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Ponencia: «La Biblia en los Padres de la Iglesia»

Publicado: 09/02/2011: 5389

•   Ponencia de Marcelo Merino Rodríguez

Al comenzar esta intervención quisiera recordar unas líneas de la Sagrada Escritura que me parecen importantes en este momento. Están tomadas del libro del Deuteronomio y dicen así: «Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable.

No está en el cielo, para poder decir: "¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?". Ni está más allá del mar, para poder decir: "¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?". El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Dt 30, 11-14).

En verdad, la historia milenaria de la Iglesia nos enseña que la relación de los cristianos con la Biblia ha sido normalmente discreta y fortuita. Por el contrario, los últimos cincuenta años –la época transcurrida desde la celebración del último Concilio Ecuménico– se caracterizan por el ofrecimiento de múltiples recursos bíblicos que han facilitado la entrada de las Sagradas Escrituras en los hogares de las familias católicas. Poco a poco se va haciendo realidad la afirmación deuteronómica, puesto que la Biblia se convierte ya, dentro de nuestras casas, en el «libro de familia», testificando que las Sagradas Escrituras encierran un mensaje «para todo el pueblo de Dios de todas las épocas y lugares», y que la Biblia pertenece a cada uno de los bautizados en la Iglesia, independientemente de sus habilidades exegéticas. Las palabras inspiradas por Dios a Moisés manifiestan también el compromiso del Espíritu Santo, que es quien mejor conoce las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10) y, a la vez, «que su intercesión por los santos es según Dios» (cf. Rom 8, 27), conforme escribe el apóstol san Pablo.

Por otra parte, quisiera hacer mía también en este momento aquella advertencia que formulaba san Juan Crisóstomo, en la semana de Pascua del año 388, a sus fieles antioquenos: «Cuando considero la mediocridad de mi talento, me siento agobiado y me echo atrás ante la tarea de hablar a una asamblea tan numerosa. Pero cuando considero vuestro celo y vuestro insaciable deseo de escucharme, cobro ánimos, me repongo y me preparo con ánimo para la prueba (stadion) de tener que impartiros una enseñanza. En efecto, vosotros seríais capaces, aunque tuvierais un alma de piedra, de hacerla más ligera que una pluma, por vuestro deseo y vuestra voluntad de escucharme».

En verdad, nuestra intervención no alcanza siquiera la perspectiva de una enseñanza. Únicamente pretende ser una aproximación o acercamiento a la experiencia, ciertamente básica y fundamental, del contacto de los Padres de la Iglesia con los escritos divinamente inspirados. En este momento nos corresponde detenernos en la interpretación que hicieron los Padres de la Iglesia en la lectura de la Biblia y las consecuencias doctrinales y prácticas que de ella sacaron, como reflejan sus propios comentarios bíblicos. Con ello pretendo recordar dos aspectos –son las dos partes en que dividimos esta intervención– de la hermenéutica patrística: sus métodos exegéticos y la actitud cristiana con que los practicaron. Con ello pretendemos evidenciar "las razones de su fe" en el Resucitado.

A. Advertencias preliminares

Pero antes de adentrarme en el argumento central de lo que pretendo recordar en este momento que se me ha concedido, quisiera aclarar algunos aspectos que me parecen imprescindibles.

1. La Biblia patrística

La Bibliatal como nosotros la conocemos hoy, compuesta indisolublemente de dos partes, Antiguo y Nuevo Testamento, no comenzó a existir hasta finales del segundo siglo del cristianismo. La Biblia de los cristianos de los dos primeros siglos era el Antiguo Testamento, en la traducción griega realizada por los Setenta. Poco a poco se añadirán la tradición escrita sobre Jesús, las cartas del apóstol Pedro y de otros varones apostólicos. Serán, entre otros factores, la enseñanza y la liturgia de la Iglesia de las primeras comunidades cristianas quienes contribuirán a que dichos escritos integren lo que nosotros llamamos Nuevo Testamento.

Además del contenido formal conviene recordar que el carácter más material de la Biblia tampoco es el que nosotros observamos hoy día, pues durante los dos primeros siglos el soporte más corriente de la Escritura eran los papiros, de origen vegetal; el texto era conservado en papiros, pero no todos ellos gozaban de la mejor preparación y tampoco disfrutaban del perfecto mantenimiento que se requiere para conservar un rollo, cuando éste tiene una longitud de varios metros de extensión. Si a estas dificultades añadimos que eran escritos por ambas caras, atisbaremos los problemas que la Palabra de Dios ha tenido que resistir. Siguiendo este orden, cuando los papiros son sustituidos por los pergaminos, de piel animal, nacen los códices; éstos no son enrollados, pero sí plegados para formar cuadernos, cosidos unos a otros. Es el origen de nuestros actuales libros, con la diferencia de que aquellos "encuadernadores" paleocristianos no eran tan doctos como para coser siempre juntos los distintos cuadernos pertenecientes a una misma obra escrita. Eran sencillos "ajustadores", no expertos estudiosos. A estos problemas materiales también hay que añadir los costos pecuniarios, aunque esta dificultad la solventaban los escribanos antiguos omitiendo los espacios entre palabras y prescindiendo de muchos signos ortográficos, que consideraban de excesiva magnificencia. Todo ello contribuía a una lectura más difícil, cuyo ministerio estaba encargado a unas personas, más o menos profesionales: los lectores.

En esta misma perspectiva habrá que tener en cuenta que la formación de lo que llamamos Nuevo Testamento constituye al mismo tiempo la historia de la eliminación progresiva de muchos escritos que se vieron como no "canónicos", es decir, los llamados escritos "apócrifos", cuyas enseñanzas y prácticas responden a las preguntas que circulaban en el ambiente cristiano mediante narraciones y revelaciones, que poco a poco fueron acrisoladas en la crítica de la Iglesia, con el paso del tiempo mismo. Los títulos de la mayoría de estos escritos son idénticos a los que más tarde llevarían aquellos que alcanzarían la canonicidad en la Iglesia, y que ellos mismos nunca gozaron, en líneas generales.

Así pues, la Biblia que nosotros tendremos en cuenta en el presente momento, o sea, los textos del Antiguo y Nuevo Testamento en los que deseamos detenernos, sólo representan una elección muy limitada de la mucha literatura que durante esos dos primeros siglos versaba sobre los acontecimientos veterotestamentarios y sobre los dichos del Señor, los Evangelios, los Hechos, las Cartas y el Apocalipsis. No deja de tener su interés cómo fueron utilizadas las tradiciones veterotestamentarias y neotestamentarias, cómo fueron combatidas e incluso ignoradas. Esos límites excederían a los que ahora me he propuesto.

