NoticiaSagrada Escritura Ponencia: «La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia» Publicado: 09/02/2011: 5268 • Ponencia de Luis Francisco Ladaria Ferrer De dos maneras se puede entender el enunciado del tema que se me ha propuesto. Lo que el Magisterio de la Iglesia ha dicho sobre la Sagrada Escritura o las relaciones que existen entre una u otro. En realidad los dos aspectos están en íntima relación y no se pueden tratar el uno sin el otro. Por tanto estudiaremos las dos cuestiones en su conexión mutua El canon de las Escrituras Trataremos en primer lugar de una cuestión en la que la interrelación de Escritura y Magisterio, sin olvidar la Tradición, aparece clara: la fijación del canon de las Escrituras. La importancia decisiva de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia y en concreto como la fuente y la base de su doctrina y de su fe ha sido algo de hecho incuestionado e incuestionable desde los primeros momentos de la Iglesia naciente. Los primeros cristianos aceptan como algo normativo también para ellos el cuerpo que ahora nosotros llamamos el Antiguo Testamento. Nuestro "Nuevo Testamento" es prueba de ello. Es convicción de la iglesia apostólica que a partir de Cristo se entienden las Escrituras de Israel de un modo más completo, pero también, por otra parte, ellas prestan una ayuda decisiva a la comprensión de Cristo en cuanto ofrecen un marco para interpretar su figura y su obra salvadora. Cristo se coloca por una parte en continuidad con el Antiguo Testamento, pero por otra significa una radical novedad en cuanto lo trasciende. En todo caso el cristianismo naciente ha recibido de la fe de Israel la idea de un cuerpo de escritos que posee una autoridad normativa. La vida espontánea va siempre por delante de la reflexión. Antes de que se forme explícitamente la idea de un "Nuevo" Testamento que se coloca al lado de los Escritos de Israel los Padres y escritores eclesiásticos empiezan a citar también, atribuyéndoles autoridad, los Evangelios y los escritos apostólicos. Ya la segunda carta de Pedro (2 Pe 3,16) nos ofrece un testimonio importante al mencionar un grupo de escritos, las cartas paulinas, que son colocadas al mismo nivel que las "otras Escrituras": «...como en todas las cartas en las que habla de estas cosas. En estas hay algunas cosas difíciles de comprender, que los ignorantes y los inciertos desvían, al igual que las otras Escrituras, para su perdición». Ya los Padres apostólicos parecen dar testimonio de un cuerpo que se ha recibido y al que no se puede quitar ni añadir nadase han de cumplir los mandamientos del Señor[1] (Did. 4,13; 8,8, controlar). En los finales del siglo II y comienzos del III los padres y escritores eclesiásticos de primera importancia (Ireneo, Tertuliano, Clemente Alejandrino) conocen y citan, reconociéndoles normatividad, prácticamente todos los escritos del corpus neotestamentario. Se considera de gran importancia el llamado fragmento de Muratori, que se considera comúnmente de finales del siglo II, que conoce ya casi todos los escritos de nuestro Nuevo Testamento (faltan Hebreos, las dos cartas de Pedro, una de Juan, Santiago). No tratamos ahora de la historia del canon. Sino sólo de ver cómo desde los primeros siglos del cristianismo se ha ido completando la idea de la Sagrada Escritura, añadiendo a los libros que constituyen nuestro actual Antiguo Testamento los que forman el "Nuevo". En los comienzos del siglo III se usa ya esta denominación[2]. En el siglo IV Atanasio (año 367) nos ofrece ya el canon que conocemos y que con diversas vicisitudes que no podemos exponer ha llegado hasta la fijación del mismo en los concilios de Florencia y de Trento (cf. DH 1335; 1502-1503). Es un primer elemento que necesariamente tenemos que señalar cuando tratamos del la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia. La Iglesia nos ha dicho autoritativamente qué escritos, distribuidos en Antiguo y Nuevo Testamento (conc. de Trento) considera Sagrada Escritura. Esto quiere decir, solamente en la Iglesia y a partir de su decisión sabemos lo que es la Sagrada Escritura, bajo cuya autoridad la Iglesia misma se coloca. La acción del Espíritu ha guiado al reconocimiento del carácter sacro de estos escritos, en particular de su inspiración. El primer paso es: la Iglesia y la Escritura no se entienden la una sin la otra. Ya diferentes intervenciones magisteriales de los primeros siglos, a partir de los años finales del siglo IV, enumeran los libros que la Iglesia recibe del Antiguo y del Nuevo Testamento[3] La fijación del canon parte de un principio fundamental: los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento tienen a Dios como autor. Según el concilio de Florencia el mismo único Dios es el autor de la Ley, de los Profetas y del Evangelio, ya que los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento han hablado bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo (DH 1334). Estas pocas pero decisivas indicaciones son recogidas un siglo más tarde por el concilio de Trento, en un contexto nuevo, en el que junto al valor de la Escritura se había de poner también de relieve la importancia de la Tradición de la Iglesia, cuestionada por los Reformadores. Todo ello para que se conserve en la Iglesia la "puritas Evangelii", la pureza del evangelio[4]; éste había sido prometido por los profetas, promulgado por Jesucristo, que después ordenó a sus apóstoles predicarlo a toda criatura como fuente de la verdad y la disciplina de las costumbres. Y esta verdad y disciplina se contienen en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que los apóstoles han recibido de la boca del mismo Cristo o nos han sido entregadas por los mismos apóstoles "Spiritu Santo dictante", bajo el dictado del Espíritu Santo. Todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, repetirá todavía el Concilio, tienen a Dios como autor. Las tradiciones que se refieren a la fe o a las costumbres, bien porque vienen de la palabra de Cristo, bien porque han sido dictadas por el Espíritu Santo, son acogidas con igual afecto y reverencia (pari pietatis affectu). Junto a esta mención de la tradición, que ha dado lugar a problemas de solución difícil, el concilio de Trento aborda el problema de la interpretación de la Sagrada Escritura: es la Iglesia la que debe juzgar acerca de la interpretación de las Escrituras, a nadie le es lícito interpretarlas contra el sentir de la Iglesia o contra el unánime consenso de los Padres. Es clara la intención antiprotestante. Si la Escritura nos es entregada por la Iglesia ella es también la encargada de interpretarla. La "Iglesia", dice el concilio de Trento, sin ulteriores distinciones. En tiempos posteriores se va a matizar más. El Magisterio de la