NoticiaColaboración «Urge recuperar el sentido de la Universidad» Universidad de Málaga Publicado: 22/10/2018: 12666 Bruno Rodríguez-Rosado, profesor titular de Derecho Civil de la Universidad de Málaga, escribe ante el comienzo de curso universitario. «Es necesario retornar al valor humano y cristiano del trabajo bien hecho» Me pide Rafael Pérez Pallarés algunas reflexiones al hilo del comienzo del curso universitario. Y, como estoy en deuda con él, no me es posible negarme, a pesar de la dificultad del toro que me pide lidiar: pues si algo ha estado en boca de todos estos últimos meses ha sido la Universidad, convertida en peculiar palestra donde nuestros políticos se arrojan unos a otros títulos y currículos… Dejando ese problema aparte para ir al fondo de la cuestión, lo que sí vale la pena poner en primer plano es la necesidad de recuperar el sentido de la institución universitaria. Tal vez esa peculiar enfermedad del siglo XXI llamada “titulitis” ha provocado que se le pida a la Universidad lo que ésta no puede dar sin desnaturalizarse: un sinfín de certificados oficiales o de consumo interno en los que se asegura una serie de conocimientos de utilidad inmediata para la práctica. Urge volver al sentido primigenio de la Universidad, al cultivo de la ciencia en un contexto reposado y “no utilitarista”, al afán del saber por el saber, y no por acumular títulos y diplomas, a la prevalencia, en suma, del “por qué” sobre el “para qué”. ¡Cuántos problemas de la universidad española y europea no se derivan del propio intento de pragmatizarla! Si reflexionásemos más a menudo sobre el hecho de que Steve Jobs no tenía carrera universitaria y que Amancio Ortega ha levantado todo su emporio empresarial sin visitar las aulas de una facultad, tal vez comprendiéramos que la formación universitaria es ajena de suyo a la estrictamente profesional, y que pretender convertir la Universidad en un instrumento de obtención de empleo no hace más que ahondar en los problemas existentes. LA UNIVERSIDAD, CREACIÓN CRISTIANA A la vez, y antes que nada para los creyentes, no puede pasar desapercibido que la institución universitaria es una de las más felices creaciones de la cultura cristiana, y que, por llevar inscrito en su ADN la natural búsqueda de la Verdad, es un espacio particularmente apto para el encuentro entre fe y razón. Desde Alberto Magno y Tomás de Aquino, pasando por Nicolás Copérnico y Louis Pasteur, hasta llegar en pleno siglo XX a Jérôme Lejeune o Georges Lemaître (el poco conocido sacerdote propulsor de la tesis del Big-Bang), son innumerables los profesores que han desarrollado la ciencia desde su fe, y que han sabido mantener un fructífero diálogo con sus compañeros no creyentes para, sin imposiciones ni cortapisas, colaborar en la creación de una cultura acorde a la dignidad del ser humano. Y así debe seguir siendo, y en ello debemos seguir implicados. Ciertamente, eso exige determinadas actitudes, quizá menos defensivas, pero más conscientes de la aportación que la fe puede hacer a esa cultura contemporánea: pasar del dogma a la propuesta, desprendiéndose a la vez de suspicacias y susceptibilidades; vivir las virtudes humanas y cristianas; y acoger las semillas de verdad presentes en tantas posturas aparentemente alejadas de la fe. El empeño de algunos de los Pontífices más recientes de alcanzar una nueva síntesis cristiana de la cultura contemporánea se juega en las aulas universitarias. Y para ello, primero de todo, es necesario retornar al valor humano y cristiano del trabajo bien hecho. Nada más intrínsecamente universitario y revolucionariamente cristiano que un profesor que investiga y estudia con empeño o un alumno que se aplica con constancia a su carrera. Sin complejos y bien enraizado en la fe. Ya que, como me recordaba hace poco un joven investigador preocupado por todas estas cuestiones, si un poco de ciencia aleja de Dios, mucha ciencia nos devuelve a Él.