Esa jornada, fui a por todas sin hacer asco a nada ni a nadie. Todo lo hice con interés para agradar a los clientes y con las ganas de superar el número asignado, cosa que conseguí. Al terminar mi turno, ya me encontraba mal con algo de dolores, pero sobre todo con una fuerte ansiedad, por lo que inmediatamente me acerqué a Juan para que me diera lo prometido, y al decirme que la última dosis hacía poco que la había entregado, fue como un mazazo que me dieran en la cabeza y que apagó todo pensamiento  o razonamiento. De manera casi sonámbula subí a la habitación. La noche la pasé en vela y aguanté sin nada hasta la mañana, pero cuando apareció en el local, me tenía reservada otra desilusión. –He tenido problemas y no he conseguido nada, así que tómate unos cuantos güisquis y aguanta un poco–. Me prometió que después del trabajo me lo tendría todo preparado. ¡Qué día! Ya no era por los síntomas de abstinencia, sino por el engaño que me hacía y la maldad que estaba percibiendo en su actitud. La rabia, el coraje, la impotencia y el sufrimiento fueron los protagonistas de todo el día.

Cuando acabé mi turno y en ese estado de ánimo, pero con la esperanza de acabar de una vez, subí al despacho y al abrir la puerta me hizo señas con la mano para que esperara, a pesar de que se encontraba sólo y ni estaba hablando por teléfono ni con papeles en la mano. Al cabo de más de media hora, que la pasé con una tormenta interior cada vez más intensa, llena de sospechas y angustias, me armé de valor, abrí la puerta y de manera imperativa le dije que me diera lo prometido. Se me quedó mirando, con descaro, cínicamente, y en un silencio que se me antojó prolongado, dijo:

- Lo siento, Paula, pero hasta mañana no puedo. Y ahora vete.

En un ataque de furia, me abalancé sobre él e intenté arañarle la cara; sólo sentí los primeros golpes y puñetazos en la cara y en la cabeza, pues perdí la conciencia y no me enteré de más.