DiócesisCartas Pastorales Mons. Dorado

Ante el Día de Caridad

Publicado: 01/06/2006: 1232

“Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él”

(1 Juan 4, 16)


La fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, el Corpus Christi, nos invita a centrar la mirada en Dios: a conocer “el amor que Dios nos tiene” y a descubrir que Él es amor, como ha repetido Benedicto XVI, siguiendo la enseñanza de San Juan. Ese es el contenido central del Evangelio: que Dios nos ama con la ternura de un Padre y que ha salido a nuestro encuentro en la persona y en la obra de Jesús. En su Hijo Jesucristo, nos ha amado hasta dar la vida por nosotros, como conmemoramos en la Eucaristía.

Por eso recordaba San Pablo a los cristianos de Corinto que si la Eucaristía no se celebra en un clima de amor fraterno, se la está profanando. Y resulta conmovedor el testimonio de San Justino, que decía, a mediados del siglo II, que después de comulgar, “los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo que bien les parece, y lo recogido se entrega al presidente y él socorre de ello a huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en la cárcel y a los forasteros de paso y, en una palabra, él se constituye en provisor de los que están en necesidad”. Es natural que diga el Catecismo de la Iglesia, que “la Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos”.

Sin embargo, amar no resulta un cometido fácil, pues tendemos al egoísmo, y la cultura actual antepone el individualismo y el placer a los valores evangélicos. Pero si nos adentramos en el misterio de Dios y experimentamos que nos ama hasta dar la vida por nosotros, porque Dios es amor, nuestro corazón se transforma, se libera para amar y descubre que el amor es la dimensión más honda de la madurez humana. Un amor que llena el corazón del creyente con esos sentimientos y actitudes que llamamos los frutos del Espíritu Santo: la paz, la bondad, la alegría, la generosidad, la grandeza de alma...

La Eucaristía, dice el Vaticano II, “comunica la caridad, que es el alma de todo apostolado”. No sólo en la medida en que nos habla de manera singular de la desmesura del amor de Dios al hombre, sino porque nos ofrece en alimento a Dios mismo, hecho hombre por nosotros. La participación en la Eucaristía nos hace entrar en comunión con el mismo Dios, fuente inagotable de todo amor, y nos hace partícipes de su vida.

Es natural que celebremos en una misma fiesta la Presencia eucarística del Señor Resucitado y el Día de Caridad: el testimonio supremo del amor que Dios nos tiene y el deseo de acoger su amor y convertirlo en fundamento de nuestra existencia diaria. Pero como advierte Benedicto XVI, en su Encíclica Dios es amor”, la caridad cristiana se ha de distinguir por tres rasgos. El primero, por ser “respuesta a una necesidad inmediata en un determinada situación: los hambrientos han de ser saciados; los desnudos, vestidos; los enfermos, atendidos para que se recuperen; los prisioneros, visitados...”. El segundo, “ha de ser independiente de partidos e ideologías”. Y el tercero, “no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo”, porque “el amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos”.

Deseo que la celebración de esta fiesta no sólo haga brotar en nuestro corazón cantos de gratitud y de alabanza por el amor que Dios nos tiene, sino que nos impulse a darnos a los demás y a compartir generosamente con ellos cuanto cada uno decidamos, según nuestra libre determinación, como decía San Justino ya en el siglo II.


+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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