2. La exégesis y hermenéutica en la patrística

Igualmente hay que advertir que los verdaderos comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia no tuvieron lugar hasta bien entrado el siglo tercero. En este punto tendríamos que hacer una primera distinción sobre las nociones de "exégesis" (explicación) y "hermenéutica" (interpretación), tal como se entendían en aquellos siglos, es decir, explicación e interpretación de todos y cada uno de los agrupamientos de los libros bíblicos, y los llamados "testimonia", o sea, aquellos lugares bíblicos que son citados por los autores paleocristianos como "pruebas escriturísticas" en una demostración teológica. Estas citas dispersas del Antiguo y del Nuevo Testamento en los escritos cristianos de los primeros siglos constituyen una de las tareas más arduas del investigador que desea conocer la historia de la exégesis de éste o aquél versículo de la Biblia. Yo utilizaré los términos exégesis y hermenéutica de forma indistinta, pues así eran considerados en la época patrística.

En esta línea también parece necesario recordar que dentro de la tradición católica de estos primeros tiempos se da otro fenómeno: la libertad con la que los textos son recibidos por los primeros cristianos. En este punto habría que detenerse no sólo en las diferencias existentes entre el original hebreo del Antiguo Testamento y sus traducciones griegas, que son las que tuvieron delante nuestros protagonistas paleocristianos, especialmente los que lengua helénica; todavía aparecen más desconcertantes las múltiples formas textuales bajo las que aparecen los relatos neotestamentarios en los primeros autores pos-apostólicos. Ciertamente encontramos una multitud de tradiciones argumentales, y el texto recibido tuvo que abrirse paso poco a poco. No es infrecuente encontrarse en Orígenes, san Agustín o san Jerónimo con frases que, según ellos, son extractos de la Escritura; por ejemplo: «Desgraciada la persona que no tenga descendencia en Israel». También son numerosos los Padres, griegos y latinos, que transmiten como palabras de Jesús la siguiente frase: «Sabed que los cambistas expertos...», con la intención de invitar al discernimiento de los valores auténticos. Estas frases han recibido por parte de los exegetas el nombre de ágrapha, es decir, palabras «no escritas» en los libros canónicos. Todos estos aspectos de crítica textual, aunque importantes, no podrán ser objeto de nuestra atención.

3. El concepto de "Padres de la Iglesia"

En verdad, los escritos de los Padres de la Iglesia se han revestido de actualidad. Las razones de esta revitalización por el interés hacia los primeros escritos cristianos son variadas, pero entre ellas, como he indicado anteriormente, la insistencia del Concilio Vaticano II, con sus Constituciones y Decretos, no es la menos significativa; también las periódicas enseñanzas de los últimos Pontífices, juntamente con los documentos de de los distintos Dicasterios de la Santa Sede y la importancia que los diversos centros educativos superiores de la Iglesia vienen dando a las investigaciones patrísticas, han ampliado el panorama literario sobre los Padres de la Iglesia. Todo ello se ofrece en variadísimas publicaciones que presentan no sólo nuevas traducciones de los escritos patrísticos, sino también esclarecedoras investigaciones sobre muchos aspectos teologico-pastorales que trataron esos insignes maestros de los primeros siglos cristianos.

Ahora bien, la causa primera del interés actual por estos autores paleocristianos debe ser buscada –me parece a mí– en el hecho de que la identidad cristiana hoy, como en los tiempos de la patrística, se hace muy necesaria, y que, consecuentemente, no basta vivir conforme a esa identificación, sino que también se hace imprescindible demostrarla científicamente de algún modo. Por eso, en la búsqueda de sus raíces, nuestra fe debe retornar a sus fuentes bíblicas en primer lugar, y a continuación a sus iniciales gérmenes apostólicos y patrísticos. Es éste un primer aspecto positivo de la vuelta a los Padres de la Iglesia

En el caso particular que nos ocupa, me parece a mí personalmente que existe también una cierta insatisfacción frente al método histórico-crítico, que ha dominado en los estudios bíblicos de hace bien poco tiempo, y que ha llevado a un buen número de cristianos a investigar un método de lectura que sea menos rígido y pueda alimentar mejor su vida espiritual. No pocos de esos cristianos han visto en la aproximación patrística una alternativa satisfactoria para sus inquietudes espirituales, sin olvidar esos otros caminos exegéticos que satisfacen otras ansias del ser humano.

Ahora nos corresponde intentar mostrar cuál es el locus del que hablan los Padres de la Iglesia, cuando ellos meditan y comentan la Biblia. No pretendemos hacer una exposición sistemática respecto a los caminos emprendidos por la exégesis patrística o sobre las diferentes "escuelas" –nos gusta más hablar mejor de "tradiciones"– de la hermenéutica patrística. El objetivo de nuestra investigación en este punto no es otro que el presentar de forma panorámica la intención de la primera exégesis cristiana y el estatuto del exegeta en la Iglesia de los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Así pues, esta intervención no trata de sustituir la lectura de los comentarios bíblicos de los Padres de la Iglesia, sino introducir en ellos.

En lo que se refiere al otro término de mi intervención, es decir, la expresión "Santos Padres de la Iglesia", parece conveniente la advertencia de que no me referiré exclusivamente a los ocho Padres dignos de dicho título, en el sentido que lo expresó san Vicente de Lérins con aquellas cuatro notas distintivas (pureza de doctrina, santidad de vida, antigüedad y aprobación de la Iglesia) y que se hizo clásico durante los siglos posteriores, pero que hoy se día se ha hecho obsoleto. En este momento haré alusión también a otros autores cristianos de los primeros siglos que, sin gozar de esas notas exclusivas, nos han legado algún aspecto doctrinal en el tema que ahora ocupa nuestra atención, y que Su Santidad Benedicto XVI califica como "grandes figuras de la Iglesia antigua" en las catequesis que ha dedicado a los personajes y enseñanzas de algunos escritores de esa época.

Recordadas estas cuestiones previas vayamos al núcleo de nuestra intervención.

B. Criterios exegéticos en la época patrística

1. Las primeras interpretaciones patrísticas

Como hemos indicado, desde los primeros momentos de su existencia la Iglesia tuvo una Biblia que era la Sagrada Escritura del pueblo hebreo. Pero los cristianos no leían esos textos del mismo modo que los judíos; los cristianos los leían a la luz de la obra de Dios en la persona de Jesucristo. Así pues, la Escritura nunca ejerció sobre los cristianos una autoridad tan fuerte como ejercía la Torah sobre los judíos. Cristo sería la autoridad máxima para los cristianos. San Agustín expresó de un modo muy acertado la autoridad condicionada que tenían las Escrituras para los cristianos, al escribir: «Cuando llegue, pues, nuestro Señor Jesucristo... no habrá necesidad de lámparas, ni se nos leerán los profetas, ni se abrirán las cartas del Apóstol, ni iremos en busca del testimonio de Juan, ni necesitaremos siquiera del Evangelio mismo. Desaparecerán, pues, todas las Escrituras, que, como lámparas, estaban encendidas en la noche de este siglo con el fin de no dejarnos en tinieblas».