Iglesia y la interpretación de las Escrituras Vemos que junto a la autoridad magisterial de la que Trento hace uso para la fijación del canon se nos habla también de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras. Tienen que pasar varios siglos antes de que el magisterio vuelva a ocuparse de cuestiones directamente relacionadas con la Sagrada Escritura, su valor y su sentido. En relación con los problemas relacionados con los descubrimientos científicos y con la mentalidad de la Ilustración las de la interpretación de la Escritura, de su valor histórico aparecerán bajo una nueva luz. Y también se va a profundizar en la función y el sentido del "magisterio", palabra que, en el uso actual, entró en documentos oficiales solamente a principios del s. XIX[5]. Gregorio XVI la usa en una encíclica a los católicos de Suiza en 1835 en la cual significativamente dice: «La Iglesia dispone, por institución divina, de un poder ... de magisterio para enseñar y definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras sin peligro de error». Definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras van juntos. No deja de ser significativo que, cuando se introduce el término de "magisterio" para dar un nombre a una función, que ciertamente se había ejercido desde hacía muchos siglos, se mencione de manera explícita la interpretación de las Escrituras sin error. Se ha dado una precisión respecto a la indicación más genérica del concilio de Trento, que decía simplemente "la Iglesia". Las declaraciones del concilio de Trento son retomadas tres siglos más tarde por el concilio Vaticano I. Las afirmaciones del concilio sobre la Sagrada Escritura se encuentran en la constitución dogmática Dei Filius de fide catholica, y, dentro de ella, en el capítulo dedicado a la revelación. Afirmado que Dios puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas, se añade enseguida que, por su sabiduría y su bondad, Dios se ha complacido en revelarse a sí mismo y los decretos de su voluntad a los hombres de una manera sobrenatural. Esta revelación no es en modo alguno necesaria, pero Dios ha ordenado al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a la participación en los bienes divinos que superan toda humana inteligencia. Esta revelación, se nos dice, se contiene en los libros escritos y en las tradiciones que recibidas por los apóstoles de la boca de Cristo o recibidas por los apóstoles por el dictado del Espíritu Santo han llegado hasta nosotros[6]. Los libros a los que el Concilio se refiere son los del Antiguo y Nuevo Testamento en todas sus partes, tal como el concilio de Trento los enumera. La Iglesia tiene estos libros por sagrados y canónicos no porque hayan sido aprobados por su autoridad siendo una obra humana, ni tampoco solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la Iglesia ("...Spiritu Santo inspirante conscripti Deum habent auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt"). La formulación se ha hecho clásica, y ha sido repetida desde entonces en multitud de ocasiones. De nuevo la relación entre la Escritura y la Iglesia es puesta de relieve. Solamente ésta puede reconocer un libro como inspirado. El concilio Vaticano I ha vuelto a referirse al concilio de Trento al tratar de la interpretación de la Sagrada Escritura. El sentido de la misma es el que siempre retuvo y retiene la Iglesia (tenuit ac tenet). Nadie puede interpretar la Escritura contra este sentido o contra el unánime sentir de los Padres. Novedad respecto de Trento es la inserción de estas referencias en el contexto más amplio de la "revelación". el concilio de Trento habló simplemente de los libros sagrados y las tradiciones. Ahora, en el siglo XIX, ya el término revelación ha adquirido carta de naturaleza. No existía todavía como término técnico en el sentido en que lo usamos ahora en el s. XVI. Fue usado por vez primera por el magisterio en el año 1835, por Gregorio XVI (cf. DH 2739), y después de él lo usó también Pío IX ya mucho antes del Vaticano I (enc. "Quam pluribus" de 1946; cf. DH 2777; 2781)[7]. La cuestión de la Sagrada Escritura ha sido afrontada en tiempos posteriores en diversas encíclicas, empezando por la "Providentissimus Deus" de León XIII, del año 1893. Es la primera respuesta del magisterio a la exégesis liberal, aunque ya alguna pequeña alusión se había hecho en el concilio Vaticano I al problema de la historicidad de los milagros que algunos negaban o cuestionaban[8]. El comienzo de la encíclica, inspirado en los primeros versículos de la carta a los Hebreos, recuerda que Dios, después de haber hablado por los profetas y por sí mismo, nos ha dado la Escritura canónica, como una carta que el Padre celestial escribe a sus hijos que están lejos de la patria[9]. El Papa recuerda los principios fundamentales para la recta interpretación de la Escritura siguiendo lo establecido en el concilio de Trento que fueron a su vez recogidos en el Vaticano I, es decir que a nadie le es lícito interpretar la Escritura contra el sentido que le ha dado la Iglesia y contra el unánime consenso de los Padres[10]. Dios ha puesto las Escrituras en las manos de la Iglesia, y para su interpretación recibimos de ella una guía infalible. En aquellos en los que se perpetúa la sucesión apostólica tenemos la exposición segura de las Escrituras[11]. Esto no quiere decir que la Iglesia coarte la investigación en la ciencia bíblica, sino que más bien ayuda a su progreso en cuanto la protege del error. El espacio para la labor del estudioso es muy amplio en los campos en los cuales la Iglesia no se ha pronunciado definitivamente y su investigación puede contribuir a que la Iglesia pueda pronunciarse con su autoridad. Por otra parte incluso en aquellos puntos en los que hay un juicio definitivo, cabe también un progreso en cuanto siempre se puede proponer una explicación más clara o más ingeniosa (cf. DH 3282). No faltan reglas detalladas sobre la interpretación de los libros sacros. No me detendré en los particulares. Pongo solamente de relieve que se indica, citando a san Agustín, que los escritores sagrados o más bien el Espíritu Santo que ha hablado mediante ellos, no quiso enseñar a los hombres las cuestiones relativas a la constitución de las cosas visibles, ya que estos conocimientos "en nada aprovechan para la salvación"[12]. Fundamental en la interpretación de la Escritura es el sentido literal de la misma, pero a veces éste no es suficiente dada la sublimidad del pensamiento, en estos casos el mismo sentido literal llama en auxilio otros sentidos, que sirven para esclarecer la doctrina o para fortificar los preceptos morales[13]. El valor histórico de la Escritura ha de ser establecido con firmeza, porque a partir de él se puede afirmar con certeza la divinidad de Cristo, su misión, la institución de la Iglesia, el primado de Pedro, etc.