen María, debemos evitar los sentimentalismos y actitudes superficiales que desvirtúan la persona, el lugar y la misión de la Madre de Dios dentro del plan salvífico en general y de la Iglesia en particular.

Lo que sí es necesario es que, ante los misterios de Dios, mente y corazón, razón y sentimiento intenten penetrarlos a la luz del Espíritu. Dicho con otras palabras: para dejarse penetrar por los misterios del Se­ñor no hay otro camino más seguro y válido que el de la contemplación.

Para contemplar es necesario crear un ambiente de silencio inte­rior. Debemos evitar que personas, cosas y acontecimientos nos empu­jen, condicionen e impidan mirar con profundidad. Contemplar es rom­per la corteza de lo que se toca, palpa y ve, para intuir lo que hay más allá de lo humanamente verificable, y entrar, en cierto modo, en el espacio de la trascendencia, en la intimidad de Dios.

Ventajas y dificultades

Contemplar no es quedar pasiva e inútilmente encandilado. Todo lo contrario: contemplar es dejarse penetrar por la fuerza del misterio y convertirse en actividad profunda, capaz de cambiar personas y estruc­turas. El contemplativo es el gran revulsivo de la acción y de la creativi­dad.

La contemplación está al alcance de todos, especialmente de los más sencillos, libres de los prejuicios que una desatinada y falsa cultura pueden imponer.

Debemos reconocer, sin embargo, que nuestra actual civilización no nos ayuda a ser contemplativos. Todo lo contrario: nos mantiene bajo la presión de las ofertas cambiantes, de la prisa, de la eficacia inmediata..., para encuadrarnos en las filas de los nuevos esclavos que marchan al ritmo de los poderes de este mundo.

En la medida que los cristianos aumentemos la capacidad de con­templar, recuperaremos nuestra identidad, tan tristemente desdibujada en algunos.

Ante el misterio de la Inmaculada Concepción, es necesario pedir y adoptar una actitud contemplativa. De lo contrario, todo lo que estoy diciéndoos, como cualquier otra verdad de la fe cristiana, puede pareceros inútil.

Hace más de un siglo

Hace poco más de un siglo, el día 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX leía en la basílica de San Pedro del Vaticano la bula «Ineffabilis Deus». A manera que el astrónomo descubre con su potente telescopio una estrella que ya existía, pero que todavía no había podido ser vista y admirada por todos, así el Papa formulaba dogmáticamente, como doc­trina revelada por Dios, lo siguiente:

«...la bienaventurada Virgen María en el primer instante de su con­cepción fue preservada inmune de toda mancha y culpa original por una singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en vista a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano» (Denzinger 1.641).

He aquí expresado dogmáticamente lo que fue el sentir común de los creyentes durante varios siglos. He aquí la verdad que todo cristiano debe aceptar con la humildad y confianza que caracteriza al creyente, convencido de que los misterios de Dios superan la capacidad compren­siva de cualquier criatura y de que el Señor ha encomendado a la Iglesia proclamar las verdades de fe.

Creer hoy

A la luz del magisterio eclesial y en actitud de obediencia evangélica a la Iglesia, siempre fiel a la Palabra de Dios, a la Tradición y al «sensus fidei» de los creyentes, los dogmas tienen que ser repensados y no sim­plemente repetidos. La mera e inconsciente repetición puede crear una peligrosa rutina que, a la larga, oscurecería la misma verdad. Repensar el dogma es abrirse interiormente a él y dejarse transformar por él.

El dogma se refiere a una palabra viva, porque viva es la revelación divina. A través de ella Dios se dirige a cada uno de nosotros, nos interpe­la, nos hace un ofrecimiento amistoso y espera una respuesta concreta a su oferta. Todo esto tiene un nombre: Jesús. El Hijo de Dios hecho hom­bre, nacido de María, es el ofrecimiento único y definitivo que se hace a toda la humanidad por Dios Padre, en el Espíritu.

Cuando se dice que la doctrina de la Inmaculada Concepción per­tenece a la revelación de Dios, se nos indica que este misterio de gracia que se dio en una Mujer, tiene su razón de ser y su mismo centro en Jesús.

Decir Inmaculada, como cuando también decimos María Asunta al cielo, es tanto como afirmar que la salvación de Dios ha tenido ya una realización plenamente conseguida en un caso: el de María.

Desatinos

La incomprensión de esta verdad concreta de nuestra fe ha podido llevar a situaciones extremas y equívocas. Es el caso, por ejemplo, de aque­llos que sitúan a María en el centro de la Iglesia, entendida tanto en el sentido de templo como en el sentido de comunidad cristiana. Y, por el contrario, la actitud de aquellos que marginan a la Virgen, pensando que está de más.

Ni unos ni otros están en la verdad. Porque en el centro de la comu­nidad creyente debe estar únicamente Jesucristo. María está muy cerca de El. Así fue históricamente. Y así es desde el punto de vista de la fe y de la celebración de los misterios, tal y como nos la presenta la doctrina del Concilio Vaticano II en el capítulo VIII de la constitución Lumen Gentium.