Siglo y medio antes, con lenguaje alegórico, Orígenes, quizás en su escrito más importante, el titulado De principiis, y redactado a mediados del siglo tercero, afirma: «Quien con cuidado y atención se ocupa de los escritos proféticos, demostrando con esa lectura el sentido de la inspiración divina, por ello mismo se convencerá de que esos escritos que nosotros creemos palabra de Dios no son obra humana; sentirá dentro de sí que estos libros no han sido redactados con arte humano ni con estilo de un mortal, sino, por decirlo de alguna manera, mediante una elevación divina. El esplendor de la venida de Cristo ilumina la ley de Moisés con el resplandor de la verdad; quitado el velo que cubría su letra, pone al descubierto ante todos los creyentes los bienes que permanecían ocultos». La cita origeniana merecería sin duda un detenimiento mayor que la que yo puedo prestarla en estos momentos, pero debo proseguir.

Pero el problema que planteaba la Biblia a los cristianos de los dos primeros siglos puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto la nueva Iglesia la considera Palabra de Dios a las Sagradas Escrituras? Pablo ya había advertido a los cristianos que no cayeran en los errores de los judíos, quienes tomaban todos los textos de la Biblia al pie de la letra.

Tres enfoques se abrían ante los primeros cristianos con respecto a la Escritura judía: o bien tenía rango de ley, o de profecía, o era algo irrelevante. Pablo en persona se enfrentó al problema de modo radical: las Escrituras eran sin duda ley, Ley de Dios, y como tal eran buenas; pero se trataba de una ley temporal que había sido superada por Cristo y por la intervención de la gracia. La Carta a los Hebreos trata una cuestión similar: aquello que en la Antigua Alianza se repetía y de modo imperfecto, se cumplió y consumó definitivamente en Cristo. Por el contrario, los evangelios de Mateo y Juan, y otros escritos cristianos de los inicios, como la Primera Apología de Justino, entendieron el Antiguo Testamento como una profecía. La tercera posibilidad, es decir que la Biblia judía fuese irrelevante para el cristianismo, se percibe en varios libros del Nuevo Testamento, en los cuales «la Escritura» nunca se cita; y es también evidente en escritores post-apostólicos como Ignacio de Antioquía.

A finales del siglo I y principios del II, la actitud de los cristianos sobre las Escrituras cambia. Los primeros cristianos, judíos conversos, aceptan la Escritura hebrea y encontraron en ella la confirmación de su fe en Cristo; por otra parte, los cristianos posteriores, convertidos desde el paganismo, aceptaron primero la fe en Cristo y después la confrontaron con la Escritura, cuyos textos consideraban misteriosos y a menudo desconcertantes. En algunos casos, este encuentro acabó en crisis, en una crisis de interpretación. Dos autores cristianos quisieron resolver esta crisis desde sus propios puntos de vista: Marción de Sínope, y el autor anónimo de la Carta de Bernabé. Nos encontramos a mediados del siglo segundo de nuestra Era.

Marción leía las Escrituras de modo literal y sólo literal, palabra por palabra. Defendía la idea de un Dios ignorante que tenía que preguntar a Adán: "¿Dónde estás?". Además este Dios era tan voluble que primero prohibió a Moisés que hiciera imágenes esculpidas y, a continuación, le mandó esculpir una serpiente. Era un Dios indeciso, pues un simple hombre como Moisés podía hacerle cambiar de parecer. La Escritura también atestigua que Dios podía arrepentirse, ser despiadado y ordenar terribles castigos incluso a mujeres y a niños. Marción llegó a la única conclusión que le era posible: había que rechazar esas Escrituras fuera de la Iglesia, porque no eran apropiadas para referirse al Padre de Cristo, el Dios del amor.

El autor de la Carta de Bernabé, por el contrario, leyó la Escritura hebrea sólo de un modo figurado, y llegó a la conclusión de que los judíos nunca llegaron a entenderla. Según su teoría, la Alianza sólo fue válida en el periodo comprendido desde que Moisés recibió los mandamientos en el Sinaí hasta cuando descendió a la ladera de la montaña y destruyó las tablas de la ley, momento en el que un ángel malvado llegó a los judíos y les convenció de que había que interpretar la Escritura al pie de la letra.

Así pues, Marción leyó la Escritura sólo desde el punto de vista literal y con su actitud la alejó de la Iglesia; Bernabé la leyó de modo figurado y la sacó de las sinagogas. Con todo, la Iglesia expulsó a Marción y no aceptó por completo a Bernabé; decidió mantener la Escritura hebrea como propia, entendiéndola, de algún modo, con una doble interpretación. La Escritura era literalmente verdadera: Dios mostró su rostro a los Patriarcas y habló por medio de los profetas; Dios estableció su Alianza con Israel. Pero Cristo ofreció a los cristianos una nueva llave para entender la antigua Escritura, pues la interpretación literal no era la única válida: la lectura de la Escritura a la luz de Cristo revelaba una verdad mucho más profunda.

La exégesis bíblica de los dos primeros siglos de la Iglesia se puede seguir con matices y suertes diferentes en los Santos Padres de la Iglesia, principalmente en la catequesis, la liturgia y la controversia. Será san Justino, también a mediados del siglo ii, quien precisa la lectura bíblica del cristiano estudioso, «porque hay veces –afirma– [en que el Espíritu] hacía cumplir acciones que eran figuras (typos) del futuro; otras veces [ese mismo Espíritu] pronunciaba palabras (logoi) sobre lo que había de acontecer, y hablaba como si estuviesen sucediendo los hechos o ya hubiesen acontecido. Si los lectores no caen en la cuenta de este procedimiento, tampoco podrán seguir debidamente los discursos de los profetas». Es decir, en palabras del primer filósofo cristiano las figuras están constituidas por hechos y personas que jalonan la historia, desde la creación y el diluvio hasta la alianza, con Adán, Noé, Abrahán, Moisés, Josué, el éxodo y la Pascua; por otra parte, las palabras abrazan la Ley y las instituciones, los Profetas y los Salmos, de manera privilegiada. En definitiva, Justino presenta los dos elementos necesarios en la correcta interpretación de la Sagrada Escritura: las figuras y las palabras.

También en esta línea hay que ver el argumento que utiliza Taciano para dirigirse a los griegos. De forma velada pero no menos cierta, Taciano lee la Escritura y saca las mismas conclusiones que san Justino. Ésta será también la hermenéutica seguida por otros autores de la época.