[14]. Esta dimensión apologética es por tanto para el papa León XIII de capital importancia. No es legítimo reducir el ámbito de la inspiración y de la inerrancia de la Escritura a lo que se refiere explícitamente a la fe y las costumbres, dejando de lado todo lo demás. Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, en todas sus partes, "Spiritu Sancto dictante conscripti sunt" (DH 3292), de tal manera que se excluye todo error, ya que Dios, que es la suma verdad, no puede ser autor de ningún error (ib.). En efecto, siguiendo las afirmaciones conciliares que ya conocemos, se repite que los libros del antiguo y del Nuevo Testamento tienen a Dios como autor. El Espíritu Santo se ha servido de hombres como instrumentos, de manera que con una fuerza sobrenatural les movió a escribir y les asistió mientras escribían para que no concibieran en su mente ninguna otra cosa sino lo que él mismo ordenaba y lo expresaran con verdad infalible. De otro modo no sería el autor de las Escrituras. Los Padres han profesado unánimemente «libros eos et integros et per partes a divino aeque esse afflatu. Deumque ipsum, per sacros auctores elocutum, nihil admodum a veritate alienum ponere potuisse» (DH 3293). Notemos por último que León XIII ha utilizado una frase que ha hecho fortuna: la Sagrada Escritura debe ser como el alma de toda la teología[15]. La repetirá Benedicto XV y luego la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II, como habrá ocasión de indicar. No entramos en el análisis detallado de las diferentes respuestas que la Pontificia Comisión Bíblica dio entre los años 1903-1915[16]. Se refieren sustancialmente a la historicidad de la Escritura y a la autenticidad de diferentes escritos bíblicos, es decir, a la real pertenencia a los autores a los que tradicionalmente se atribuyen. Con el pontificado de Benedicto XV termina esta serie de respuestas de la Comisión Bíblica a las diferentes cuestiones históricas que se planeaban. Ciertamente la mentalidad que prevalecía en aquel momento era la apologética. El Papa reafirma la doctrina ya expuesta en el concilio Vaticano I con las mismas palabras allí utilizadas. La Iglesia ha mantenido siempre firmemente que «libros sacros Spiritu sancto inspirante conscriptos Deum habere auctorem atque ut tales ipsi Ecclesiae traditos esse». Por otra parte si es verdad que los libros de la Escritura han sido escritos «Spiritu sancto inspirante vel suggerente vel insinuante vel etiam dictante», como escritos por él mismo, no obstante tampoco hay que dudar de que los autores humanos, cada uno según su naturaleza y su ingenio, han llevado a cabo su obra libremente, con la inspiración divina (cf. DH 3560). Junto al autor divino aparece la importancia del autor humano. La doctrina magisterial sobre la Sagrada Escritura se enriquece notablemente con esta nueva perspectiva. Las consecuencias que de ahí se seguirán para la interpretación de la Escritura serán notables. Efectivamente se pone de relieve la importancia decisiva del autor humano de la Escritura, que en los textos hasta ahora citados había quedado un tanto en la penumbra. Se progresa lentamente en la conciencia de que no sólo la inspiración es importante en el conocimiento de la que es la Escritura, sino que también se ha de tener presente al autor humano que, inspirado por Dios, ha actuado libremente según su índole y su ingenio propio. En esta misma línea se afirma que hay que considerar la acción de Dios en cada autor sagrado. Se basa el Papa en la doctrina de la inspiración de san Jerónimo, que, según sus palabras, afirma que «Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve además su voluntad y le impele a escribir; finalmente le asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro» (3651). No basta reducir la inerrancia o la exclusión del error al elemento primario o religioso de los libros sacros, como si lo que no pertenece a él hubiera sido escrito simplemente por el autor sagrado, Dios únicamente lo hubiera permitido y lo hubiera dejado a la debilidad del autor humano. Frente a esta opinión mantiene Benedicto XV la idea de León XIII, que decía que era importante lo que Dios había dicho y no sólo el motivo por el que lo había dicho. Si la inspiración se extiende a todos los libros de la Biblia no se puede pensar que haya ningún error en el texto inspirado (cf. DH 3652)[17]. No se puede trasladar por otra parte a los hechos históricos el principio que se aplica a las cosas naturales (in physicis), es decir, que los hagiógrafos han hablado de ellas según lo que aparecía a sus ojos. Los eventos históricos les eran conocidos directamente. Importante tener presente que aparece en esta encíclica la noción de los "géneros literarios" (genera litterarum ) de la que se hará amplio uso en tiempos posteriores, aunque ciertamente en un sentido más positivo que el que aquí se utiliza. Se pretende hallar en la Biblia, afirma Benedicto XV, algunos géneros literarios con los que no puede concordar la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina (cf .DH 3654). La encíclica habla también de las diferentes maneras de aproximación al texto bíblico: la lectura espiritual, la lectura exegética, el ministerio de la palabra. En cuanto al estudio exegético se indica que no se puede oponer la riqueza del sentido espiritual a la "pobreza" del sentido histórico. Es con la base del sentido literal e histórico como se puede acceder al sentido pleno. Una cierta reserva se expresa en relación con el uso de la alegoría, que se va a confirmar en una carta de la Comisión bíblica en 1941, aprobada por el papa Pío XII (DH 3792-3793), que indica que el uso de la alegoría fue un exceso grave de la escuela alejandrina querer encontrar en todas partes un sentido simbólico, «incluso en perjuicio del sentido literal e histórico». Todos los sentidos se fundan sobre el literal, como ya enseñaba santo Tomás. Se citan en el mismo sentido los textos a que ya nos hemos referido de León XIII y de Benedicto XVI. La exégesis científica y la lectura espiritual de la Escritura no pueden contraponerse[18]. La encícilica Divino afflante Spiritu, del año 1943 dio un nuevo impulso al estudio de la Sagrada Escritura de manera que ésta fuera cada vez mejor conocida por todo el pueblo de Dios y para alimentar la vida de los cristianos[19]. En efecto, al final de la misma el Papa alude a los tiempos difíciles de la guerra en que la encíclica fue publicada y se refiere a la palabra de Dios como consolación de los afligidos y camino de la justicia para todos. Pío XII se coloca en la línea de los documentos anteriores al señalar que la primera tarea que se impone al exégeta católico es la de