Noticia Diario de una adicta (XXIX). Miedo Publicado: 08/10/2016: 4156 Pasé todo el día aterrorizada, sin querer ni moverme, y al mediodía mi compañera me trajo un poco de comida y con unas compresas frías alivió los hematomas que tenía en la cara. No bajé a trabajar pues mi aspecto no era muy agradable y tampoco recibí la dosis, así que los síntomas de la abstinencia empezaron a surgir de manera progresiva. Con el cuerpo dolorido, la mente nublada y la ansiedad aumentando, no me encontraba con fuerzas para soportar ni la más mínima molestia. Ninguna compañera quería comprometerse a traerme una papelina por temor a las represalias, y yo cada vez me encontraba peor. ¿Qué me está pasando? No era la idea de soportar el síndrome de abstinencia, lo peor de la situación. ¡En absoluto! Lo que más me dolía era la sensación de alejamiento que percibía de las personas que estaban a mí alrededor, como si fuera una apestada. Era lacerante palpar su indiferencia; el no contar, el no existir, hacía que la soledad ocupara todo mi espacio interior, de tal manera, que no entraba ni el pensamiento del suicidio. ¿Para qué matar una vida que se encuentra agonizando? Durante esta época arranqué de mi alma toda ilusión o esperanza, y me quedé por dentro, como en carne viva. Un sentimiento de culpa me esclavizaba y me producía un incontrolable miedo. Terror y pavor sentía al pensar en relacionarme con alguien, pues cualquier detalle me desencadenaba una angustia honda e intensa. Mi trabajo con los clientes lo desarrollaba como desde una nube en la que me refugiaba, mientras dejaba en libertad mi cuerpo para su trabajo. Mi gran amiga, la verdadera amiga que me apartaba de todo y me proporcionaba los únicos ratos de tranquilidad, paz y alegría era, de nuevo, la droga, Era mi auténtica amante, sin ella no hubiera podido vivir. Se repetía la historia. Algunas compañeras me decían que Juan me hacía chantaje emocional. No lo sé, yo estaba dispuesta a todo para agradarle, pero no había manera; siempre existía una recriminación, un gesto hosco o una desautorización despreciativa. Tampoco él intentaba corregirme o se dirigía a mí para decirme en qué fallaba, simplemente resaltaba cualquier error por más imperceptible que fuera. Era una tortura psicológica, que yo hubiera cambiado, sin dudar, por cualquier maltrato físico. No encontraba ninguna luz, y eso que intentaba por todos los medios hablar con él, pero siempre tenía algo que hacer.