Ireneo de Lyon será el primero en elaborar una teoría sobre cómo estaban relacionados el Antiguo y el Nuevo Testamento. En su época, alrededor del 190, ya estaba claro que la Iglesia tendría un Nuevo Testamento, esto es, una colección de libros sagrados escritos por los cristianos y con la misma autoridad que la Escritura hebrea, que entonces se podía llamar Antiguo Testamento (aunque Ireneo no utilizó este término). Ireneo restablece de forma admirable el equilibrio, frente a las elucubraciones dualistas de los gnósticos, estableciendo la unidad de Dios y la unidad de su economía salvífica desde la creación hasta la parusía final; unidad esencialmente dinámica y progresiva, conforme a la ley que caracteriza todo lo que ha sido creado, tanto el hombre como la historia. Concibe la historia de la salvación como una elipse con dos polos: Adán y Cristo. Los dos Testamentos representan una importante escena: el comienzo en Adán, la pérdida de la gracia, y un nuevo inicio o recapitulación en Cristo. Estas son sus palabras literales: «Cristo prefigura y anuncia de antemano las cosas futuras por sus patriarcas y profetas, haciendo uso por adelantado de su parte por "las economías de Dios", y acostumbrando a su heredad a obedecer a Dios, a atravesar el mundo como peregrinos, a seguir al Verbo y a significar de antemano las cosas venideras: en efecto, no hay nada vacío y sin significado en las obras de Dios».

Esta teoría es aceptada por la cristiandad, pero la Iglesia carecía de un instrumento práctico que comentara los libros del Antiguo Testamento uno a uno. Hipólito de Roma, que muere en el 235, fue uno de los primeros que quiso solventar esta carencia. Su Comentario a Daniel es la observación cristiana más crítica y antigua que poseemos sobre un libro veterotestamentario; Hipólito también escribió otros comentarios que desaparecieron quizá porque no fueron considerados de utilidad. Baste un ejemplo del mencionado comentario para que veamos, otra vez más, la identidad entre Cristo y las Escrituras sagradas: «Ezequiel mostró también aquellos seres animados que ensalzan a Dios, destacando en las figuras de los cuatro evangelistas no sólo la gloria del Padre, sino también su efecto en dirección de los cuatro puntos cardinales. "Uno de los animales, dice, tenía cuatro rostros", y como cada figura es un evangelio, aparece en forma cuádruple. La primera figura, que era semejante a un toro, significa la gloria sacerdotal de Jesús como la presenta Lucas. La segunda, que parecía un león, significa el caudillaje y la dignidad real de aquel león "que proviene de la tribu de Judá", y esta es la que da a conocer Mateo. La tercera se asemejaba a un hombre y designa la pasibilidad del Hijo y la debilidad de la naturaleza humana, que ha descrito Marcos. La cuarta, en cambio, la del águila, enseña el misterio del espíritu que vuela en el cielo de la Palabra, y esto es lo que anuncia Juan».

El hombre que aseguró la permanencia del Antiguo Testamento en la Iglesia fue Orígenes (c. 185-254); y lo hizo gracias al enorme corpus de comentarios y homilías que elaboró sobre casi todos los libros del Antiguo Testamento. Sirva como ejemplo el siguiente comentario del maestro Alejandrino a un pasaje del libro del Levítico, donde recurre a una imagen que procede de Melitón, el obispo de Sardes: «Nosotros, que pertenecemos a la Iglesia, recibimos a Moisés y nos unimos a sus escritos pensando que es un profeta y que, manifestándose en él Dios, ha descrito en símbolos, figuras y expresiones alegóricas los misterios que se cumplieron en su momento... La Ley y todo lo que hay en la Ley, inspirado, conforme a la sentencia del Apóstol [Pablo], hasta el tiempo de la enmienda, es como esas gentes cuyo oficio es hacer estatuas de bronce y fundirlas: antes de sacar a la luz la obra verdadera de bronce, plata u oro, hacen primero un esbozo en arcilla a imagen de la estatua futura. Este esbozo es necesario, pero sólo hasta que se acaba la obra real. Una vez que se concluye la obra en función de la cual el esbozo ha sido modelado, no se pide a éste ningún servicio más. Comprende que hay algo semejante en las cosas que han sido escritas y realizadas como tipo y figura de las cosas futuras en la Ley y los Profetas. El propio Artista ha venido, como autor de todo, y ha hecho pasar la Ley que tenía la sombra de los bienes futuros a la imagen misma de las cosas».

A partir de Orígenes quedaron establecidos los principios de la exégesis cristiana veterotestamentaria y, en poco tiempo, se pudo disponer de una biblioteca de comentarios y homilías sobre las Escrituras. Aunque hubo quienes no valoraron sus escritos y rebatieron sus argumentos, todavía hoy es imposible calcular el valor de su influencia en la historia de la exégesis de la Iglesia. La mayor parte de su obra ha desaparecido, por lo cual no resulta fácil establecer su influencia, especialmente en autores griegos; por otro lado, gran parte de lo que tenemos disponible son traducciones al latín. Ambrosio y Jerónimo, entre otros muchos, dependen profundamente de Orígenes, a veces de tal modo que sus explicaciones de la Escritura son prácticamente traducciones de Orígenes. El mismo san Agustín es deudor en muchos puntos del exegeta Alejandrino.

Así pues, con Ireneo y Orígenes quedaron establecidas las bases teóricas y prácticas de la exégesis. La Escritura hebrea sería también el Antiguo Testamento cristiano, cuyo significado pleno se debería ver sólo desde la luz de Cristo. Este acto de fe –y verdaderamente lo era– quedó depositado en el Credo de Constantinopla (381), en el que los católicos confesamos que «al tercer día resucitó, según las Escrituras» y que el Espíritu Santo «habló por medio de los profetas». Esta última expresión recoge el rechazo final de la Iglesia al marcionismo y su convicción de que el Espíritu Santo habló con una sola voz en ambos Testamentos.

A partir de entonces la teoría y la práctica hermenéuticas cristianas quedaron establecidas con seguridad, como lo testifican las obras de Tertuliano, el primer teólogo cristiano del África proconsular, quien viene a afirmar que el Dios de la revelación es único o no es Dios. Este Dios, al modelar al hombre, ve a lo lejos al Cristo futuro; a su vez, Eva anuncia la Iglesia venidera. Desde los orígenes, la historia de la salvación tiende hacia el Verbo que se hará carne, «pues todo lo que se expresaba en ese barro –escribe Tertuliano– había sido concebido en referencia a Cristo, que sería hombre, es decir, también barro, y al Verbo que sería carne, es decir, también tierra, en ese momento».

Sin embargo, a la Iglesia le quedaba una tarea pendiente: necesitaba reflexionar de manera científica sobre la palabra de Dios para llegar a conocer, con fe y esperanza, más plenamente el mensaje que el Espíritu Santo había enviado por medio de los profetas y los evangelistas.