exponer el sentido de los libros sagrados. Por ello su primera preocupación ha de ser la de establecer y exponer el sentido literal de la Escritura, usando del conocimiento de las lenguas, de la comparación con otros pasajes. Pero no se puede olvidar otro elemento que ya ha aparecido diversas veces en nuestra exposición: la custodia y la interpretación de la Sagrada Escritura han sido confiadas a la Iglesia, y por ello han de tener presentes las interpretaciones del magisterio de la Iglesia y los Santos Padres, y la "analogía de la fe", de la cual había ya hablado León XIII[20]. Junto con las cuestiones que atañen a la arqueología, a la historia o a la filología, el exégeta debe también tener en cuenta la teología de los libros sagrados, de manera que los estudios sobre la Escritura ayuden a elevar la mente a Dios. No se puede excluir del estudio de la Sagrada Escritura el sentido "espiritual", ya que las cosas dichas o hechas en el Antiguo Testamento al mismo tiempo prefiguraban de manera espiritual las que iban a realizarse en la Nueva Alianza de la gracia. Por lo tanto, a la vez que se ha de hallar y exponer el sentido literal de las palabras, se ha de hacer lo mismo con el sentido espiritual, pero con una clara advertencia: ha de constar debidamente que éste fue dado por Dios, no se deja esta exposición a la iniciativa de cada uno. Solamente Dios pudo conocer y revelarnos el sentido espiritual. En los evangelios el mismo Salvador nos enseña este sentido, como también los Apóstoles, la doctrina de la Iglesia y el uso de la liturgia. Se debe por tanto proponer este sentido espiritual, pero con atención a no proponer otros sentidos traslaticios (cf. DH 3828). A la clara aceptación y afirmación del sentido espiritual de la Escritura, en particular del Antiguo Testamento, acompaña una invitación a la cautela. Efectivamente, sería fácil el engaño en una cuestión en la que se puede mezclar fácilmente la imaginación personal. La advertencia de la Comisión Bíblica de unos años antes tenía su concreta razón de ser en alguna exageración precisa. Los teólogos y exégetas católicos, e incluso el mismo magisterio, han vuelto a hablar en tiempos posteriores el sentido espiritual de la Escritura e incluso el mismo Magisterio ha hecho uso de la expresión y ha dado claras indicaciones al respecto[21]. El Papa Pío XII señala igualmente que las cuestiones de la inspiración de la Escritura han sido estudiadas por los teólogos católicos últimamente de modo más apropiado y perfecto de lo que se había hecho con anterioridad. Hemos visto mencionada la noción de los "géneros literarios" en la encíclica Spiritus Paraclitus de Benedicto XV, en una breve alusión que parece tener tintes negativos. Pío XII más de veinte años después, vuelve sobre el tema con mucha más amplitud. Se señala que no hay que descuidar la luz que viene de las investigaciones modernas acerca del hagiógrafo, las condiciones de su vida, para mejor determinar lo que quiso decir (cf. DH 3829). Hace falta que de algún modo el exégeta se remonte en un cierto sentido a aquellos lejanos tiempos para que ayudándose de la arqueología, de la historia, de la etnología y de las otras ciencias discierna los géneros literarios que los autores han empleado. «Los antiguos orientales no siempre empleaban, para expresar sus conceptos, las mismas formas y el mismo estilo que nosotros hoy, sino aquellas que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exégeta no lo puede establecer como de antemano, sino solo por la cuidadosa investigación de las antiguas literaturas de Oriente» (DH 3830). Precisamente para subrayar la necesidad de atender a las circunstancias en que el autor humano de la Sagrada Escritura ha vivido y se ha expresado establece una analogía con el misterio de la encarnación: «De la misma manera que el Verbo sustancial de Dios se ha hecho en todo semejante a los hombres, 'excepto el pecado' (Heb. 4,15), así las palabras de Dios, expresadas en lengua humana, son en todo semejantes al lenguaje humano, exceptuado el error. Se trata de la synkatabasis de la Providencia divina...»[22]. Volveremos a encontrar la idea en la constitución dogmática Dei Verbum del concilio Vaticano II. El Papa Pío XII no deja de hacer referencia a la dificultad del trabajo exegético y por consiguiente advierte que sería poco prudente por parte de los hijos de la Iglesia rechazar o tener por sospechoso todo lo nuevo que los exégetas pueden proponer. Éstos según el Pontífice gozan de un amplio espacio de libertad: «...de lo mucho que en los libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos son muy pocas las cosas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia y no son tampoco más aquellas en que unánimemente convienen los Padres. Quedan, pues, muchas y muy graves cosas en cuyo examen y exposición puede y debe ejercitarse libremente el ingenio y la agudeza de los intérpretes católicos...» (DH 3831). La encíclica de Pío XII confirma por tanto cuanto se ha dicho previamente acerca de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras y la importancia del consenso de los Padres, pero añade la constatación de hecho de que son relativamente pocos los puntos que los que se ha dado un pronunciamiento de la autoridad o en los que se puede constatar un acuerdo unánime de los Padres. No se quiere frenar la investigación bíblica, sino más bien estimularla para que se desarrolle en libertad. En una continuidad básica los acentos no siempre se colocan de la misma manera. El magisterio de la Iglesia es "vivo", y esto quiere decir entre otras cosas que tiene en cuenta los diferentes momentos y circunstancias en que se ejercita. El concilio Vaticano II. La constitución dogmática "Dei Verbum" El concilio Vaticano II ha tratado del valor de la Sagrada Escritura en el contexto de la teología de la revelación. Ha seguido en esto la pauta del concilio Vaticano II en el cap. 2 de la constitución dogmática "Dei Filius" de fide católica, aunque con un desarrollo muchísimo mayor. Me referiré solamente a lo que en la Dei Verbum se dice explícitamente sobre la Sagrada Escritura, teniendo presente por supuesto el contexto, para mantener nuestra exposición en límites razonables. Tengamos presente ante todo que para el Vaticano II, que sigue la ininterrumpida tradición de la Iglesia, la revelación divina, que tiene una larga historia, encuentra en Cristo su plenitud. En él de manera máxima Dios se manifiesta y se comunica a sí mismo y los eternos decretos de su voluntad para la salvación de los hombres. Presupuestas estas afirmaciones fundamentales se indica que esta revelación ha de transmitirse a los hombres de todas las edades, «lo cual fue realizado fielmente tanto por los apóstoles, que en la predicación oral comunicaron... lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia o por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como por aquellos apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación» (DV 7). Esta transmisión empieza con la predicación de los Apóstoles y continúa con sus sucesores que ellos han dejado para que se mantuviera siempre vivo e íntegro el Evangelio. Por tanto, continúa el Concilio, «la predicación apostólica, que se expresa de modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua» (DV 8). No es ahora el caso de entrar en la compleja noción de tradición que el Concilio expone y que se halla en una íntima relación con la Escritura. Surgen de una misma fuente y tiene un mismo fin. