NoticiaCuaresma QUÉDATE EN CASA. María, maestra de oración Virgen de la Victoria Publicado: 20/03/2020: 14318 CRISIS CORONAVIRUS Durante esta semana, y ante la imposibilidad de que los fieles de la diócesis participen en las conferencias de Cuaresma, hemos ofrecido los textos de las charlas cuaresmales que el sacerdote Alfonso Crespo Hidalgo iba a impartir en la parroquia Stella Maris, organizadas por el Movimiento de Apostolado Familiar San Juan de Ávila, bajo el lema «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Señor, enséñanos a orar». V. «LO CONSERVABA TODO, MEDITÁNDOLO EN SU CORAZÓN». María, maestra de oración MARÍA ES MAESTRA EXPERIMENTADA DE ORACIÓN. Ella, que tan de cerca ha vivido el Misterio de Cristo, haciéndolo carne de su carne y contemplándolo en su corazón, se ofrece como Maestra de los misterios de su Hijo. San Juan Pablo II, nos decía: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. (...) María propone continuamente a los creyentes los misterios de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora...» (NMI, 10-11). María nos enseña que nuestra oración sea una «oración trinitaria»: dirigida al Padre, por medio de Jesucristo, bajo la luz del Espíritu Santo. 1. Orar como hijos: «Que te conozcan a ti Padre, el único Dios verdadero» Este es el anhelo que expresa Jesús en el momento solemne de su despedida, cuando abriendo su corazón a la confidencia con sus discípulos exclama: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti Padre, el único Dios verdadero y al que Tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Jesús pide al Espíritu que nos revele la grandeza de Dios Padre. Conocer al Padre es el primer desafío para el creyente. Aceptar a Dios como Padre es «la originalidad fundamental» del cristianismo. Cuando nos dirigimos a Dios llamándole Padre, siguiendo la recomendación de Jesús, estamos acortando las distancias del trato y ofreciendo a Dios la respuesta de nuestra fe: «Porque Tú, Padre, nos has adoptado como hijos, gracias a la intercesión y súplica de tu único y predilecto Hijo Jesucristo, yo confieso: ¡Creo en Dios Padre!». La primera experiencia humana nos une a nuestros padres, formulando las primeras palabras: papá, mamá. La primera experiencia creyente para un cristiano va, también, unida a estas palabras: conocer a Dios es poderle llamar Padre, con todo el atrevimiento y con todas sus consecuencias. Llamar a alguien padre es situar el conocimiento en el ámbito del amor. Y si el conocimiento lleva al amor, el amor exige llegar a un mayor conocimiento. ¿Quién es este Dios a quien podemos llamar Padre y que nos reclama, por amor, que seamos buenos hijos suyos? Dios, «Padre de misericordia» La cualidad central del Dios de la Biblia es la misericordia. Una misericordia que se muestra, a la vez, como ternura y como fidelidad. La ternura recoge el aspecto «más maternal de Dios»: es un movimiento espontáneo de su corazón que no puede desentenderse de la obra de sus manos. La fidelidad es el «aspecto paternal»: la misericordia de Dios es una benevolencia consciente y voluntaria por la que Dios asume y acepta los vínculos que le unen con sus hijos. Se expresa en un deseo inquebrantable de no fallar, de cumplir tenazmente su promesa de salvación de todos los hombres. Así lo expresa el profeta: «Aunque los montes cambien de lugar y se desmoronen las colinas no cambiará mi amor por ti ni se desmoronará mi alianza de paz, dice el Señor, que está enamorado de ti» (Is 54,10). Jesús nos habla de esta misericordia de su Padre Dios; misericordia que alcanza especialmente a los humildes y pecadores. Así nos lo describe en una de las parábolas más hermosas del Evangelio: la del «hijo pródigo» (Cf. Lc 15,11-32). Parábola a la que Benedicto XVI designa como la del «padre bueno», resaltando que «lo esencial del texto es, sin duda la figura del Padre, en la que Dios nos muestra que tiene un corazón, y ese corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo… el corazón de Dios transforma la ira y cambia el castigo por el perdón» (Cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 243-252). San Juan Pablo II, en su Carta Encíclica dedicada a la figura del Padre afirma, en una exégesis original y penetrante, que el padre de la parábola, lejos de humillar al hijo que vuelve a casa, le devuelve la «dignidad