2. La influencia de la hermenéutica pagana

A menudo, al referirnos a la interpretación bíblica de los Padres, las primeras categorías utilizadas son «literal» y «alegórica», pasando a continuación a rechazar esta última por considerarla fruto de la fantasía y asumir que no corresponde al verdadero significado de la Biblia. Pero «literal» y «alegórica» no hacen justicia a la interpretación que los Padres de la Iglesia hicieron de la Biblia, pues hay que tener en cuenta que el modo en que los Padres interpretan la Biblia depende de la educación que recibieron y su convencimiento, desde la fe, de que cada frase de la Biblia, entendida correctamente, tenía algo importante que decir a cada cristiano. Así lo expresa uno de los grandes comentaristas patrísticos: «El Antiguo Testamento –escribe Teodoreto de Ciro– está lleno de profecías acerca del Señor. Lo de «santas» Pablo no lo ha escrito sin razón, sino en primer lugar con la intención de enseñar que también al Antiguo Testamento lo reconoce como divino y luego para excluir cualquier otro. Y es que sólo la Escritura divinamente inspirada contiene lo útil. Dice además [Pablo] que es la imagen de la promesa».

Aunque la Biblia fuera un libro complicado, los antiguos cristianos ya contaban con un método de interpretación aprendido en el desarrollo de su educación literaria. Tanto los griegos como los romanos contaban con relatos épicos nacionales: La Iliada y La Odisea de Homero para los griegos, y La Eneida de Virgilio para los latinos. Homero, para centrarnos en el mundo griego, presentaba serios problemas de interpretación a los lectores tanto en el periodo helenístico como después. Algunas palabras, construcciones y alusiones textuales no tenían sentido, porque para entonces el griego de Homero tenía ya seis o siete siglos de antigüedad y con frecuencia su comprensión resultaba imperfecta. También hay que decir que algunas narraciones eran cualquier cosa menos edificantes. Los filósofos habían desarrollado una noción de Dios idealizada y excesivamente espiritual que contrastaba con la que los escolares leían respecto de los dioses del Olimpo: dioses falibles, belicosos y a menudo de conducta escandalosa. La cuestión era ¿cómo esta épica nacional podía conducir a un ideal e incluso a un ideal religioso?

Los maestros paganos se enfrentaban a dos problemas: entender el texto y después interpretarlo. Los maestros de gramática del imperio romano desarrollaron un método para analizar los grandes relatos épicos de su cultura, cuyo proceso era el siguiente: crítica textual o enmendatio, lectura, explicación (en griego exegesis), y finalmente juicio. Los exegetas cristianos siguieron los primeros tres pasos. No pudieron seguir el cuarto porque Dios era su juez y ellos no podían juzgar la palabra divina.

Aristarco y otros gramáticos paganos contaban con varias estrategias filosóficas y filológicas para conservar el texto. Aristarco formuló el principio de que en la interpretación de Homero, para juzgar frases concretas, no había que usar criterios científicos o históricos demasiado estrechos. Defendía la idea de que el poeta había subordinado algunos elementos concretos a un fin más amplio: la composición. Así pues, Homero podía revelar discrepancias en aspectos concretos, pero esas discrepancias estaban al servicio de una verdad más amplia. Siguiendo esta idea, Orígenes pudo cimentar su convicción de que los evangelistas querían contar verdades espirituales y materiales al mismo tiempo, allí donde fuera posible; pero cuando esto no era factible, preferían que prevaleciera la verdad espiritual sobre la material. Podríamos decir que, con frecuencia, la verdad espiritual se preserva sobre una falsedad material.

Otro principio, formulado por Aristarco, fue el llamado «la persona que habla», por el que, cuando un exegeta explicaba una palabra, tenía que dejar constancia de quién la había pronunciado. Orígenes se preguntaba en nombre de quién se decía un salmo; un profeta podía hablar «en nombre de Dios». Hay que distinguir, por ejemplo, la voz de Juan el Bautista de la de Juan el Evangelista. Cuando Cristo decía palabras de los salmos, éstas adquirían un significado diferente. La persona puede también hablar en una situación única; el Redentor dijo el salmo veintiséis en el momento de la Pasión. Si Cristo habla en Moisés, en los profetas y en todas las Escrituras, entonces podremos comprender las Escrituras sólo con el espíritu de Cristo, es decir, con el espíritu de quien las proclama.

A partir del principio de «la persona que habla» Aristarco llegó a la cima de sus axiomas exegéticos: el principio de que un autor tiene que ser interpretado desde sí mismo. En su formulación clásica, el principio es «explicar a Homero desde Homero». Orígenes utiliza con frecuencia este principio en su exégesis. La Biblia debería interpretarse desde la Biblia; esto es, una palabra o expresión de significado oscuro, tiene que encontrar su explicación al estudiar esa misma palabra o expresión en otros lugares de la Biblia. Orígenes afirma que, cuando él sigue este principio está cumpliendo el mandamiento de Jesús: «Investigad las Escrituras». A menudo los Padres de la Iglesia citaban verso tras verso para clarificar el significado de una sola palabra; por eso Orígenes escribió: «[El exegeta] debe hacer todo lo posible para encontrar, mediante el uso de expresiones semejantes, el significado diseminado por doquier en las Escrituras».

Por otra parte, aplica este axioma de Aristarco a otra dimensión: explicar las Escrituras desde las Escrituras también significa interpretar el Antiguo Testamento desde el Nuevo, y el Nuevo Testamento desde el Antiguo, pues ambos Testamentos forman una unidad y esto es para Orígenes un principio teológico; por eso escribe: «Se deben comparar pasajes no sólo del Nuevo Testamento sino también del Antiguo». La palabra «debe» expresa un principio teológico; «comparar» describe un método hermenéutico.

Todo esto llevó a los Padres a preguntarse si era posible distinguir entre las palabras de las Escrituras y su significado. Este planteamiento ya estaba presente en Platón. Su diálogo Crátilo trataba la tan discutida cuestión de si el lenguaje nombra las cosas de acuerdo con su naturaleza o sólo por convención. La conclusión de Platón fue que la palabra es un signo, formado por símbolos y letras, de una cosa; y avala la teoría de que las palabras tienen una validez objetiva incluso cuando no consiguen expresar adecuadamente sus objetos. Orígenes está de acuerdo; las palabras son tipos, figuras y formas. También Agustín desarrolló una filosofía del lenguaje y del significado conforme estudiaba las Escrituras.

La teoría de Platón se basa en la suposición de que el conocimiento de la realidad precede al lenguaje; esto es, el conocimiento de las formas o las ideas. Para los Padres la fe realiza esta función. La fe nos permite conocer esa realidad mediante la cual las palabras de las Escrituras son ciertas. La fe es la luz que ilumina las palabras de las Escrituras, las protege de ser mal interpretadas y nos da certeza sobre su significado verdadero. Una exégesis sin fe no puede llevar a nadie al verdadero significado de las Escrituras; las palabras son sólo analogías y los no creyentes no pueden llegar a aquello que está ausente en sus vidas.

