Cada uno con sus euros puede hacer lo que valore oportuno. También si le parece bien pueden donarlos a la Iglesia Católica de manera directa o a través de la declaración de la Renta.  Aunque conviene valorar que algunas partidas encuentran su origen en el rendimiento del patrimonio o en subvenciones de las administraciones públicas. Éstas últimas permiten  acometer determinadas tareas.  Subvenciones que no son privilegios. Forman parte del dinero público.  El de todos.  Por si alguien lo olvida es bueno recordar que la mayoría de los españoles son católicos y que el gobernante elegido democráticamente podría valorar oportuno que algunos importes puntuales se deriven para acometer una obra de rehabilitación del patrimonio o una tarea social directamente gestionada por los católicos.  No tiene nada de malo.

Pues bien, con el dinero en la mano, qué hacen los gestores eclesiales en España.   De entrada  atienden socialmente a tres millones y medio de personas al año. Cifra que ha supuesto para estas personas ayuda en la búsqueda de trabajo y protección a mujeres víctimas de la violencia. Atención a ancianos, enfermos o discapacitados.  Acompañamiento a familias e inmigrantes. Acogida a niños y jóvenes en centros de tutela.   Con estas cifras también se atiende 2.620 centros de enseñanza en los que cursan casi un millón y medio de alumnos.  En cuestiones de patrimonio artístico y conservación encontramos otro amplio abanico de cifras de las que son beneficiarias miles de localidades y ciudades.  A todo esto hay que sumarle la tarea pastoral y evangelizadora que se realiza en parroquias y comunidades religiosas. 

Llegados a este punto cabría preguntarse: ¿Tiene algo de nocivo para nuestra sociedad lo que la Iglesia Católica hace con la transmisión del Evangelio y con el dinero de quien libremente lo aporta?