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Celebrar la Santa Misa (II)

Publicado: 03/02/2008: 730

Estamos a las puertas de la Cuaresma, que este año da comienzo el día 6 de febrero, miércoles de ceniza. A lo largo de cuarenta días, los católicos nos preparamos para celebrar la Pascua del Señor. La Iglesia nos recomienda profundizar en la oración, en la práctica del amor fraterno y en la conquista de nuestra libertad interior mediante el dominio de todas las tendencias y apegos que nos impiden vivir en comunión de vida con Dios. Tal es el sentido profundo de esas tres conocidas palabras: oración, limosna y ayuno.

Nuestra forma más espléndida de orar consiste en la celebración de la Eucaristía. El domingo pasado me fijé especialmente en la primera parte, en la liturgia de la Palabra, y me quedé en la puerta de la plegaria eucarística: en ese momento en que levantamos el corazón a Dios Padre para darle gracias por su amor, por habernos dado a su Hijo Jesucristo, por la luz del Espíritu Santo, por la vida, por la fe que hemos recibido y porque su providencia nos acompaña al caminar. El Prefacio es algo así como el pórtico del momento central de la santa misa, que es la Plegaria eucarística, de la que deseo hablar hoy.

En su diálogo improvisado con un grupo de sacerdotes, el Papa Benedicto les decía que la celebración mejorará “si la Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los debidos momentos de silencio; si se pronuncia con interioridad pero también con el arte de hablar. De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística, añade el Papa, requiera un momento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al Pueblo de Dios esta Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir bien sus grandes momentos: el relato y las palabras de la institución, la oración por los vivos y por los difuntos, la acción de gracias al Señor, la epíclesis, de modo que la comunidad se implique realmente en esta Plegaria”.

Pienso que la carencia principal de numerosas personas consiste en que desconocen la estructura misma de esta Plegaria, y por eso les resulta difícil unirse a ella se implicarse personalmente en cada uno de sus pasos: en la constante acción de gracias, en la invocación al Espíritu, en la participación en el amor de Jesucristo que entrega hasta dar la última gota de su sangre, en la ofrenda que hacemos al Padre de su Hijo Jesucristo presente en medio de nosotros, y con Él de nuestra vida entera, y en la oración por los vivos y difuntos.

Pero no basta con el conocimiento, sino que hay que añadir una actitud de silencio compartido, que nos lleve a mirar nuestra existencia a la luz de la fe y a ofrecerla con amor  a Dios y a los demás. Un ofrecimiento que no se puede quedar en la intimidad del corazón ni en el silencio del templo, sino que se debe derramar sobre cada instante y cada gesto de nuestra vida diaria, en el trato fraterno con el otro, especialmente, con los más necesitados.

Después, la oración del Padre nuestro nos conducirá a la comunión sacramental con Jesucristo muerto y resucitado. Y por medio de Él, con los hermanos reunidos y con todo el Pueblo de Dios disperso por el mundo. Es así como se alimenta nuestra vida de fe y nuestra tensión evangelizadora, pues con palabras del Vaticano II,  “los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, comunican y alimentan el amor a Dios y a los hombres, que es el alma de todo apostolado”.


+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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