3. Las tradiciones exegéticas alejandrina y antioquena

Entre los cristianos de los primeros siglos se desarrollaron dos tendencias que daban una explicación diferente sobre cómo estaban relacionadas las palabras de las Escrituras con su significado. La escuela alejandrina y la antioquena constituyen las dos tradiciones más importantes de la explicación bíblica que realizaron los Padres de la Iglesia, y se distinguen, respectivamente, por ser defensoras de la exégesis alegórica y de la interpretación literal del texto, aunque ya hemos advertido que esta terminología no es del todo exacta para definir ambas tradiciones.

El progreso decisivo de la exégesis cristiana se realizó en Alejandría, donde los métodos clásicos de interpretación de los gramáticos y de los filólogos, la herencia hermenéutica de Filón, juntamente con la presencia de maestros gnósticos heterodoxos, crearon un medio cultural propicio a la expansión de la Escuela de Alejandría, cuyo acercamiento exegético desempeñaría un papel decisivo en los siglos siguientes. Clemente de Alejandría, que no fue exegeta en sentido estricto, es el primero en diseñar una teoría de la alegoría como medio de expresión propia a todo discurso religioso. Este autor nos ha dejado escrito lo siguiente: «Dice [la Escritura]: "Lo que oís al oído (evidentemente de modo oculto –glosa nuestro escritor– y en forma misteriosa es lo que significa alegóricamente hablar al oído) anunciadlo sobre los terrados" (Mt 10, 25); acogiendo noblemente las Escrituras, transmitiéndolas con orgullo y explicándolas de acuerdo al canon de la verdad. En efecto, ni la profecía, ni el Salvador mismo expusieron los divinos misterios de modo tan sencillo como para que uno cualquiera los captase fácilmente, sino [que fueron expuestos] en parábolas. Incluso los apóstoles dicen respecto del Señor que "habló todo en parábolas y no decía nada sin parábolas'' (Mt 13, 34). Ahora bien, si "todo fue hecho por medio de Él y sin Él no se hizo nada" (Jn 1, 3), entonces también la profecía y la Ley fueron hechas por Él, y fueron dichas en parábolas por medio de Él. Por lo demás, "todas las cosas son claras para los entendidos" (Pr 8, 9), dice la Escritura; es decir, para los que reciben y conservan conforme al canon eclesiástico la exégesis de las Escrituras declarada por Él. Y canon eclesiástico es el acuerdo y armonía de la Ley y de los profetas con el Testamento transmitido a raíz de la venida del Señor». El texto clementino explica las razones, fundadas en la misma actuación de Cristo, del método alegórico y nos advierte sobre la importancia del «canon» bíblico, que no es el que hoy tenemos nosotros; el maestro alejandrino se refiere a la concordancia entre ambos Testamentos.

Orígenes, discípulo de Clemente de Alejandría, es quien desarrolla el concepto de un triple sentido –él habla de sombra, imagen y realidad– en la lectura de la Escritura y que se convertirá en el inspirador de la reflexión exegética durante siglos. Veamos rápidamente un ejemplo.

En su Comentario al evangelio de san Lucas, el maestro Alejandrino está preocupado por desentrañar al auditorio cristiano al que se dirige los elementos del seguimiento a Cristo, aplicando el dictado del mensaje evangélico al hombre concreto real; pero lo hace con pericia hermenéutica, que parte de la exposición del sentido literal –el sentido auténtico querido por Dios, aunque inadecuado para producir toda la riqueza del provecho salvífico inmerso por el Espíritu Santo en el texto literario–, hasta llegar a las más escondidas significaciones espirituales, investigadas mediante la utilización de una metodología y técnicas alegóricas; primero acude al recurso de la explicación de las variantes textuales, de los términos, de las etimologías de los nombres, de las divergencias entre los evangelistas, de las tipologías, del simbolismo de los números y de los animales, etc. Todos estos detalles textuales son tenidos como importantes respecto al objetivo de la comprensión del mensaje salvífico y de la transformación de la existencia cristiana.

Ahora bien, en el pensamiento de Orígenes, quien abraza únicamente la perspectiva literalista interpreta los libros santos en un horizonte meramente humano, que no alcanza el descubrimiento de los misterios escondidos por el Espíritu Santo bajo las palabras escritas, sino que se detiene en la justificación puramente material de las palabras, como hacen «los que son amigos de las letras», dice el exegeta alejandrino. En realidad éstos leen los libros santos interpretándolos equivocadamente y aduciendo sus testimonios con intención perversa, pues «pronuncian únicamente el sonido de esas palabras, mientras que ignoran todo su significado».

En la hermenéutica origeniana existe además una óptica espiritual, que lee e invoca el testimonio de la Escritura con rectitud –rectius légimus, afirma– e investiga los significados espirituales, iluminando ciertos secretos que hacen comprensibles los misterios, y a la vez hacen mejor la existencia y la semejanza con Cristo, que es el verdadero misterio escondido en la sencillez de las palabras. Toda la disertación de la homilía XXXI de su Comentario al evangelio de san Lucas versa sobre estos aspectos. Nuestro exegeta no se contenta con buscar el primer significado obvio, sencillo y simple –el literal– del texto bíblico, sino que investiga sistemáticamente aquel más sublime, más preciso y escondido: el místico, convencido que se debe investigar y estudiar con mayor atención –no pocas veces «con dolor y angustia»–, y profundizar «en Jesucristo, el significado, hasta en los detalles, de las palabras divinas: Todo esto, me parece –concluye él–, tiene un sentido más profundo que el significado de la simple narración».

En otra parte geográfica, más al norte, los cristianos en Antioquía tienen también maestros insignes a quienes preocupa la Escritura en sí misma y por sí misma, y no primeramente al servicio de una apología teológica, como era el caso de los autores alejandrinos. Esta escuela alcaza su cima bajo la dirección de Diodoro de Tarso, en el siglo iv. Entre los discípulos antioquenos más importantes se encontrarán Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro y san Juan Crisósotomo, por ejemplo. Estos comentaristas bíblicos se esfuerzan por limitar la exégesis alegórica, que les parece poco segura. «No prohibimos una interpretación más elevada –escribe Diodoro–, ni la theoria (intuición profética), porque el relato histórico no la excluye, sino que, por el contrario, es el fundamento y el cimiento de intuiciones más elevadas... No obstante hay que tomar precauciones para no dejar que la theoria desplace al fundamento histórico, porque el resultado no sería la theoria sino la alegoría». De esta forma el maestro antioqueno sostiene el fundamento sólido de la tipología. También Severiano de Gábala establece una distinción esclarecedora en esta misma línea: "Una cosa es hacer violencia a la historia para sacar de ella una alegoría, y otra respetar íntegramente la historia, descubriendo en ella una theoria (intuición) por encima y más allá de ella».