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios (locutio Dei) en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (divino afflante Spiritu). La Sagrada Tradición transmite íntegramente la palabra de Dios confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles a los sucesores de éstos, para que, con la luz del Espíritu de la verdad, la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación...» (DV 9). Se ha hablado de la Escritura como locutio Dei, y esta expresión se usa solo con referencia a ella. En cambio se habla a continuación de la Escritura y la Tradición como de un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, encomendado a la Iglesia (DV 10). Y a la vez a continuación se habla de la palabra de Dios escrita o transmitida (verbum Dei scriptum vel traditum), cuya interpretación ha sido confiada al Magisterio vivo de la Iglesia. Hay por tanto una noción amplia de palabra de Dios que no se usa solamente para la Escritura, sino que abraza también la Tradición. Pero solamente respecto de la Escritura se dice directamente que es palabra de Dios[23]. Afloran los temas ya conocidos: la Escritura (y la tradición) ha sido confiada a la Iglesia y por consiguiente su interpretación no es un asunto privado; sólo el Magisterio de la Iglesia es intérprete auténtico de la misma. El magisterio no está por encima de la palabra de Dios sino que, con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad (pie audit), la custodia santamente (sancte custodit) y la expone con fidelidad (fideliter exponit). Tenemos aquí una indicación clara no solamente de lo que el Magisterio dice acerca de la Sagrada Escritura, sino también de cómo se relaciona respecto a ella. Sólo de este depósito de la fe saca lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer (cf. DV 10). Esta doctrina se encuentra ya explicitada en el Vaticano I (cf. DH 3011). En efecto, esta es la fórmula que se ha usado en los últimos tiempos en las definiciones dogmáticas: la verdad que se propone se presenta efectivamente a la Iglesia como revelada por Dios (cf. p. ej. DH 3903, definición de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos; ya 3073, definición de la infalibilidad pontificia en el concilio Vaticano I)[24]. La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia están unidos entre sí de manera que no tienen consistencia cada uno de ellos sin los otros. En esta interacción contribuyen los tres, cada uno a su modo, a la salvación, bajo la acción del Espíritu. Esta unión y articulación de estos tres elementos no es difícil de explicar. La Escritura, que de modo eminente es locutio Dei, palabra de Dios nos llega en la Iglesia en la Tradición que proviene de los apóstoles. Esta Tradición no se transmite en la Iglesia sin la acción de los sucesores de los apóstoles, por consiguiente no sin el Magisterio. Se ha señalado antes que "prelados y fieles", es decir, todo el pueblo santo, colaboran en el ejercicio y en la conservación de la fe recibida (DV 10,1). Sobre la relación del Magisterio a la Escritura y a la Tradición comenta Josef Ratzinger: Con este presupuesto habrá que alabar por una parte la expresa mención de la función ministerial del Magisterio como por otra la afirmación de que su primer servicio es el escuchar; que siempre está referido a la recepción oyente de las fuentes, depende de la siempre nueva escucha e interrogación de las mismas, para así verdaderamente poder explicarlas y defenderlas. Defenderlas no en el sentido de la protección..., sino en el sentido de la fidelidad, que rechaza el poder extraño y defiende a la vez el señorío de la palabra de Dios contra el Modernismo y el Tradicionalismo. A la vez la contraposición entre la Iglesia que enseña y la Iglesia que escucha se reduce a su justa medida. En último término toda la Iglesia escucha, y a la vez toda la Iglesia participa en la permanencia en la verdadera doctrina[25]. El primado de la Sagrada Escritura como palabra de Dios está por tanto claramente expresado. El Magisterio se entiende a sí mismo al servicio de esta Palabra que la tradición conserva y transmite. Solamente en función de la garantía de la interpretación auténtica de esta palabra transmitida tiene sentido la función magisterial. Con estos preámbulos, explicados un tanto sumariamente, se pasa a la consideración más explícita de la Sagrada Escritura que es lo que ahora nos interesa en primer lugar. La Iglesia tiene por santos y canónicos todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienes a Dios como autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia. Resuenan aquí sin duda los ecos del texto del Vaticano I al que ya nos hemos referido. Pero a continuación, siguiendo la línea que ya hemos hallado en las últimas encíclicas consideradas, se resalta la importancia del autor humano: «en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres de los que se sirvió (adhibuit) en el uso de sus propias facultades y capacidades, de tal manera que, obrando Dios en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores todo y solo lo que Él quería» (DV 11). La importancia del autor humano se pone de relieve. Los hagiógrafos son verdaderos autores de sus escritos, actúan según sus fuerzas y capacidades. Se abandonan las categorías del "instrumento", o del "dictado", aunque sigue quedando claro que la iniciativa es de Dios, ya que, «todo lo que las autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo. Por ello los libros de la Escritura enseñan sin error la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (ib.)