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Una bendición de Dios. Madre Carmen del Niño Jesús (II)

Publicado: 06/05/2007: 1133

La alegría que nos embarga a los católicos de Málaga ante la beatificación de Madre Carmen del Niño Jesús es también un fruto de la Pascua que estamos celebrando. Jesucristo, en vísperas de su retorno al Padre a través de su muerte y su resurrección, les había prometido a los suyos la  fuerza del Espíritu Santo para ser sus testigos en todos los tiempos y lugares. Desde entonces, sus seguidores, transformados, fortalecidos y guiados por el Espíritu, anunciamos el Evangelio con obras y palabras.

Es lo que hizo María del Carmen, en su Antequera natal: se dejó inundar por el Espíritu que recibió en el bautismo y encontró siempre en Él una fuente inagotable de fe y de amor para imitar en todas las situaciones de su vida a Jesús de Nazaret, superar las dificultades y revestirse de los sentimientos de Cristo. Su grandeza no consiste en que haya realizado grandes inventos o haya deleitado con sus creaciones artísticas, sino en que pasó por el mundo haciendo el bien y curando las heridas de sus hermanos.

Tuvo la fortuna de dejarse acompañar espiritualmente por el padre Bernabé, un Capuchino que supo inculcarle tres aspectos básicos de la espiritualidad franciscana: la capacidad de esperar en el Señor “sin apagar el espíritu”, la devoción a la humanidad de Jesucristo tan característica de los hijos de San Francisco de Asís y la búsqueda de Dios entre los pobres.

Su niñez, su adolescencia y su primera juventud, transcurridas en el seno de una familia acomodada y cristiana, le ayudaron a forjar su recia espiritualidad, que llevó a su padre a confesar: “Mi hija es una santa”. Y como tal “santa”, una mujer libre, pues lejos de aceptar el matrimonio que le habían preparado, se casó por amor con un hombre once años mayor que ella, que no era del agrado de los suyos y le hizo sufrir mucho. Pero los caminos de Dios son desconcertantes y, precisamente en el sufrimiento, se desarrollaron en grado heroico, su fortaleza, su confianza en Dios, su entrega total, su paciencia y su bondad, las mismas virtudes que, ya viuda, seguirá desarrollando en el servicio humilde a los pobres. Este testimonio ganó el corazón de su marido, que, en los últimos años de su vida, se convirtió y supo agradecer a Dios y a su esposa tanto amor. Siguiendo la recomendación de San Pedro, le convenció “no por las palabras, sino por la conducta”.

Cuando quedó viuda, impulsada y sostenida por la fuerza del Espíritu, centró su mirada en la humanidad de Jesucristo, que “pasó por el mundo haciendo el bien”, y se propuso seguir sus huellas. Primero, como miembro de la Tercera Orden Franciscana; y más tarde, fundando el Instituto religioso de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, para la educación de la infancia y juventud, y para atender a los ancianos y enfermos más necesitados, como enseña el Evangelio. De ahí el nombre de Franciscanas de los Sagrados Corazones. ¡Siempre, tras los pasos firmes de San Francisco de Asís: la humanidad del Señor, simbolizada en los corazones de Jesús y María, y la vida pobre!
También aprendió de Él a bucear en la existencia de Jesús como modelo de vida para sus seguidores. Descubrió que Jesús de Nazaret fue el “hombre para los demás”, cuya existencia reflejó en cada detalle y cada instante que “Dios es amor”. Precisamente por ello, porque un cristiano se distingue por el amor y el amor procede de Dios a través de su Hijo, fue muy devota de la Eucaristía y comulgaba a diario, pues como escribió Juan Pablo II y ha recordado Benedicto XVI, “participando en el sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida” (SC, 82). Y como vemos, también en su caso, tras una vida de entrega abnegada a los demás, hay una vida centrada en Dios por el sacramento de la Eucaristía.


+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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