A esta cercanía la Iglesia le da un nombre: Inmaculada.

Perfectamente redimida

La convicción cristiana fundamental es que a todos, sin excluir a nadie, se nos ofrece la salvación. Esta oferta universal afecta también a María. Ella no pudo quedar al margen del espacio salvífico. Lo único que la distingue, según la teología clásica, es que la salvación la preservó del pecado. En Ella no hubo mancha ni culpa, gracias a los méritos de Cristo.

Otra manera de decir la misma verdad es afirmar que la Madre de Dios fue perfectamente redimida. Es cierto que Ella está vinculada a toda la humanidad y que es solidaria de todas las criaturas. La única diferencia entre Ella y los demás mortales estaría en que la Virgen fue redimida de un modo singular. Es decir: la salvación se realizó tan plenamente en María como jamás se dio ni se dará en criatura alguna.

El privilegio

En el texto de la definición dogmática que os he leído, se llama «privilegio» al misterio de la Inmaculada. La palabra «privilegio» puede ser mal interpretada. Alguien pudiera entender que se trata de una exen­ción de aquellas cargas propias de toda vida humana. No es así. María, quizás como pocos, supo del peso de la pobreza y de la humillación (cfr. Lc 1, 48). Las duras condiciones de una vida rural pesaron sobre Ella. También conoció las exigencias de la fe (cfr. Lc 2, 50-52). Más aún, según se puede deducir de la lectura del evangelista San Marcos (cfr. Mc 6, 3), Jesús fue despreciado precisamente porque era hijo de María. Añadamos a todo esto la experiencia de fracaso humano que la Virgen sintió al pie de la cruz donde moría su Hijo (cfr. Jn 19, 25-27).

Por tanto, en la Madre de Jesús no hubo nada de privilegio ni en el sentido de exención del drama de vivir la propia fe y fidelidad a Dios, ni tampoco en el sentido de comodidad ni vida social fácil. Si el autor de la carta a los Hebreos nos dice que Jesús fue semejante en todo a nosotros menos en el pecado, de forma análoga podemos afirmar que María fue una mujer totalmente igual a nosotros, si bien en Ella no hubo pecado.

El misterio de la Inmaculada puede ser considerado como una si­tuación previa que, desde su íntima y singular relación y unión con Dios, la marcaba de una manera permanente, y así la capacitaba para superar y transformar en gracia todas aquellas condiciones de vida por las que, como ser histórico, fue pasando.

Este es el verdadero privilegio del que habla la Iglesia, y que se concedió a María por los méritos de su Hijo.

El pesimismo radical vencido

Cuando nos paramos a contemplar el mundo en el que vivimos, donde la violencia, el odio y la guerra parecen males endémicos; donde la injusticia, la incultura y el hambre siguen cubriendo inmensos espacios del planeta; donde el pecado llega a ser no sólo conscientemente ignora­do, sino impúdicamente exhibido como si de un valor se tratara; donde al misterio del dolor y de la muerte no se le encuentra explicación huma­na posible..., hay quien se pregunta: «¿Dónde está la salvación?».

El misterio de la Inmaculada, cuando se contempla con toda su amplitud y profundidad, impide que el modo de ver las cosas se convier­ta en un pesimismo radical. En la Virgen fue vencido.

Y si es cierto que la salvación de Jesús, por lo que a nosotros se refiere, aparece frecuentemente oscurecida, también lo es que en una mujer de nuestra propia raza, la salvación se ha dado con toda su plenitud. Decir Inmaculada es clamar con la fuerza de una profunda convicción, la de la fe, que, a pesar de todo, la salvación es posible porque ya se ha dado en María.

Las «grandes cosas que Dios hizo en favor de María, se extienden de generación en generación» (cfr. Lc 1, 48-50), irradiando con nítida luz, de manera serena e indefectible, venciendo y ahuyentando las tinieblas del pecado.

Lo «grande» en María es su maternidad divina; maternidad que, por otra parte, tuvo en Ella una disposición previa: el ser «favorecida», «llena de gracia» (Lc 1, 28). Y es precisamente en esta plenitud en la que la Iglesia ha visto siempre el principal fundamento del misterio de la Inmaculada Concepción.

Lo utópico

La palabra «utopía» se la debemos a Santo Tomás Moro. Por ella se entiende lo que «no tiene lugar», lo que «no es real», lo que, desde nues­tro punto de vista, «nunca será», pero que consideramos como punto de referencia para mejorar situaciones históricas sociales.

El cristianismo tiene su propia versión de la utopía. Y es en la origi­nalidad de esta utopía cristiana, donde situamos el misterio de la Inmaculada.