La conclusión práctica de estos autores es que reducen al mínimo la relación del Antiguo Testamento, que consideran en teoría prefiguración simbólica y profética de hechos neotestamentarios, con las enseñanzas del Nuevo Testamento. El ejemplo más claro a este respecto es que Teodoro de Mopsuestia negaba el significado tradicional del Cantar de los cantares, donde no veía en los dos amantes a Cristo y su Iglesia, sino un simple cantar de amor profano, compuesto por Salomón para su esposa.

San Juan Crisóstomo, el autor más prolífico de entre los griegos cristianos, distingue, por su parte, la profecía verbal de la profecía tipológica o figurativa: ésta utiliza los hechos, mientras que la otra es verbal, de palabras. Un ejemplo de las profecías verbal y figurativa, que se aplican a un mismo tema sería el siguiente ejemplo: "Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca" (Is 53, 7); ésta es una profecía oral. Cuando Abrahán llevó consigo a Isaac, vio un carnero enredado por los cuernos en un matorral; lo llevó y lo ofreció en sacrificio, anunciando, a modo de prefiguración, el sacrificio de nuestra salvación; ésta es una profecía figurativa.

El Patriarca de Constantinopla resume las orientaciones exegéticas de Antioquía diciendo que todas las palabras de la Escritura se agrupan en tres categorías: las que manifiestan, más allá de la letra, un sentido más profundo, objeto de la theoría; otras que sólo pueden ser comprendidas conforme al enunciado literal; y finalmente otras pueden ser comprendidas en un sentido diferente de la materialidad de las palabras, es decir, el sentido alegórico. Pero sobre todo las Sagradas Escrituras son manifestación de la condescendencia divina para con el ser humano. Así comenta las palabras "Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con furor" (Sal 6, 1): «Cuando escuches «furor» e «ira» respecto a Dios, no supongas nada humano: son palabras de condescendencia (synkatábasis). Y es que la divinidad está lejos de todas estas cosas. Habla así, sin embargo, para apoderarse de la inteligencia de los más torpes. También nosotros, cuando hablamos a los extranjeros, utilizamos su lengua, y cuando nos dirigimos a un niño, balbuceamos con él, y aunque seamos mucho más sabios, condescendemos hasta su escasa estatura. Y ¿tiene algo de admirable, si hacemos esto con las palabras, el hacerlo también con las obras, y que, mordiéndonos las manos y fingiendo ira, corrijamos de esa manera al niño? Así también Dios se sirve de tales palabras al pretender dirigirse a los más iletrados. Pues no trata de hablar en favor de su propia dignidad, sino en provecho de los que escuchan».

Los ejemplos de esta tradición exegética se podrían multiplicar; basten los recordados. Como se ha podido observar los límites exegéticos de los autores representativos que aquí hemos traído a colación no son tan diferenciados de los comentarios alejandrinos, como a veces se ha pretendido. En realidad los antioquenos distinguen entre alegoría y tipología (Diodoro define esta última como theoria), en el sentido que la theoria (intuición de verdades trascendentes) sobrepone el sentido cristiano al literal del Antiguo Testamento, sin eliminarlo, mientras que la alegoría (lit. otro-hablar), según ellos, lo elimina.

4. Otras hermenéuticas orientales

La polémica entre alegoristas y literalistas se extendió no sólo a las tradiciones seguidas por distintos maestros en Alejandría y Antioquía, sino que también se desarrolló en otros ambientes cristianos del Oriente, como lo demuestran los escritos de los llamados Padres capadocios. Un ejemplo significativo lo tenemos en san Basilio de Cesarea. Conservamos su comentario al capítulo primero del Génesis (Hexaemeron), cuyas homilías presentan un tipo de interpretación estrictamente literal e incluso con toques polémicos contra los alegoristas. En cambio, sus homilías sobre los Salmos, aun siendo de tendencia literalista, no carecen de cierta iniciación alegórica. Este gran legislador del monacato cristiano, será quien establezca los primeros criterios monacales con que deben leerse las Escrituras divinas. En su carta a san Gregorio escribe: «El gran camino que lleva al descubrimiento del deber es la meditación de las Escrituras inspiradas. En ellas se encuentran las reglas de conducta y las vidas de los bienaventurados que la Escritura nos ha transmitido».

En efecto, los anacoretas, con frecuencia iletrados, aprendían de memoria los textos, particularmente los Salmos. Sus Apotegmas o sentencias, reflejan sobre todo episodios y escenas referentes a la hagiografía y que caracterizan a sus personajes. Ante la penuria bíblica en esta clase de escritos es difícil encontrar el criterio o los principios básicos que condujeron a estos cristianos por caminos hermenéuticos concretos. Los monjes cristianos de la primera época se limitan a leer para poder hacer un uso sencillo de la Biblia. Así lo reflejan las Reglas de san Antonio y san Pacomio, en las que el único objeto de empeño intelectual debe ser la escucha de la Escritura. En todo caso, la finalidad hermenéutica de los monjes de esta época primera no es otra –ciertamente no pequeña– que la paradoja del asceta iletrado pero intérprete profundo de la Escritura, según el modelo de los pescadores del lago de Tiberiades, que fueron los primeros en seguir a Jesús. La "escucha de la Escritura" en la vida de estos monjes suponía leerla individualmente, copiarla, transcribirla, «rumiarla» en cada momento del día, en sus casi interminables horas comunitarias dedicadas a la liturgia hasta aprendérsela de memoria y hacerla propia, pues veían en ella un depósito inagotable de modelos específicos para sus vida.

El caso más significativo de esa tendencia aglutinadora es el que representa san Gregorio de Nisa, quien asimiló más profundamente la influencia de Orígenes en el ámbito exegético y también dogmático, como lo demuestra su defensa de la teoría de la apocatástasis origeniana. El Niseno emprenderá un camino nuevo en la exégesis cristiana: el empleo de la alegoría –aunque evitó este término, prefiriendo anagogé, theoría o diánoia– en la interpretación de los textos veterotestamentarios, mientras que evitó dicho método para los textos del Nuevo Testamento. Los otros dos criterios que inspiraron la exégesis de este gran maestro de la Iglesia Antigua fueron la finalidad (skopos) y la ilación o conveniencia (akoloutheia), que Orígenes también había intuido, aunque no desarrolló suficientemente. Para el Niseno todos los textos de la Sagrada Escritura encierran un fin específico más allá de la exigencia de interpretarlo espiritualmente, y por tanto deben ser explicados en función de esa finalidad específica. La meta a la que tiende toda la Escritura –viene a decir– es hacer de guía a sus lectores para alcanzar la bienaventuranza mediante el arduo camino de la práctica de las virtudes cristianas. De esta manera se abre un nuevo camino más amplio en la interpretación de los textos bíblicos. En efecto, su Vida de Moisés explica literalmente y alegóricamente el transcurso de la vida terrena del santo Patriarca como tipo del alma en su camino de perfección hacia Dios: una vez alejadas las pasiones terrenas comienza la felicidad. Ascesis y progreso indefinido en el conocimiento del Dios infinito constituirán los fundamentos de toda su doctrina hermenéutica.