[26]. Solo para nuestra salvación Dios nos ha hablado, «por hombres y en manera humana». Éste es el gran misterio de la Escritura, Palabra de Dios y a la vez palabra humana. De ahí derivan las normas de interpretación de la Escritura que el Concilio propone, siguiendo y profundizando cuanto se había dicho en las precedentes intervenciones pontificias. Buscar qué quisieron decir los hagiógrafos, conocer los géneros literarios, ya que la verdad se propone de modo diverso en los textos históricos, poéticos, proféticos, etc. (cf. DV 12). En este punto se da una notable precisión respecto a las afirmaciones anteriores. Según san Agustín la Escritura ha de ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con que se escribió[27]; por ello hay que atender a la unidad de la Escritura y a la Tradición viva de la Iglesia y a la analogía de la fe[28]. El tema es importante para nuestro cometido. La interpretación de una afirmación concreta no puede hacerse sin tener en cuenta el conjunto de la revelación. Una afirmación se entiende así a la luz de las otras. Y con el crecimiento y el progreso de la tradición que tiene su rigen en los apóstoles (cf. DV 8), progresa también la inteligencia de las Escrituras. En este proceso, en el que toda la Iglesia está implicada, ejerce el magisterio una función irremplazable. «[La Tradición] va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón (cf. Lc 2,19.51); ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales; ya por el anuncio de aquellos con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad[29]» (DV 8). El magisterio tiene por tanto un papel decisivo en el crecimiento de la inteligencia de la revelación que la predicación apostólica nos ha trasmitido. Esta predicación apostólica se expresa de modo especial en los libros inspirados, «in inspiratis libris speciali modo exprimitur» (DV 8). No es de extrañar por ello que el estudio de la Escritura se vea en relación con el crecimiento en la inteligencia de la revelación, que adquiere su manifestación más alta en los juicios definitivos que la Iglesia en su magisterio debe madurar. Con el estudio de los exégetas debe ir formándose y madurando el juicio de la Iglesia. «Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia que cumple el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la palabra de Dios (verbi Dei servandi et interpretandi)» (DV 12)[30]. De nuevo aquí la palabra de Dios se refiere explícitamente a la Escritura. Y con claridad todavía mayor nos dice Verbum Domini: «Aunque el Verbo de Dios precede y excede la Sagrada Escritura, con todo ésta, en cuanto inspirada por Dios, contiene la Palabra divina (cf. 2Tm 3,16) 'en modo del todo singular'» (VD 17)[31]. Función del magisterio no es solo interpretarla, sino conservarla. Esta es una acción fundamental del munus docendi, que ha de tener siempre esta palabra como punto de referencia. Un punto de referencia que reenvía siempre a Jesús, en quien la revelación ha alcanzado su plenitud y que es la palabra por excelencia[32]. En efecto, de nuevo, como ya Divino afflante Spiritu, también Dei Verbum habla de la condescendencia de la sabiduría divina, para que conozcamos la benignidad de Dios. «Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas, se han hecho semejantes al lenguaje humano, como en otro tiempo, el Verbo del Padre eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13). Esta analogía con la encarnación usada ya por Pío XII, fue recogida de nuevo en el discurso de Juan Pablo II a la Pontificia Comisión Bíblica del año 1993, precisamente para celebrar el 50 aniversario de este último documento[33]. Siguiendo esta misma analogía de la encarnación, y ampliándola a su vez a la Eucaristía, - una analogía que no se podría reducir a una total equiparación - indica el Concilio Vaticano II que la Iglesia distribuye a los fieles el pan de la vida de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia[34]. Las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los profetas y de los apóstoles. Por ello toda la predicación se debe regir por ella. Evidentemente algo semejante se puede decir respecto del Magisterio: también este, como la predicación, debe hacer resonar la voz del Espíritu, aunque aquí este aspecto no se mencione explícitamente. En este contexto es de decisiva importancia la recomendación que la misma constitución hace acerca del uso de la Escritura en la teología: «Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios, y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios (vere Dei verbum sunt); por consiguiente el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la sagrada teología» (DV 24)[35]. No se dice que la Sagrada Escritura deba ser el alma del Magisterio. Pero tenemos elementos para descubrir en este sentido alguna analogía con lo que se dice respecto de la teología: en efecto, el Magisterio y la teología tienen en la Iglesia funciones diversas y bien delimitadas. Pero a la vez hay entre ellos notables analogías. La Comisión Teológica Internacional señaló ya en 1975, junto a las evidentes diferencias, algunos elementos comunes[36]. Así, ambos tienen en común la tarea de conservar el depósito sagrado de la revelación, penetrarlo más profundamente, exponerlo, enseñarlo, defenderlo. Este servicio implica, ante todo, salvaguardar la certeza de la fe. Por otro lado teología y magisterio están al servicio de la Palabra de Dios; así se indica siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II. Señala también la Comisión Teológica que el Magisterio y la teología deben atender al sentido de la fe, que posee todo el pueblo de Dios, en la concordia entre los pastores y los fieles. Es evidente el reclamo al concilio Vaticano II, Lumen Gentium,12: «La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. Jn 2,20.27) no puede fallar en su creencia, y manifiesta esta peculiar propiedad suya mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando 'desde los obispos hasta los últimos fieles laicos'[37] muestra el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fielmente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios...». Igualmente la atención a la Tradición es necesaria, puesto que «ni el magisterio ni la teología tienen derecho a desatender las huellas que la fe ha dejado en la historia de la salvación del pueblo de Dios»[38]. Establecidos estos elementos comunes del Magisterio y la Teología se podría por tanto de alguna manera hablar de la Sagrada Escritura como "alma del Magisterio", analógicamente. Y si tenemos presente los principales momentos de la historia nos damos cuenta de que esto con frecuencia ha sido así. Nos hemos referido ya a los primeros concilios. Lo mismo podemos decir de muchos de los grandes documentos del magisterio en todos los momentos de la historia. Pienso por ejemplo en uno de los grandes documentos del concilio de Trento, su decreto sobre la justificación (cf. DH 1520-1583). Es evidente que, muchas veces, por la preocupación de una precisión doctrinal y conceptual en las formulaciones dogmáticas esta inspiración bíblica no parece tan evidente. Pero esto no quiere decir que esté ausente. Ciertamente encontramos esta inspiración bíblica bien clara y manifiesta en las últimas intervenciones