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El testimonio admirable de los santos

Publicado: 16/07/2006: 1222

En fechas recientes, Benedicto XVI ha autorizado la promulgación del Decreto por el que se reconoce un milagro atribuido a Madre Carmen, una hija de Antequera, que fundó la Congregación de las Terciarias Franciscanas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Esto quiere decir que pronto será declarada Beata. Así vendrá a unirse a esa lista de personas eminentes de nuestra Diócesis que han subido a los altares en los últimos veinte años: el Beato Marcelo Spínola, cuyo centenario estamos celebrando; la Beata Madre Petra, de Valle de Abdalajís; el Beato Manuel González, fundador de las Hermanas Nazarenas; y el Beato Juan Nepomuceno Zegrí, fundador de las Mercedarias de la Caridad. Cuatro hijos ilustres de la Iglesia de Málaga, a los que esperamos que se unan pronto, entre otros, Madre Carmen, de Antequera; el Rector de nuestro Seminario D. Enrique Vidaurreta y el seminarista Juan Duarte, martirizados durante la guerra civil; y el padre Arnáiz, figura señera de la Compañía de Jesús, que falleció precisamente el 18 de Julio de 1926.

La beatificación autoriza a que se proponga a estas personas como modelos y se les dé culto en un territorio o por un grupo religioso particular. Es el paso que precede a la canonización y sitúa a una persona en el camino hacia los altares. El motivo de que la Iglesia canonice a muchos de sus hijos lo explica un prefacio de la misa: “Mediante el testimonio admirable de tus santos, fecundas sin cesar a tu Iglesia con vitalidad siempre nueva, dándonos así pruebas de tu amor. Ellos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión”.

Pues la aportación de los santos al bien de la humanidad se prolonga más allá de su vida y sigue presente durante siglos en los procesos que iniciaron: la educación de los niños y los jóvenes, el cuidado de los enfermos, la cercanía a los mayores y el servicio a los más necesitados. Es la fecundidad que renueva y rejuvenece sin cesar a la Iglesia y constituye un signo eminente del amor de Dios a su Pueblo. Además, su vida y escritos son las mejor explicación de la sagrada Escritura, al indicarnos cómo hay que entender el amor evangélico y la lucha por una sociedad más humana. En este sentido, “estimulan con su ejemplo en el camino de la vida” a cuantos tratan de conocerlos. Y finalmente, “nos ayudan con su intercesión”, pues se convierten en el camino por el que llegamos a descubrir e implorar la misericordia divina.

La santidad no está reservada a unos pocos, sino que es la meta natural de todo seguidor de Jesucristo. Así nos lo recordó Juan Pablo II al beatificar a un matrimonio, a un gitano tratante de animales, a una médica que prefirió morir antes que salvar su vida mediante el aborto que le proponían sus compañeros, a una joven maestra andaluza, a una monja con muletas, a una esclava procedente de Sudán y a personas de toda clase y condición. Porque la santidad es un regalo de Dios, un don que Él nos ofrece a todos y que podemos acoger agradecidos, mirar con indiferencia o rechazar.

El riesgo que corremos los cristianos hoy, debido a la mentalidad pragmática del mundo en que vivimos, consiste en confundir la santidad con la actividad incesante, sin caer en la cuenta de que es Dios quien nos quiere a cada uno y moldea el corazón de sus hijos con la fuerza del Espíritu Santo. ¡Especialmente, por la gracia del bautismo, que se alimenta sin cesar en la Eucaristía! Nuestras obras evangélicas no nos santifican, sino que son el signo de que hemos aceptado el amor que Dios nos tiene y sabemos vivir de su misericordia incesante. Porque sólo Dios es Santo y fuente de santidad para sus hijos, como ha venido a decirnos en Valencia Benedicto XVI.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

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