Traspasando las fronteras del Imperio Romano, más al Oriente, se desarrolla la llamada «escuela de los persas», establecida primero en Nisibi, donde además de la Escritura y su lectura, se enseñaban otras ciencias, como la música, con marcados matices cristianos fieles a Roma. Los avatares de la historia trasladarían estos conocimientos hasta la ciudad de Edesa, donde conoce todo su esplendor gracias a maestros como el diácono san Efrén. Los exegetas de esta región se caracterizan por un deseo de fidelidad al texto original, pero con un enfoque más próximo al terreno cultural semítico, apartándose del helénico y alejandrino. El ejemplo más significativo del interés bíblico en esta región es la traducción de las Escrituras en la conocida Peshitta, resultado de una versión que tomó por base el texto hebreo de las Escrituras.

La interpretación de la Biblia en estas comarcas cristianas más orientales se realiza estrictamente en la fidelidad a la tipología tradicional, ya recuperada, durante la prolongación de la catequesis y de la liturgia. En estos ambientes, y de autores como San Efrén o Jacobo de Sarug, nace un simbolismo inagotable, que presenta la creación como la primera revelación de Dios. Basten unas frases de san Efrén, para evidenciar lo que pretendo: «Nadie piense que en las obras de los seis días hay [alguna] alegoría. No puede decirse que estas [realidades] pertenecientes a los días aparecen simbólicamente, ni tampoco que son nombres vacíos, o que otras realidades se nos aparecen simbolizadas por medio de [ésos] sus nombres: sepamos más bien de qué modo fueron creados al principio el cielo y la tierra; verdaderamente eran el cielo y la tierra, y con el nombre de «cielo» y «tierra» se nos indica a otra realidad. El resto de las obras y de las cosas que aparecen después tampoco tienen un significado vacío, pues sus sustancias y sus naturalezas corresponden a lo que sus nombres significan». Todos los Himnos de san Efrén recurren, hasta el agotamiento, al paralelismo antitético, ya iniciado en el libro de los Proverbios, y permite al más grande de los poetas patrísticos una aproximación permanente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, a la vez que sabe diferenciarlos de nivel en la perspectiva de la historia de la salvación.

Por su parte, Jacobo de Sarug cuenta una anécdota, predicando a sus fieles que dice: «Un hombre sabio me preguntó un día: "¿Qué significa el velo en el rostro de Moisés? ¿Con qué finalidad se cubría este gran profeta el rostro ante los hebreos y por qué no podían contemplar su rostro? ¿Qué razón llevó a este hombre que había hablado con Dios a desempeñar en medio del pueblo la función de un actor enmascarado de teatro? ¿Por qué él, la fuente primera del profetismo, se mostró a los ojos de los espectadores con el rostro cubierto con un velo?... Ven, Gracia que desvelas los divinos misterios, para resolver los enigmas que proponen los sabios... El velo sobre el rostro de Moisés –concluye el orador cristiano– significa que las palabras proféticas encierran un sentido escondido. Dios veló así el rostro de Moisés, porque debía ser el "tipo" del sentido velado de las profecías».

Ciertamente, el pensamiento y la exégesis siríacos, de los siglos iii al vii, se desarrolla de forma autónoma en las categorías del mundo semítico. De esta forma se vincula con la primera teología de la Iglesia, y representa un nuevo brote en su florecimiento. Su importancia en la historia de la exégesis católica pienso que todavía está por valorar.

5. La exégesis bíblica en el Occidente cristiano

Son muchas las hipótesis que se han planteado sobre el retraso exegético en el Occidente cristiano respecto a los del Oriente. Efectivamente son cerca de siglo y medio los que distancian el Comentario al evangelio de san Juan, realizado por Heracleón, a mediados del siglo II, y los escritos exegéticos realizados por Victorino de Petovio a finales del siglo III. En efecto, los motivos de esta tardanza son múltiples, pero no el menos importante es que en Occidente no tenían lugar reuniones comunitarias entre semana dedicadas a la lectura y explicación de las Sagradas Escrituras.

En esta parte occidental de la Iglesia tenemos que remontarnos hasta la segunda mitad del siglo cuarto para poder entresacar algunos principios exegéticos. Nos estamos refiriendo al Comentario al evangelio de san Mateo, elaborado por san Hilario de Poitiers. Este santo Obispo entiende que las narraciones evangélicas poseen fundamentalmente un sentido literal, histórico, pero que encierran también otro significado que hay que descubrir. Con frecuencia habla del sentido "típico" de los acontecimientos históricos de la vida de Jesús, refiriéndose normalmente a la salvación universal de todo el género humano. Su opinión respecto al Antiguo Testamento puede resumirse con estas palabras suyas: «La Ley, bajo el velo de las palabras espirituales, ha hablado del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, de su encarnación, de su pasión y de su resurrección... Tanto los profetas como los apóstoles son garantes de ello». Los hechos evangélicos no prefiguran sólo la salvación que ya se realiza en este mundo con la fe en Jesucristo, sino también la consumación definitiva que coincidirá con la segunda venida del Señor.

Por la misma época, finales del siglo IV, aparece lo que podemos llamar el primer manual occidental de exégesis bíblica, pues ofrece una serie de reglas que intentan, de forma sistemática, iluminar las oscuridades de la Escritura. Será el mismo san Agustín, ya entrado el siglo V, quien nos presenta al autor de este manual, titulado Libro de las reglas, con las siguientes palabras: «Un tal Ticonio, que a pesar de ser él donatista escribió infatigablemente contra los donatistas, y en esto demostró su extraña ceguera al no querer separarse por completo de ellos, compuso un libro que llamó de las "reglas", porque en él expuso ciertas siete reglas que son como las llaves con las que se abren los secretos de las divinas Escrituras». Una reciente publicación de estas reglas esclarece lo que Ticonio entiende por «regla»: no es un procedimiento hermenéutico o metodológico inventado por Ticonio a manera de herramienta que se aplica a la Escritura para iluminarla o comprenderla. En ningún momento afirma Ticonio que pretenda crear o fabricar unas reglas. Éstas existen en la Escritura misma; son místicas en cuanto se relacionan con el misterio y, además no de

Autor: diocesismalaga.es

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