Publicado: 03/06/2007: 1112

Carta Pastoral de Mons. Dorado Soto con motivo de la Jornada “Pro Orantibus”

Los seguidores de Jesucristo hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, cada domingo confesamos nuestra fe en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra; en su Hijo Jesucristo, que nos ha revelado la Verdad y la Bondad divinas y nos ha redimido del pecado y de la muerte; y en el Espíritu Santo, que inunda nuestros corazones de amor, para que seamos santos. Porque el Dios en quien creemos no es un ser solitario que se oculte en su Misterio, sino una comunidad de tres Personas distintas. La inteligencia humana se ve desbordada por la profundidad de este Misterio: un solo Dios y tres Personas. Nuestros padres en la fe buscaron alguna semejanza en este mundo y dijeron que la bienaventurada Trinidad se asemeja a sol, al rayo y a la luz; al río, al agua y a la fuente. Tres y uno al mismo tiempo. Son comparaciones ingeniosas, nada más, porque un Dios que pudiera ser comprendido por la inteligencia humana, no sería digno de ser Dios.

Desde siempre, el hombre ha buscado el rostro de Dios, ha rastreado su Misterio y ha deseado vivir en su presencia. Dentro de la Iglesia, numerosas personas, seducidas por la Bondad, la Verdad y la Belleza divinas han decidido dedicar su vida entera, todas sus cualidades, a buscar el Rostro de Dios, a adentrarse en su Misterio de amor y dejarse configurar por su Luz y por su Paz. Han descubierto que, para ellas, la austeridad y el silencio constituyen el clima adecuado que les permite desarrollar todos los talentos que han recibido. Son los monjes y las monjas, que viven en la soledad de los claustros. De sus monasterios ha dicho Benedicto XVI que “son oasis en los que el hombre, peregrino en la tierra, puede beber mejor en las fuentes del Espíritu y saciarse a lo largo del camino. (Pues) estos lugares, aparentemente inútiles, son en realidad indispensables, como los pulmones ‘verdes’ de una ciudad: hacen bien a todos, incluso a quienes no los frecuentan y tal vez ignoran su existencia”.

Es curioso que un mundo que admira al montañero, al que emprende la aventura de llegar al polo, o al artista que se refugia en la soledad y en el silencio para plasmar la belleza, no sepa admirar la vida de los que deciden escalar las cumbres del espíritu: a los religiosos y religiosas contemplativas. Son hombres y mujeres seducidos por Dios, que dedican su vida a contemplar su Misterio y a vivir en profunda amistad con las tres Divinas Personas. Algunos de ellos nos han dejado testimonios palpables de su plenitud humana y su grandeza interior. Es el caso de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Ávila y de la Beata Isabel de la Trinidad. Pero la más rica aportación de la mayoría de ellos sólo podremos conocerla cuando lleguemos a la presencia de Dios.

Precisamente hoy, en la fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia quiere traer a la memoria de los cristianos la existencia de estos hermanos y hermanas. A pesar de la aparente ineficacia de su existencia oculta y de su menguado número, su contribución silenciosa e invisible enriquece a la Iglesia y al mundo con valores imprescindibles. Para palparlo, basta con visitar sus casas y convivir unos días en sus monasterios, que es empresa nada fácil, por la gran abundancia de solicitudes. Valores como el silencio, la austeridad, la contemplación de Dios, la meditación de su Palabra, la alegría de saber que el Señor es su tesoro, la inutilidad de las prisas, la certeza de que se puede vivir con pocas cosas y la grandeza impresionante de las cumbres que nos esperan más allá de la cultura superficial que nos rodea, constituyen su contribución más valiosa a un mundo muy rico en medios, pero que carece de cimientos, de esperanza y de metas


+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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