Publicado: 16/04/2006: 2313

Cuentan los evangelistas que los discípulos de Jesús no acababan de creer que había resucitado. Aunque se ha hecho famoso el dicho de Tomás, de que él no creería si metía el dedo en la llaga, lo cierto es que todos ellos vivieron esa experiencia de duda y oscuridad. Con los discípulos de Emaús, Jesús tuvo que emplear mucha paciencia hasta que llegaron a reconocerle. La misma María Magdalena, que le profesaba un amor tan ardiente, no logró reconocerle, aunque le tenía delante, hasta que el Señor no pronunció su nombre. Más llamativo, quizá, resulta lo que dice el evangelista San Mateo: Jesús se les apareció a los Apóstoles en un monte y les dirigía sus últimas palabras antes de la ascensión, pero “algunos, sin embargo, dudaron”.

Y es que la fe en la resurrección de Jesucristo, centro y fundamento de toda vida cristiana, sólo se puede recibir como un don. Es necesaria mucha humildad y una gran libertad interior para aceptar este mensaje: Jesucristo ha resucitado y vive en medio de nosotros, es el Señor. Durante el siglo pasado, hubo numerosos hombres sabios que, con la pretensión de ser fieles a la cultura moderna y a nuestra forma de entender al mundo, desvirtuaron el contenido de la resurrección de Jesucristo. Según algunos, era sólo una forma de hablar, para decir que el Evangelio seguía siendo válido; según otros, lo que pretendía era inculcarnos que  “la causa de Jesús” seguía adelante. Pero frente a estas formas devaluadas y falsas de entender la resurrección, la Iglesia nos sigue predicando el mensaje de siempre: “Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida”. Con palabras de San Pablo a los cristianos de Corinto: “porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a Los Doce”.

Precisamente porque ha resucitado y está vivo, transforma nuestros corazones y nos da el Espíritu Santo en el sacramento del bautismo, perdona lo nuestros pecados en el de la penitencia, nos alimenta en la Eucaristía y nos sigue hablando en las Escrituras. Sin embargo, también a nosotros nos cuesta creer que ha resucitado y que ha vencido al mundo. Quizá por eso no llegamos a proclamar el Evangelio con palabras que reflejen “autoridad”, como las Jesús; nos acomplejamos ante el poder del dinero; sentimos casi vértigo de que los medios de comunicación ataquen al Evangelio y atribuyan a la Iglesia todo tipo de aberraciones y pecados; y no llegamos a entender que la Palabra de Dios tiene fuerza por sí misma para seducir al que la percibe y cambiar el curso de la historia.

Mantenerse a la defensiva y predicar el Evangelio según las pautas que marcan quienes rechazan la idea misma de Dios puede ser signo elocuente de que no acabamos de creer que Jesucristo ha resucitado y ha vencido al mundo. Sus seguidores hallamos nuestra fortaleza y nuestra luz en la resurrección de Jesucristo. Es cierto que hay épocas en las que nuestros proyectos pastorales no llegan a fructificar y nuestras comunidades se ven tentadas por el desaliento. En tales momentos, nos viene bien meditar la parábola del grano de trigo, que tiene que morir para dar fruto; y que importa poco que sean otros los que hagan la recolección. Y es que nuestros mejores proyectos, si no pasan la prueba de la cruz y del invierno silencioso, corren el riesgo de no ser realmente evangélicos.

Durante cincuenta días, la Iglesia nos va a llevar de la mano para descubrir que nuestra fortaleza y nuestra esperanza tienen que pasar por el árbol de la cruz para hallar en Cristo resucitado su razón de ser y su fecundidad. Porque Él ha vencido al mundo.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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