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La estulticia de la predicación

Publicado: 10/06/2010: 1494

San Antonio de Padua, franciscano, doctor de la Iglesia y maestro de predicadores se tomó a pecho aquello de predicar “a tiempo y a destiempo”; y, según cuentan las crónicas, en un momento en el que los destinatarios de su predicación se burlaban de él, dirigió su plática a los peces de un estanque cercano, los cuales sacaron la cabeza del agua para escuchar con gran devoción lo que los demás se negaban a oír.

Ciertamente, hay ocasiones en las que la audiencia es desagradecida, no presta o no quiere prestar atención a las palabras del que predica. Pero, en otros muchos casos, es la falta de una buena homilía la que provoca el cansancio, el aburrimiento y hasta el hartazgo de los fieles.

La palabra “sermón” tiene, de hecho, en nuestros días, un claro cariz negativo en el uso popular, y no se le puede echar toda la culpa a la falta de interés del pueblo. En ocasiones, la homilía es demasiado larga; otras veces, toca demasiados temas sin llegar a profundizar en ninguno; otras, es demasiado obvia y no enseña nada; y otras, es demasiado elevada...

La fórmula perfecta, sin embargo, no existe. Depende mucho del tipo de comunidad que esté reunida en ese momento, de las características del recinto, del tipo de celebración que esté teniendo lugar e incluso del clima. El propio Jesús, conocedor de la realidad humana, propició un lugar idílico para dar el sermón de los sermones: el discurso de las Bienaventuranzas, el Sermón de la Montaña. Aunque seguro que también en la falda de aquel monte habría alguno que, mientras el Señor hablaba, estaba pensando en cuándo acabaría el sermón porque tenía que ir a dar de comer a las gallinas... Y es que el Señor respeta nuestra libertad para escuchar o no.

Lo que sí está en nuestras manos es preparar bien las homilías, actualizando el mensaje del Evangelio, poniéndolo en relación con las noticias que reflejan los informativos, aportando ejemplos de la vida cotidiana que hagan al oyente entender que la Palabra está viva y le interpela hoy; mostrando la misericordia de Dios para con el pecador, sin omitir la denuncia de las injusticias que cometemos los hombres.

“Quiso Dios salvar a los creyentes –dice san Pablo– por la estulticia (por la tontería) de la predicación”. Y es que la homilía es parte importantísima de nuestras celebraciones litúrgicas, porque nadie puede darse la fe a sí mismo. Necesitamos “ser predicados”. En la homilía se prolonga la acción salvífica de la Palabra de Dios que se acaba de proclamar.

Corresponde a los ministros ordenados el celo por cuidar la predicación. Y corresponde a los fieles que la escuchan la disposición para encontrar en la “estulticia de la predicación” a Dios mismo que se hace Palabra a través de sus ministros, disculpando su naturaleza humana. No vaya a ser que los peces nos recriminen nuestra falta de fe. 

(Tomado del artículo de "Redacción" de la revista "Diócesis")

Autor: diocesismalaga.es

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