«La primera y última comunión» Publicado: 03/08/2012: 2214 • XVII Carta a Valerio Querido Valerio: El otro día D. Edmundo se sinceraba conmigo, comunicándome un sentimiento personal que a primera vista puede parecer desconcertante, pero que encierra una buena parte de razón. Para que lo comprendas mejor, y a modo de contraste, permíteme, Valerio, que te recuerde aquello que cuentan de Napoleón, cuando se hallaba en el cenit de su gloria militar. Se dice que a la pregunta sobre cuál había sido el día más feliz de su vida, contestó: «El día de mi primera comunión». Pues mira, Valerio, a D. Edmundo le pasa todo lo contrario. Me decía que para él el día más triste del año era el de la primera comunión de los niños y niñas de su parroquia. Y me lo explicaba así: «La iglesia se llenaba de bote en bote. Los aparatos de vídeo y máquinas de fotografiar, colgados del hombro, daban a muchos asistentes un cierto aire de turistas. Los niños parecían felices; los padres, emocionados; los parientes y amigos invitados, curiosos. Los cantos, las lecturas, las peticiones hechas por los niños, la procesión de ofrendas... todo resultó «muy lindo», como decía un sudamericano, tío de uno de los niños. Hasta parecía que les había gustado la homilía. A pesar de todo, durante la misa no dejó de escucharse un murmullo insistente, provocado por los comentarios no precisamente referidos a las lecturas bíblicas proclamadas». Esta era la descripción ambiental que me hizo. Al terminar la misa, D. Edmundo cerró las puertas de la iglesia. En la soledad del templo, de repente le invadió una profunda tristeza. Fue a arrodillarse a los pies del sagrario para desahogarse con Jesús. Y allí comprendió las causas de aquel amargo sentimiento. Eran éstas: Los dos años de catequesis, preparada con interés tanto por él como por parte de los catequistas, y ofrecida con generosidad a los veintisiete niños y niñas, se deslizaría poco a poco hacia el olvido. Quizás ya nadie nunca más les recordaría las verdades de la fe a las que los pequeños se habían abierto fácilmente. Las reuniones que periódicamente había tenido con los padres de los niños iban a quedar en efímeros recuerdos que jamás llegarían a cuajar en actitudes cristianas. Pero lo que más entristecía a D. Edmundo era adivinar que, para un gran número de aquellos pequeños, la primera comunión sería también la última. Después de escuchar a aquel sacerdote, también yo me entristecí, Valerio. Con todo, D. Edmundo quizás olvidaba otros aspectos que, con todo respeto, quise recordarle. Le dije que, si tenía programada la catequesis de post-comunión, bien seguro que un pequeño grupo continuaría yendo a la parroquia. Que los padres de los niños a lo mejor habían recibido una no pequeña animación de su fe, escondida como entre rescoldos. Que tal vez a más de un curioso invitado a la misa de primera comunión le había llamado la atención alguna que otra cosa dicha en la homilía. Que, ¿quién sabe?, algún día, para alguna de aquellas personas, pequeños o mayores, lo dicho en las catequesis, en las reuniones, en la homilía surgiría como tabla de salvación en determinado momento crítico de la vida. Me atreví a recordarle que los sacerdotes y catequistas hemos sido llamados a sembrar, más que a cosechar. Claro que uno debe tener en cuenta dónde y cómo echa la semilla, no sea que por nuestra culpa se pierda. Te sugiero, amigo Valerio, tú que también colaboras en la catequesis de la parroquia, que para no caer en el desánimo de D. Edmundo, te leas de nuevo el folleto de nuestra Primera Asamblea Diocesana de Pastoral. Allí recordábamos que la catequesis no puede entenderse, ni menos darse aisladamente, sólo para un tiempo y para un sacramento determinado. ¡Que no! Que la catequesis debe ser considerada como la formación permanente del cristiano, y que, como tal, debe estar interrelacionada, debe ser progresiva, constante... Gracias a Dios, vamos avanzando en este sentido. No olvides que un gran obispo de Málaga, D. Manuel González García, inició la renovación de la vida cristiana malagueña a partir de la catequesis, centrada básicamente en la Eucaristía. Estoy convencido que ahora nosotros debemos hacer lo mismo. Valerio, ¡que no te desanimes como D. Edmundo! Que los planes de Dios son misteriosos e incomprensibles, pero que siempre están a favor nuestro, es decir, de toda la humanidad. Cordialmente, Málaga, Mayo de 1988. Autor: Mons. Ramón Buxarrais