La utopía personal

Los cristianos consideramos a la Inmaculada como una utopía per­sonal porque Ella vivió, desde lo más íntimo de su conciencia, en unas condiciones de vida que nadie jamás ha tenido ni tendrá. María vivió en medio de una sociedad que ejercía sus presiones y seguía su marcha, con todas sus mezquindades; pero, Ella no se rindió a estas condiciones socia­les negativas, aunque sufriera externamente sus consecuencias.

Sin embargo, desde su intimidad personal, la Virgen está llamada a ejercer un influjo en la sociedad. Se ha dicho que en la resaca de la secu­larización se percibe un «rumor de ángeles» en la sociedad moderna. ¿Se podría hablar también de una cierta presencia activa de la Inmaculada en nuestra sociedad, aunque sólo sea como un rumor callado?

La profundidad personal de esta utopía puede ser apoyo para los cambios sociales. Permite esperar que éstos sean algo más que un relevo en el poder, cuando los pobres, una vez exaltados y encumbrados, no sean ni actúen como los poderosos de este mundo. (cfr. Lc 1, 51-53).

La utopía fundamentada

La Inmaculada es una utopía que mira al pasado, hasta remontarse al origen. Así podemos decir que el futuro tiene fundamento, y que la utopía del futuro no queda en el aire. Su origen está en el mismo Dios, en su iniciativa.

Por tanto, el mundo no cambiará en mejor, no se transformará en positivo, apoyado sólo en el resultado de un voluntarismo nacido de su propio esfuerzo; y aunque los hombres deberán seguir esforzándose en mejorar la sociedad, su proyección utópica pasará a ser real gracias a la bondad gratuita de Dios, presente y ofrecida desde siempre a la humani­dad.

La utopía real

La conjunción de utopía y realidad es constante en la fe cristiana. Así, el que, como resucitado, no se puede circunscribir a un lugar, es el mismo que fue crucificado y murió a las puertas de Jerusalén. De manera semejante en un lugar concreto, con nombre y acontecimientos determi­nados, se dio la realidad de una mujer, María, que fue capacitada por Dios para no dejarse conformar pasivamente por las fuerzas operantes de la sociedad en la que vivía.

Todo esto, pensado con toda radicalidad, es la Inmaculada. En cier­to sentido podemos decir que Ella es utópica como lo es Dios y real como El mismo.

Adviento de la mano de María

El pueblo de Israel, alentado por los profetas, esperó la salvación que Dios le había prometido.

La Virgen vivió esta espera de una manera profunda e histórica inmediata. Jesucristo, el Salvador, nació de Ella y por Ella nos fue dado.

En Navidad recordaremos una vez más este inconmensurable mis­terio que de tal manera llena de gozo el corazón de los cristianos, que contagia aun a los no creyentes, y todo el mundo parece transpirar espe­ranza.

Navidad no se concibe sin María. El centro de la festividad es Jesús; pero, Jesús en el regazo de la Virgen.

La Madre de Dios, pues, no sólo ha visto realizada la utopía cristia­na en su persona, gracias al poder y a la bondad de Dios, sino que, al ofrecernos a Jesús, nos alienta a abrirnos, como Ella, a la salvación de Dios.

Recuperar a María

Todo lo que hasta ahora os he dicho, entresacado de la Revelación, del magisterio de la Iglesia y de la teología, es tan importante, que necesa­riamente el misterio de la Inmaculada Concepción, fundamentado en la maternidad divina, debe ocupar el lugar que le corresponde en la vida cristiana.

En lo que a la fe se refiere, es necesario estudiar, investigar, compa­rar…, pero, sobre todo, antes y después de nuestros pequeños esfuerzos es conveniente adoptar una actitud de escucha contemplativa. Y, como María, hacerlo desde la fidelidad al Señor, teniendo en cuenta que sólo se es fiel en la medida que se es pobre y humilde. El poder y el orgullo son los grandes obstáculos para llegar a Dios.

Contemplar el misterio de la Inmaculada Concepción es, en defini­tiva, admirar la bondad y el poder de Dios, realizados de un modo singu­lar en María. Pero es también abrirnos con confianza y disponibilidad a la gracia de Dios que nos ayuda y exige a la vez, conscientes de que todo lo bueno que hay en nosotros es como un don recibido gratuitamente.

Contemplar el misterio de la Inmaculada es también adoptar una actitud de inconformismo, capaz de no dejarse modular por el ambiente de este mundo, frente al cual adoptamos también una distancia crítica sin crispación ni pesimismo, sino todo lo contrario, con una actitud de optimismo fundamental, sabiendo que el reino de Dios que esperamos, llegará.

Que la presencia salvífica del Señor, significada y realizada en la Eucaristía que celebramos, nos ayude a contemplar las «grandes cosas» que el Señor realizó en María, de tal manera que nos dejemos penetrar y transformar por la gracia de Jesús.

Que Ella, la Inmaculada, nos lo alcance con su intercesión.

Málaga, 8 de Diciembre de 1985. 

Autor: diocesismalaga.es

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