magisteriales importantes, sobre todo a partir del concilio Vaticano II. El Magisterio no se sobrepone nunca a la palabra de Dios que tiene la función de interpretar para el bien de toda la Iglesia, ni quiere tampoco sustituirla. No dejan de ser elocuentes las palabras con que se concluye la constitución dogmática Dei Verbum (n. 26): «Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados la palabra de Dios se difunda y resplandezca (2 Tes 3,1), y el tesoro de la revelación confiado a la Iglesia llene más y más los corazones de los hombres. Como la vida de la Iglesia recibe su incremento de la asidua frecuentación del misterio eucarístico, así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que permanece para siempre (Is 40,8; cf. 1 Pe 1,23-25)». La necesaria interacción de Escritura y Magisterio no cuestiona en ningún modo el primado de la primera. Este primado aparece con toda claridad en la liturgia de la Iglesia. El valor que la Iglesia atribuye a la Escritura y su importancia en la vida de la Iglesia se encuentra resumido en Verbum Domini 7, que después de haber explicado los diversos sentidos de la expresión "palabra de Dios", comenzando por el primero y principal, el cristológico, añade: «Todo esto nos hace comprender por qué en la Iglesia veneramos en gran manera las Sagradas Escrituras, aunque la fe cristiana no es una "religión del libro". El cristianismo es la "religión de la palabra de Dios", no de "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente" (San Bernardo). Por tanto la Escritura ha de ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios siguiendo la Tradición apostólica de la cual es inseparable». En relación con la Palabra de Dios por antonomasia que es Jesucristo adquiere la Sagrada Escritura todo su valor. Como dice san Jerónimo, la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo[39]. De ahí que el Magisterio de la Iglesia, cuya autoridad deriva de la que Cristo mismo dio a sus apóstoles, tenga como misión fundamental en la fidelidad a Cristo la fidelidad a la Escritura que da testimonio de él, para el bien de toda la Iglesia. La extensión de la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini a la que ya en diversas ocasiones nos hemos referido hace imposible un resumen, ni siquiera sumario, de la misma. Ponemos de relieve que se coloca en la línea de los documentos anteriores, subrayando de modo especial el sentido cristológico de la palabra de Dios. Jesucristo, culmen de la revelación, es la palabra por excelencia. A partir del evento de la encarnación tiene sentido hablar de la palabra de Dios que es a la vez palabra humana en la Sagrada Escritura[40]. Se insiste igualmente en la hermenéutica de la Sagrada Escritura que se ha de hacer ante todo en la vida de la Iglesia[41]. Vuelve también Benedicto XVI sobre los diferentes sentidos de la Escritura, y de la articulación necesaria entre el sentido literal y el sentido espiritual del texto; este último es el sentido de los textos bíblicos cuando son leídos bajo el influjo del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él surge[42]. En esta misma línea se trata de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento; ésta es la del cumplimiento del Antiguo en la muerte y resurrección de Cristo, según un triple movimiento: la continuidad, la ruptura y la superación. El Antiguo Testamento conserva siempre en sí mismo su propio valor como revelación, ya que el Nuevo lo reconoce como Palabra de Dios. La Iglesia ha debido oponerse siempre al "marcionismo recurrente". Pero por otra parte la lectura cristológica es originalmente cristiana: en las obras del Antiguo Testamento se descubren prefiguraciones de cuanto Dios ha cumplido en el Hijo encarnado (tipología)[43]. La relación entre ambos testamentos se expresa en la famosa frase de san Agustín que ya se encuentra citada en la constitución dogmática Dei Verbum : el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y el Antiguo se encuentra manifestado en el Nuevo[44]. La unidad de la Escritura y el Magisterio de la Iglesia Cualquier intervención magisterial, y en particular las definiciones dogmáticas, deben referirse a la revelación divina, y, en concreto, como ya hemos tenido ocasión de notar, esto ha sido tenido presente en las últimas intervenciones solemnes y en la reflexión que el magisterio ha hecho sobre sí mismo. Ha surgido el problema de si las formulaciones dogmáticas, que quieren regular el común lenguaje de la fe y señalar los límites de la unidad de la Iglesia, a la vez que trazan la línea para no apartarse de ella, no serían algo opuesto al Nuevo Testamento. En efecto, en este se hallaría una pluralidad de concepciones teológicas que pueden parecer no responder a la exigencia de unidad que el magisterio de la Iglesia presupone. Pero se ha de tener siempre presente que la diversidad de concepciones, evidente por otra parte, que hallamos en el Nuevo Testamento, contienen un vínculo fundamental de unidad, que está en la base de la formación del canon, este vínculo es simplemente la persona misma de Jesús. Él es el objeto de la fe y del anuncio en todos los libros del Nuevo Testamento. En realidad la exigencia de la unidad de los que creen en Cristo se repite muy frecuentemente en el Nuevo Testamento, en escritos de diversas características (cf. Jn 10,16; 17,21-23; 1 Cor 1,12-13; 12, 12-13; Gál 3,28; Ef 4,3-6). Esta exigencia de unidad a la que la Iglesia ha tratado de responder no significa eliminar todas las distinciones y los matices. Lo prueba el hecho de que no tuvo éxito el intento de agrupar en uno los cuatro evangelios (Diatessaron). Pero esto no quita que la necesidad de la unidad no haya sido vista como una consecuencia lógica del mensaje neotestamentario. La misma denominación "las Escrituras" más frecuente en el Nuevo Testamento que el singular "Escritura " (que también aparece, cf. Jn 10,35; Rom 4,3; 1 Pe 2,6) muestra que es el mismo Cristo el que las refiere a la única Palabra[45]. Cuando el Magisterio se preocupa de asegurar la unidad de la fe, especialmente cuando lo hace mediante las "definiciones" dogmáticas no se coloca al margen de la tendencia neotestamentaria y de la exigencia que de ella brota. Las declaraciones magisteriales son una interpretación de la Escritura a partir de la analogía de la fe y no la simple repetición de una u otra de sus formulaciones. El dogma «es el resultado de una escucha histórica de la Escritura: representa un punto de convergencia de diversos testimonios escriturísticos»[46]. El Magisterio de la Iglesia no constituye un principio de unidad independiente de la Escritura. La misma fidelidad a esta última, como quedó ya claro a partir de las controversias cristológicas y trinitarias de los siglos IV y V, no puede