Al hijo no sólo lo asesinaron aquellos labradores malvados. Ni quienes decidieron la muerte de Cristo. Sino que cada vez que despreciamos con nuestras actitudes o actos el Evangelio, también nosotros participamos de la maldad que lleva al inocente a la cruz. Nuestros pecados tiñen de sangre el río de la vida. Es Cuaresma. Es tiempo de conversión. Una conversión que necesariamente debe pasar por el encuentro con Dios. Por el conocimiento de nuestra realidad. Por tener las agallas que nos lleven a enfrentarnos a nuestra realidad y, de esta manera, descubrir que no es oro todo lo que reluce. Que también nosotros, si así fuese el caso, somos capaces de colaborar con el mal.