de hijo» que había perdido: «este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado (Lc 15,24)» (Cf. Dives in misericordia, nn. 5-6). El mensaje central de la predicación de Jesús es la llamada a una auténtica conversión, a volver a la casa del Padre. Estas dos grandes verdades se convierten en el eje del mensaje evangelizador de todos los tiempos: ¡Dios te ama como un Padre, Dios quiere salvarte! Seamos, pues, conscientes de que el motivo que desencadena la auténtica conversión no es nuestro deseo de «ser buenos», sino haber experimentado la «misericordia de Dios», recordar la casa paterna y querer volver junto al Padre para revestirme de nuevo con la dignidad de hijo. María nos invita a vivir en la presencia del Padre y «orar como hijos» Fiel a su proyecto, y como signo de la mayor misericordia, Dios se propone salvar definitivamente al hombre. Dios quiere salvar al hombre desde dentro, desde lo mejor de sí mismo: preparó a una mujer, María de Nazaret, para que fuera la madre de su Hijo. Dios le hace la propuesta y recibe el sí más rotundo de la historia: «Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande, será llamado Hijo del Altísimo… su reino no tendrá fin» (Lc 1, 31-33). Ante lo incomprensible a la razón, responde el corazón más generoso: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). En María, Dios se acerca amorosamente a la criatura humana. Dios dice en María «sí al hombre», a pesar de toda la historia de infidelidad de éste. Y María es, también, el triunfo del amor humano, un amor libre de todo egoísmo: María es el «sí total y definitivo de la criatura a su Creador»; ella es la criatura radicalmente abierta a la voluntad de Dios. María responde con una oración de confianza, oración de hija: «Hágase en mí, según tu palabra». Como hija predilecta del Padre, dócil al Espíritu, al mostrarnos a su Hijo, nos enseña la verdad que abre nuestra fe: «Creo en Dios Padre, todopoderoso». Como maestra, nos enseña a orar como hijos: ¡No somos huérfanos que vagamos errantes por el mundo hasta el precipicio de la muerte; sino hijos y peregrinos de la vida en pos de una meta: un abrazo de amor definitivo de Dios Padre que nos lleva a la eternidad! Orar al Padre «alienta nuestra esperanza». 2. Orar como discípulos: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» El hombre moderno se ha acostumbrado a ser siempre protagonista, mirándose en el espejo de sus propias obras; le cuesta ser contemplativo y admirar la obra de Dios. Contemplar supone dirigir la mirada hacia otro, salir de sí con generosidad y premura para encontrarte en el otro con agradecimiento y gratuidad. La fe es una llamada a no ser espectadores complacientes de nuestra propia historia sino a contemplar la historia de la acción de Dios que sale a nuestro encuentro. La contemplación es la cumbre de la oración, es la actitud mística por excelencia a la que todos estamos llamados. Y digno de contemplación sólo es Dios y aquello en lo que se refleja su grandeza: la entrega de su Hijo Jesucristo para la salvación del mundo. La Iglesia cree y proclama que la clave, el centro y el fin de la historia humana se encuentran en Jesucristo (Cf. GS 10). Él es, «ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8), el centro de nuestra fe, el contenido fundamental de nuestra vida cristiana. Él es uno de los nuestros, pertenece a nuestro mundo y a nuestra historia; pero en Él hay algo más que transciende su persona, más allá del tiempo y del espacio: el Hijo de María y de José, el carpintero, como le conocían en Nazaret (Cf. Mt 13, 55-56; Mc 6, 2-3), es «la Palabra de Dios que se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1, 1-14). Jesús, por su encarnación y nacimiento, pertenece a nuestra historia. Pero, por su Resurrección de entre los muertos, Dios lo ha constituido Señor del universo y lo ha hecho Salvador de todos. No se aferró a su categoría de Dios y se abajó hasta la muerte, y Dios lo encumbró sobre todo y le constituyó Señor (Cf. Fil 2, 5-11). El «sí» de María nos acerca al Salvador del mundo ¿Cómo se introdujo el Hijo de Dios en la realidad humana? El ángel de Dios anuncia a María de Nazaret que ha sido escogida para ser la madre del Mesías esperado y anunciado por los profetas. María responde con un «sí» incondicional y el Hijo de Dios se hace