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Transfiguración: Dios se revela en su Hijo

Transfiguración. FOTO: Pexels Harshdeep Mishra
Publicado: 02/03/2023: 11134

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«El misterio de la Transfiguración del Señor es un episodio importante en la tradición del Nuevo Testamento. Prueba de ello es la referencia al mismo en diversos lugares (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-10; Lc 9, 28-36; 2 P 1, 16-18; Jn 6, 14s.). Claramente se trata de un hecho epifánico, es decir, revelador. Es una manifestación anticipada de la gloria de Cristo como Hijo de Dios. Que esto es así lo demuestran claramente las palabras finales pronunciadas por Dios Padre en este relato: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle”». Así lo explica el director del Centro Superior de Estudios Teológicos, Pedro Leiva, que profundiza en este número en el significado y actualidad de este misterio.

Ciertamente, el camino de Jesús y los discípulos hacia Jerusalén está lleno de preocupación e inquietud. Pero en el paréntesis que representa el momento de la Transfiguración, ven la gloria de Cristo, comprenden su identidad última, y eso les llena de paz. Aquel a quien siguen es verdaderamente el Mesías e Hijo de Dios.

El episodio de la Transfiguración no solo nos refiere un momento contemplativo y gozoso. También incluye un elemento paradójico: Cristo, Moisés y Elías «hablaban de su partida, que iba a tener lugar en Jerusalén» (Lc 9, 30s.). Es evidente que la finalidad de este texto es la idea de que hemos de ver la gloria en la cruz. En la versión de Mateo está muy claro, pues en la conversación con los discípulos tras la escena de la transfiguración, encontramos un anuncio de la pasión: «el Hijo del hombre va a padecer» (Mt 17, 11). La vida de Cristo era una ascensión hacia una gloria que aún no contemplaban. Este sentido de ascensión o elevación lo expresó muy bien el evangelista Juan. Al salir Judas, en la última cena, para consumar la entrega del maestro, Jesús dice sorprendentemente: «ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre» (Jn 13, 31). Y la idea de ascensión o elevación aparece también en el capítulo anterior: «y cuando yo sea elevado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), igualando de algún modo el ser elevado en la cruz con su entrada en la gloria.

En esta combinación paradójica de cruz y gloria reside la actualidad perenne de este texto, y la actualidad de la religión cristiana misma. El cristianismo no es una religiosidad de evasión, una creencia que se concentra en el bienestar espiritual cerrando los ojos al aspecto de pasión que la vida tiene, o una droga («opio» lo llamó Marx) que adormece al creyente poniendo su mirada en una vida futura, mientras deja sin transformar la historia dramática en la que vive. El cristianismo no es un idealismo espiritualista, sino una espiritualidad realista, encarnada, de ojos abiertos y manos disponibles para transformar el mundo, justo porque no oculta ni niega los aspectos dolorosos de la existencia. Pero tampoco es un materialismo cerrado, catastrofista y sin esperanza, sino una invitación a ver la gloria en la cruz, una propuesta de esperanza en la transfiguración final de todos (resurrección) y de todo (nueva creación).

Desde esta óptica, se entiende la teología de Pablo, cuando explica que «hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 22s.). Esas «primicias del Espíritu» a las que se refiere Pablo, aludiendo a nuestra experiencia de encuentro con el Señor, es para nosotros el equivalente de la experiencia que supuso la transfiguración para los discípulos Pedro, Santiago y Juan. Nosotros podemos, como ellos, ver la gloria en la cruz. Esto, obviamente, no hace que la cruz deje de ser cruz, ni que el dolor deje de ser dolor. Lo que cambia es el significado de estos, es decir, la posibilidad de contemplar la muerte de la semilla (pasión) desde la óptica del fruto que dará (resurrección y nueva creación). La muerte, el dolor, es solo la expresión histórica de nuestra transformación (transfiguración) definitiva, en la que Cristo, como primogénito, nos precede.

Pedro Leiva

Director del CESET San Pablo y del ISCR San Pablo

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