NoticiaColaboración «Navidad, perenne invitación al amor», por Isabel Orellana Publicado: 19/12/2012: 2507 Si hay un periodo del año que aglutina a los ciudadanos de todo el mundo, ése, sin duda, es el de la Navidad. Creyentes y no creyentes viven con singular fruición esos días evocadores de sueños e ilusiones forjados, por lo general, en el calor del hogar, rúbrica indeleble de una infancia que pervivirá siempre en el corazón emanando efluvios de una felicidad que, aunque nunca regrese con la misma intensidad, ha dejado imborrable estela trazada en el interior de cada uno. Pero los creyentes no podemos olvidar que la Navidad, asociada a tintineantes luces de neón, el colorido y aroma de una exquisita y cuidada repostería, el brillo del reencuentro entre los seres queridos, la algarabía de voces infantiles en torno al belén –bellísima e impagable herencia franciscana–, época frecuentemente teñida de nostalgias, tiene su origen en el Amor con mayúsculas. Benedicto XVI llama nuestra atención recordando que no podemos contemplar el acontecimiento de Belén como hecho aislado del Misterio Pascual. «La Encarnación del Hijo de Dios aparece no solo como el inicio y la condición de la salvación, sino como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer a la muerte y al pecado». Así pues, la Navidad –prosigue el Santo Padre– «no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús […]. Es celebrar un Misterio que ha marcado y continúa marcando la historia del hombre […]; un Misterio que conmueve nuestra fe y nuestra existencia». Cada año tenemos la gracia de volver a contemplar a un Niño que desde su humilde pesebre nos tiende sus brazos con infinita misericordia y ternura, y sale a nuestro encuentro para recordarnos que junto a él seremos fuertes en nuestra indigencia y venceremos al mundo. Los textos evangélicos traen estos días momentos sublimes para nuestra reflexión, siempre nuevos, enriquecedores. Portan en sus alforjas añoranzas de un celeste hogar, alumbran nuestra vida personal, familiar y social. Gracia y poesía, delicadamente engarzadas, se asoman a nuestros corazones brindándonos el testimonio inigualable de la Sagrada Familia, excelso modelo para todos los hogares. Pablo VI alentó a ver en ella el ejemplo de «su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable…». Y Juan Pablo II la consideró «desafío permanente, que nos obliga a profundizar el misterio de la Iglesia doméstica y de toda familia humana». Pero en esta admirable catequesis que nos ofrece esta Pascua de Navidad también nos sentimos inundados de alegría ante el gozo de los pastores, apóstoles prestos en acudir al portal, generosos y asombrados testigos de un hecho inenarrable que se apresuraron a difundir por doquier. Además, el corazón estalla de júbilo ante estos peregrinos de la fe, los santos Reyes Magos que rubricaron con su sagacidad, fe y sabiduría ese retablo excepcional que configura el primer periodo de la vida del Salvador, al que no dudaron en ofrecer lo mejor de sí mismos. Todo ello, en conjunto, es una cátedra inigualable de fe, esperanza y caridad. INVITACIÓN A SER FIELES La lectura y expresión litúrgica de la Escritura constituye una invitación a ser fieles en la vivencia de las virtudes. La alborozada exclamación: «¡Hoy nos ha nacido el Salvador!» está llena de resonancias espirituales: fe a raudales, humildad, sencillez, generosidad, confianza en la adversidad, abandono en los brazos del Padre, valentía, audacia, compromiso, contemplación y acción, coherencia, disponibilidad, espíritu de servicio, etc. Toda la gracia volcada en predisponernos a la vivencia de la santidad siguiendo estos excelsos modelos que acompañan al Nacimiento de Jesús. En estos tiempos que corren parece como si entre todas las virtudes que emana el Misterio la solidaridad y la generosidad ostentaran una preeminencia saliendo al paso de tendencias sociales cada vez más ancladas en nuestras vidas que llevan a muchos a hacer a acopio, casi compulsivo, de una ingente cantidad de obsequios en medio de una obligación impuesta por intereses mercantilistas. Constituyen –y más en la crisis que nos invade– un auténtico despilfarro, inútil derroche. Frente a esta tendencia irresponsable, la Natividad de Cristo, la Sagrada Familia que constituyó con María y José nos enseña a compartirlo todo. La Navidad no es sinónimo de consumismo. Se comprende la preocupación del papa Benedicto XVI ante el riesgo de convertir estas festividades en humo que se disipa sin dejar en nosotros la huella de la conversión. Nos pide que «la fiesta no sea absorbida por los aspectos exteriores, que tocan las fibras del corazón». El pontífice reconoce el valor de esos aderezos que conlleva la celebración de estos días, pero en su justa medida: «los signos externos son hermosos e importantes, siempre que no nos distraigan, sino que nos ayuden a vivir la Navidad en su verdadero sentido –aquello sagrado y cristiano–, de modo que tampoco nuestra alegría sea superficial, sino profunda». UN OASIS EN MEDIO DEL DESIERTO Son pautas que hemos de tener en cuenta tutelando de forma exquisita este excelso patrimonio de nuestra fe inscrito en el Símbolo de los Apóstoles y que este Año de la fe se nos invita a proclamar con renovado ímpetu a nuestro alrededor, como hicieron los pastores, sin arredrarnos ante sectores de la sociedad que pugnan por silenciarlo o pasar por él de puntillas, insensibles ante su verdadera grandeza. A nosotros, los creyentes, nos compete ser heraldos de la Nueva Evangelización llevando este mensaje de la caridad a todos sin distinción: los pobres, los débiles, aquellos –y son multitud–, que transitan por este mundo faltos de cariño, consuelo, asfixiados por las preocupaciones y la angustia, la enfermedad, el hambre y la desnudez física y espiritual… Se ha dicho en incontables ocasiones que el amor es el motor que mueve el mundo. Pues bien, éste necesita la luz que irradia el Misterio. El Nacimiento es un «oasis en medio del desierto»; nos permite evocar la perennidad de la Navidad, que será, digámoslo así, «estado natural» de la vida eterna: la suma felicidad, el sumo bien y gozo alcanzado por los bienaventurados que ya contemplan el rostro de Dios. Autor: Isabel Orellana, misionera idente