NoticiaColaboración Jesucristo, el Rey del Amor Detalle del rostro de la talla del Cristo de la cofradía de la Crucifixión, que celebra el día de su titular en la festividad de Cristo Rey Publicado: 20/11/2023: 6356 Sentido de la solemnidad Este domingo se celebra la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, una fecha que, según señala el profesor del Centro Superior de Estudios Teológicos Andrés García Infante se sitúa al final del año litúrgico «para recordarnos que todo tiene su principio y su fin en Cristo, pues,pese a que en el correr de la historia humana el mal gane muchas batallas, la guerra la tiene perdida para siempre. Que Jesús sea el Rey significa que es el Amor –con mayúsculas- el que tendrá la última palabra al final de la historia. En definitiva, es un mensaje de esperanza que nos ayuda a seguir caminando con confianza, incluso en medio de la mayor de las oscuridades». Para adentrarse en la figura de Jesucristo como Rey del Universo es importante definir en primer lugar quién es Jesucristo. Para Andrés García, profesor del CESET, «ya en los evangelios podemos apreciar la fe en Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre. Los primeros cristianos, para aproximarse al misterio de su persona, emplearon una serie de títulos: Cristo, Mesías, Señor, Hijo de Dios, Logos, Hijo del Hombre, Hijo de David... Todos ellos conforman el núcleo de la primitiva confesión de fe, que no fue otra cosa más que la respuesta de la primera comunidad de testigos al impacto que supuso en sus vidas la figura de Jesús. Posteriormente, el Magisterio ha ido profundizando y desarrollando este núcleo esencial, ayudándose de categorías filosóficas. Así pues, los concilios de la era patrística vienen a consignar la fe de la Iglesia: Jesucristo es verdadero Dios (Nicea, 325 d.C.), es una única persona (Éfeso, 431 d.C.), en dos naturalezas: la divina y la humana (Calcedonia, 451 d.C.)». En cuanto a la denominación de Jesús como Jesucristo, el profesor explica que «la palabra “Cristo” proviene del griego Christós que es la traducción del término hebreo “Mesías”. Que Jesús sea el Cristo significa que es el Ungido por Dios, aquel que fue profetizado desde antiguo y que, en la plenitud de los tiempos, fue enviado para la liberación del pueblo. Podemos afirmar que este título cristólogico pone el acento en la dimensión soteriológica (salvífica) de su misión, hasta tal punto que llegó a considerarse un elemento esencial de su ser personal, de ahí que se fundiera con su nombre: Jesucristo». Un mesías desde la lógica de Dios Con respecto al título de rey, García Infante recuerda que «el pueblo de Israel esperaba a un libertador poderoso, al Mesías Rey que, investido con el poder que procede de Dios, liberaría al pueblo de sus enemigos terrenales y restituiría la vieja gloria de Israel. Esta connotación mundana del poder puede rastrearse en la escena evangélica de la multiplicación de los panes y los peces, milagro recogido en los cuatro evangelios. En efecto, tras el milagro la muchedumbre quiere hacer rey a Jesús, pues los allí presentes consideran que lo que acaba de hacer es una demostración de que Él es el Mesías y, por tanto, va a acaudillar al pueblo para liberarse del yugo de Roma. Pero nada más lejos, la lógica de Dios no es la nuestra, pues donde nosotros entendemos el poder como dominio, Dios lo entiende como servicio por amor a los demás. Por eso Jesús se retira al monte y no secunda las pretensiones de la multitud». Santa Catalina de Siena –recuerda el profesor– «decía que “somos hijos del Rey, pero que no se nos olvide que su corona es de espinas”. Esto sería algo que los cristianos debiéramos grabarnos a fuego. Sí, Jesús es Rey, pero tengamos presente que fue entronizado en la cruz y coronado de espinas. La realeza mesiánica de Cristo se basa en la potencia salvífica del amor de Dios, que lo lleva a la donación de sí en favor de toda la humanidad. En consecuencia, Jesús nos enseña que el Reino de Dios poco tiene que ver con los reinos de este mundo, pues no se basa en el afán de dominación, en la sinrazón de las armas. Todavía hoy sigue presente la tentación de recurrir a la violencia para imponer la fe; o confundir el Reino de Dios con una ideología. Que Dios nos libre de esta unión blasfema que deforma de manera grotesca la fe y traiciona su raíz más profunda». Conocer la figura de Jesucristo es, en realidad, conocer lo más profundo del ser humano. Andrés García lo explica remitiendose al Concilio Vaticano II: «el número 22 de la Gaudium et Spes nos dice lo siguiente: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona". En consecuencia, es el misterio del hombre lo que se esclarece a la luz de Cristo, no el misterio del hombre bajo el signo del pecado. Ciertamente Jesucristo viene a restaurar la herida fundamental que causó el primer pecado en el exordio de la historia, pero va mucho más allá, pues no solo restaura la naturaleza caída, sino que la diviniza al asumirla como propia. Pensemos que aquella tentación de la serpiente antigua -que como toda tentación contiene una imagen de verdad, pero retorcida-, el «seréis como dioses» que falsea nuestra condición creatural (cf. Gn 3,5), es una pobre desfiguración del plan divino, que consiste en la divinización de la humanidad, no a espaldas de Dios, sino en y desde Dios mismo, desde el Hijo. Concebir la encarnación en clave de divinización que lleva a nuestra naturaleza más allá del dominio del sufrimiento, el pecado y la muerte, es algo que está presente en los Padres. Basten algunos ejemplos: "El Verbo de Dios (…) que por su inmenso amor se hizo lo que nosotros somos para hacernos llegar a ser lo que es Él mismo" (San Ireneo) o "El Verbo se hizo carne para hacer al hombre capaz de recibir la divinidad; Si el Hijo no fuera verdadero Dios, el hombre unido a una criatura, no podría ser divinizado" (San Atanasio). La reflexión precedente tiene por objetivo resituar la cuestión en un marco más amplio: nuestra relación con Dios no está mediada por el pecado –y esta desviación en la comprensión de este dato fundamental ha dado origen a vivencias malsanas de la fe-, sino que se fundamenta en un nexo mucho más profundo, anterior a la caída. Esto nos ayudará a tener presente un dato fundamental que, no pocas veces, ha sido eclipsado por la visión reduccionista anteriormente expuesta: la Encarnación supone la cumbre de la creación». Andrés Eduardo García Infante es profesor de Filosofía del Conocimiento y de Teología Dogmática en el Centro Superior de Estudios Teológicos (CESET) y autor de “Echad las redes. Teología para principiantes”