«Pentecostés: fiesta de la unidad en la diversidad» Publicado: 03/08/2012: 1947 Una familia en la que padres, hijos y abuelos, si los hubiera, piensan, hablan y actúan de igual manera, tiene más de cuartel que de hogar. Una parroquia en la que entre el presbítero y los feligreses no se den diferencias que obliguen a dialogar sobre la manera de organizar la pastoral, tiene más de monarquía absoluta que de comunidad cristiana. Una Iglesia en la que el proyecto de acies ordinata (ejército organizado) ahogara los carismas diferentes de sus miembros, tendría más de museo que de Cuerpo Místico de Cristo. En casi todos los que presiden una institución, sea civil o eclesial, se da la tentación, a veces de manera muy solapada, de imponer la uniformidad, en aras de un mal entendido bien común. No debemos olvidar que, en muchas ocasiones, la uniformidad impuesta contiene elementos de despotismo, que no es otra cosa que el abuso de autoridad. Y este abuso siempre es antievangélico. El Papa Juan XXIII nos recordó, aludiendo a la vida eclesial, las palabras de S. Agustín: In necessaris, unitas. In dubis, libertas. In omnibus, caritas. Parafraseando a S. Agustín, podríamos decir que la unidad es necesaria en lo esencial; el respeto, en lo diferencial; y el amor, en todo. Pentecostés, esa maravillosa irrupción del Espíritu en la Iglesia naciente, es clara manifestación del aprecio que Dios tiene para con las diferencias divergentes. En el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles, versículos del 5 al 13, leemos: “La gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua”. Los congregados recibían la misma y única proclamación del misterio de salvación, dada en Cristo; pero, cada uno lo comprendía desde su propia cultura. San Pablo, en su primera carta a los Corintios, capítulos 11,12 y 13, afirma, con autoridad apostólica, la necesidad obligada que tienen los dirigentes-servidores, de respetar los carismas diferentes, con tal que converjan y construyan la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia. La misma creación, ese maravilloso conjunto de seres diferentes y complementarios a la vez, es manifestación del poder del Espíritu Santo que hace converger hacia la unidad la variedad de sus criaturas. En el caso de seres inteligentes, esa convergencia debe ser consciente y libre. Y es a partir de la libertad consciente de los humanos por la que el Espíritu construye la unidad creciente, hasta que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,28). Cuando, en lo accidental, imponemos por la fuerza nuestros criterios pecamos contra el Espíritu Santo. Para ser colaboradores de la unidad en la diversidad, cabe recordar las siguientes pautas: sinceridad en conocer y valorar, objetiva y amorosamente, las diferencias dadas en personas y acontecimientos; esfuerzo en discernir, a través de un diálogo sereno, lo que hay de positivo y negativo en las diferencias; perseverancia en orar para que el Espíritu del Señor nos ilumine, y así evitemos que el espíritu del mal nos ciegue o encandile. Con éstas y otras pautas más acertadas, será posible que la familia, el grupo, la parroquia... se asemejen a uno de esos maravillosos cuadros clásicos, donde la variedad de colores y conjunto de trazos diferentes consiguen la unidad de la obra. La celebración del misterio de Pentecostés nos invita a contemplar la acción del Espíritu que respeta las diferencias y las integra en la unidad; nos invita a contemplar y a agradecer su acción misteriosa y eficaz que tiende a congregar en la unidad a los hijos dispersos; nos invita también a contemplar, respetar y colaborar con el Espíritu, para congregar en la unidad aquellos acontecimientos positivos “dispersos” por el mundo actual y por la historia, que, a primera vista y de manera equivocada, nos hubieran podido parecer elementos desintegrantes. Jesús, el ungido (empapado, lleno) por el Espíritu, nos dijo: “El que no está contra nosotros, está por nosotros” (Lc 9, 40). Una persona, quienquiera que sea, que defienda la verdad y haga el bien, está al lado de Cristo, aunque no sea consciente de su cercanía al Maestro. Mayo 1998. Autor: Mons. Ramón Buxarrais