reducirse a una repetición literal de las fórmulas que en ella se encuentran. El Magisterio, en sus formulaciones dogmáticas, refleja la unidad de la Escritura, la unidad de la fe, concentra en una expresión o en una fórmula lo que se halla disperso en formulaciones diversas del Nuevo Testamento. Por esto estas fórmulas son vinculantes para nosotros, para el mantenimiento de aquella unidad en la fe que el Nuevo Testamento nos exige. Es esta conciencia de la fidelidad a la verdad revelada la que ha dado lugar al desarrollo de la teología del concilio o del primado del obispo de Roma. Las intervenciones del Magisterio representan un paso más en el proceso de reflexión sobre la fe que ya empezó antes del Nuevo Testamento tal como lo conocemos, y que prosiguió después pero ya con un punto de referencia claro en este último. Este proceso de reflexión aparece "normado" por el Nuevo Testamento, sólo en él puede fundarse la "regula fidei", la regla de la fe que ha dado origen a nuestro Credo. El Nuevo Testamento, en su variedad y en la diversidad de sus escritos, encuentra su unidad en el testimonio de Cristo. Pero es la misma verdad de la Escritura la que queda comprometida cuando a partir de sus formulaciones literales no es posible resolver un problema que se ha planteado en un contexto y en una situación cultural que no responde ya a las circunstancias en las que el Nuevo Testamento ha aparecido. La intervención magisterial en este caso garantiza la recta inteligencia de la Escritura y la unidad de la fe que la misma Escritura exige. De todas maneras, lo hemos indicado ya, el Magisterio nos señala el recto camino para la interpretación de la Sagrada Escritura, pero no puede ni quiere ocupar nunca su lugar. En aquélla y no en éste tenemos el testimonio original de la revelación de Cristo. El Magisterio nos remite siempre a la Escritura y de ella y de la tradición viva de la Iglesia que nos la ha trasmitido ha sacado los contenidos esenciales de su enseñanza. La acción del Espíritu en la interpretación de la Escritura. Hemos aludido ya a la enseñanza de san Agustín, recogida por Dei Verbum, según la cual la Escritura ha de ser leída e interpretada según el mismo Espíritu con el que se escribió. El texto es eco, sin duda, de cuanto encontramos en la segunda carta de Pedro: «Tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede ser interpretada por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» ( 2 Pe 1,20-21). Si el Espíritu Santo ha inspirado a los autores sagrados, se nos enseña, la interpretación de estos textos no es cosa privada. No se nos dice de manera explícita a quién corresponde la interpretación. Pero la mención del Espíritu Santo nos ayuda a responder la cuestión en un sentido eclesiológico. La relación del Espíritu Santo y Iglesia es evidente en la Escritura y en toda la tradición. Ciertamente la Iglesia no tiene ningún tipo de dominio sobre el Espíritu, que es Señor (cf. 2 Cor 3,17), que sopla siempre donde quiere y escapa a todo control humano (cf. Jn 3,8). Pero ella es sin duda el lugar privilegiado, aunque ciertamente no exclusivo, de su acción[47]. En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo suscita los diferentes carismas y dones para la utilidad de todos (cf. 1 Cor 12,4-11). San Ireneo indica con claridad esta relación del Espíritu Santo y la Iglesia: Este es el don confiado a la Iglesia, como el aliento de Dios a su criatura, que le inspiró para que tuviesen vida todos los miembros que lo recibiesen. En éste te halla el don de Cristo la comunicación de Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de incorrupción, confirmación de nuestra fe y escalera para subir a Dios. en efecto, «en la Iglesia Dios puso apóstoles, profetas y maestros» (1 Cor 12,28), y todos los otros efectos del Espíritu. De éste no participan quienes no se unen a la Iglesia, sino que se privan a sí mismos de la vida por su mala doctrina y su pésima conducta. Pues donde está la Iglesia ahí se encuentra el Espíritu de Dios y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia y toda gracia. Porque el Espíritu es la verdad. Por tanto los que no participan de él no reciben del pecho de su madre el alimento de la vida, no reciben nada de la fuente más pura que brota del cuerpo de Cristo[48]. Si el Espíritu actúa preferentemente en la Iglesia y a ésta ha sido confiadas las Escrituras inspiradas por el Espíritu, se entiende sin dificultad que sólo en el Espíritu puede ser comprendida y acogida la Palabra de Dios que hallamos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: «Como la Palabra de Dios viene a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras mediante la acción del Espíritu Santo, así esta Palabra puede ser solamente acogida y comprendida sólo gracias al mismo Espíritu»[49]. Es el Espíritu Santo el que anima la vida de la Iglesia y por tanto la hace capaz de interpretar y entender la Escritura[50]. La Escritura no puede ser leída y comprendida "en la Iglesia", por la acción del Espíritu, sin tener presente la función de aquellos a quienes el mismo Espíritu Santo ha puesto como vigilantes para pastorearla (cf. Hch 20,28). Toda lectura de la Biblia en la Iglesia, como toda labor teológica presupone que Dios ha hablado, que su palabra encuentra el cauce de transmisión cuando es leída o celebrada, y que hay órganos de interpretación auténtica y actualizadora de ella[51]. Conclusión Las relaciones entre la Sagrada Escritura y el Magisterio eclesial son ciertamente complejas. Por una parte el primado de la Palabra de Dios ha de ser siempre claramente afirmado. Por otro se ha de afirmar también que la Escritura no puede verse nunca separada de la vida misma de la Iglesia que le ha dado origen y que asistida por el Espíritu ha determinado con decisiones solemnes, fundadas en una larga tradición, qué libros se han de considerar inspirados por el Espíritu Santo y entran por tanto en el canon de las Escrituras. La Iglesia es el único ámbito adecuado para la interpretación de la Escritura como palabra actual de Dios[52] porque es el ámbito privilegiado de la acción del Espíritu. En este ámbito se coloca la función propia del Magisterio que a la escucha de la Palabra saca lo que debe proponer a todos los fieles como verdad revelada. No podemos habar de Escritura sin la Tradición viva de la Iglesia que nos la propone como tal y sin el Magisterio que con su autoridad ha determinado sus precisos límites y juzga sobre su interpretación. Por otro lado la misma tradición de la Iglesia y su Magisterio vivo nos indican el primado de la Sagrada Escritura, Palabra de Dios en un sentido del todo singular, como aparece ante todo en la liturgia de la Iglesia. El principio lex orandi, lex credendi, se aplica ta Autor: diocesismalaga.es