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Hemos venido a adorarle

Publicado: 08/01/2006: 1171

El evangelista San Mateo nos narra la deliciosa historia de los Reyes, con estas sencillas palabras: “Unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén diciendo, ¿dónde está en Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. Según los especialistas, estos personajes no eran Reyes, sino estudiosos que dedicaban su tiempo a observar el curso de los astros y a estudiar los fenómenos celestes.

Sólo sabemos que vinieron del Oriente, pero no de qué país. Aunque muchos se inclinan por Babilonia, teniendo en cuenta los presentes que ofrecieron al Niño, (oro, incienso y mirra) lo más probable es que procedieran de Arabia. Pero lo que nos interesa de veras es el sentido de esta fiesta: la manifestación del Hijo de Dios a los paganos y la capacidad del hombre para descubrir a Dios. Los magos vislumbraron su llamada en la aparición de una estrella que no entraba en sus cálculos habituales. Investigaban el curso de los astros y se encontraron con Dios. 

Alguno puede pensar hoy que su decisión de seguir el curso de una estrella fue fruto de la ignorancia, pues parece que el desarrollo de la ciencia nos ha permitido saber que no necesitamos a Dios para explicar el orden maravilloso que reina en el mundo. Un orden que algunos atribuyen curiosamente al azar. Sin embargo, como dijo el Papa en fechas recientes a los miembros de la Curia Romana, a medida que la ciencia avanzaba, numerosos sabios “iban percatándose cada vez con mayor claridad de que dicho método (el método de las ciencias naturales) no abarcaba la totalidad de la realidad, por lo que abrían de nuevo las puertas a Dios”.

Y es que la ciencia, cuando reconoce también sus limitaciones, lejos de alejarnos de la fe, nos puede abrir nuevos horizontes para caminar hacia Dios y sobrecogernos ante su amor y su sabiduría infinita. Es verdad que nos ha proporcionado logros muy importantes y ha facilitado nuestra vida, pero cuando se la analiza detenidamente, es fácil percatarse de que sólo nos acompaña durante un trecho del camino, pero no puede decirnos dónde está la meta de la existencia humana ni conducirnos a ella.

Hace unos años, el filósofo francés Jean Guitton, amigo personal de Pablo VI y del presidente Miterrand, escribió un libro muy lúcido que tituló “Dios y la ciencia”. Fue uno de los libros más vendidos en Francia. Tras muchas horas de diálogo con dos especialistas en física, el autor concluye: “Centenares de miles de millones de estrellas, dispersas por miles de millones de galaxias, en una inmensidad silenciosa, vacía y helada. El pensamiento se aterroriza ante ese universo tan diferente de él, que le parece monstruoso, tiránico y hostil: ¿Por qué existe? ¿Y por qué existimos nosotros? (...) ¿Qué entidad guardará este conocimiento si no es un Ser infinito, que transciende el mismo universo? Y, ¿qué uso hará de este saber infinito que lo constituye y cuyo origen es, al mismo tiempo, Él mismo?”.

Y es que para muchos sabios, el ciencia ha desempeñado y desempeña todavía el papel de la Estrella en la vida de los Magos: los condujo a Belén para adorar al Niño, porque entre fe y razón, entre la sabiduría y la adoración a Dios no hay contradicción alguna; sólo una distancia corta que se recorre por el camino de la búsqueda sincera y de la humildad más lúcida. Pues el amor a la verdad y la sencillez de corazón, cuando éste es verdaderamente limpio, terminan por conducirnos a la cueva de Belén.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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