hombre como nosotros. Esta es una certeza maravillosa. Llena de gozo al creyente y conmueve al que no cree. Dice el Concilio: «El Hijo de Dios, con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (GS, 22). Desde la Encarnación de Jesucristo la causa del hombre, de cualquier hombre, especialmente los más pobres, es la causa de Dios: así, las manos que se abren a los necesitados para responder a sus urgencias más primarias, son manos que se abren a Dios; el corazón que ama al más desvalido, es el corazón de Cristo; y negar el pan, el vestido, el agua, la compañía, la libertad a un hermano nuestro es negarlo también a Dios. El Concilio Vaticano II se refiere a este amor solidario como criterio orientador de la presencia y de la actuación de la Iglesia en el mundo: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (...) La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS, 1). Condiscípulos de María, la «primera discípula» de su Hijo A la pregunta que planteábamos al principio ¿quién es Jesús?, sólo podemos responder desde la experiencia: sólo quien ha estado con Él, quien se ha hecho su discípulo, quien ha gustado de su amistad y de su doctrina, quien le ha descubierto como Señor, Maestro y Amigo, puede gritar como Pedro: «¡Tú eres el Hijo de Dios!» (Mt 16,16). Al iniciar su vida pública, Jesús se rodea de un grupo de discípulos: los llama por su nombre para que sean sus compañeros. Entre los llamados, María. Así nos lo relata san Juan Pablo II: «Por medio de la fe, María seguía oyendo y meditando aquella palabra primera que le fue anunciada por el ángel. La Madre del Señor va saboreando la doctrina de su Hijo y la Madre se convierte en discípula. María Madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la que parecía decirle Jesús ¡sígueme!, antes, incluso, de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona» (Redemptoris Mater, n. 20). María, maestra del Evangelio de su Hijo, nos enseña que antes que nada estamos llamados a ser discípulos. Jesús sigue llamando al hombre de hoy a «estar con Él», a conocerle, a amarle... y a seguirle. María nos enseña que nuestra oración es una oración de discípulos. Mirar a Jesucristo con los ojos de María, orar como discípulos «fortalece nuestra fe». 3. Orar como apóstoles: El Espíritu Santo, «Señor y dador de vida» Decimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, señor y dador de vida». El Espíritu derrama en cada uno de nosotros el espíritu filial. La misión del Espíritu es dar vida... unir a todos los hijos de adopción a Jesucristo el Señor y hacerles vivir en Él. Es Espíritu es el motor de la vida espiritual de los cristianos, una vida que se prolonga hasta la eternidad. En la escena de la Anunciación (cf. Lc 1, 26-38), Cuando María muestra su extrañeza ante los planes de Dios: «Cómo será eso, pues no conozco varón»; y el ángel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios». María responderá con el mayor acto de fe: «Hágase en mí, según tu palabra». Esta frase, es «una auténtica declaración de amor», que marca la historia de María: su sí no es un acto de servilismo sino la expresión una libertad entregada por amor. Por ello, insistirá con otra frase rotunda: «¡He aquí la esclava del Señor!». Ella dice un «sí» rotundo al Espíritu, y nos abre, con su Hijo, la esperanza de la salvación. María se nos manifiesta como esposa y madre, que vive su vida bajo la sombra, la mirada llena de amor del Espíritu Santo. Nos dice son sencillez el relato evangélico: «María por su parte, guardaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón» (Lc 2,19). El Espíritu alienta en la Iglesia la «nueva evangelización» Como señala san Juan Pablo II, en su encíclica sobre el Espíritu Santo: «La era de la Iglesia empezó con la venida, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor (Cf. Hech 1,14)» (Dominum et vivificantem, 25). La Iglesia vive para evangelizar, para anunciar la buena noticia del amor de Dios a los hombres. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia y el motor de la evangelización. Para que la Iglesia mantenga vivo el ardor misionero necesita una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8,26). Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos orar constantemente. La Virgen María es en la Iglesia el signo viviente de la fidelidad al Espíritu. Ella, dócil al Espíritu también alienta el ardor misionera de la Iglesia. Como indica Francisco: «Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización» (Evangelii gaudium, 284). El Concilio Vaticano II puso de relieve la íntima relación de María y la Iglesia, incluyendo en la constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium, un capítulo octavo dedicado a la Virgen. Este capítulo es un hermoso tratado de Mariología. El Espíritu nos impulsa a entonar nuestro propio Magnificat Cuando María recibió la Buena Noticia que sería la Madre del Mesías Salvador, corre a comunicarlo a su prima y confidente, Isabel. Las dos mujeres se saludan e intercambian alabanzas. Isabel alaba a María: «Bendita tú que has creído» (Lc 1,45). Pero María levanta su mirada al cielo, y llena del Espíritu Santo, nos regala el Magnificat, canto que recoge las grandezas de Dios en su vida: en ella han llegado a cumplimiento las promesas de Dios, anunciadas desde antiguo, y garantizadas a Abrahán y a sus descendientes para siempre. Ante las circunstancias de nuestra vida, ante las dificultades de vivir la fe en medio de un mundo que oculta a Dios y que vive como si Dios no existiera, a veces, también nosotros, cuestionamos la posibilidad de la salvación: «¿Y... cómo será esto?». Hay que escuchar al Espíritu, como María. El diálogo con el Espíritu nos impulsa a dejarnos cubrir por su sombra, a recibir sus dones y a gozar de sus frutos, que, hoy como siempre, se nos manifiestan en muchos signos de vida dentro de nuestra Iglesia. También estamos nosotros convocados a cantar nuestro propio Magnificat: desde nuestro Bautismo, en nuestra vida hay muchas bellas páginas escritas desde el amor de Dios y bajo la luz del Espíritu. María en su Magnificat, nos enseña a practicar una oración misionera, que comunica la Buena Noticia de la salvación a nuestro mundo. Esta es «la gran caridad» de hoy: decirle a todos que Dios es Padre, que nos ha amado hasta el extremo en su Hijo, que nos conduce con su Espíritu hacia una civilización del amor. Invocar al Espíritu, como María, «aviva la caridad». Conclusión La oración cristiana es siempre una «oración trinitaria»: dirigida al Padre, por Jesucristo, a la luz de la fuerza del Espíritu Santo. La oración cristina es una hermosa expresión de la «vida teologal»: vida de fe, esperanza y caridad; las virtudes, pura gracia, que nos unen íntimamente a Dios y posibilitan que tratemos de amistad con él. «MIRA, ESTOY A LA PUERTA Y LLAMO…» (Ap 3,20) «MIRA, ESTOY A LA PUERTA Y LLAMO. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Este versículo no es un verso abstracto sino que pertenece a esos versos germinales que son capaces de desencadenar por sí mismos toda una secuencia narrativa. Hay dos personajes reales, hay una escena real. Estos dos personajes son el Señor y un discípulo que no se sabe su nombre, «alguien». Se instaura un espacio elemental: un exterior y un interior, y una puerta - en medio- que separa dos recintos y también dos voluntades: la del Señor que quiere entrar y la del discípulo al que corresponde abrir la puerta. El resultado es una cena entre personas -se refuerzan los pronombres: yo con él y él conmigo- abierta a la comunicación íntima, sosegada, como se desprende de estas imágenes en la literatura bíblica. Señalemos algunas sugerencias del texto: - El Señor «está a la puerta», de pie, vigilante, paciente y «cubierto de rocío» dirá nuestro clásico. - «Llama», o lo que es lo mismo, estimula una respuesta de confianza, se quiere dejar conocer por la voz. - «Abrir la puerta» a alguien significa darle plena acogida. - Y se asegura «una cena compartida», que es de noche, con las reminiscencias afectivas que conlleva. Si decíamos al principio de estas reflexiones que para orar hay que poner una «mesa camilla», con las patas «del tiempo, el silencio, la soledad y la pobreza», por qué no definir la oración como «ponerme a cenar en la intimidad con Dios». Somos cuatro los comensales: Dios Padre, Hijo y Espíritu que dialogan conmigo. Decía un filósofo, al ser invitado a cenar y cuando se le preguntaba sobre sus preferencias sobre el menú: «no me importa que voy a comer sino con quién». En la cena propuesta sabemos que es Dios quien cena con nosotros. Y también sabemos el manjar: su Palabra y el Pan de la Eucaristía.