«Europa invadida» Publicado: 03/08/2012: 1405 • XVI Carta a Valerio Querido Valerio: Ayer tuve un largo y extraño sueño. Se podría calificar de involucionista y revolucionario a la vez. Así son de contradictorias las pesadillas. Recordando a Freud, me pregunto qué persona o hecho han podido provocarlo. Sospecho que han sido los interrogantes que me planteabas en tu última carta. Y aunque se me hace difícil creer en los sueños (si bien comprendo lo que significan en la Biblia), ¿quién sabe si el mío puede ser una respuesta a tus preguntas? Te lo cuento. Tuve la impresión de despertar después de una larguísima noche. Me sentí sumergido en un tiempo diferente. Una fuerza misteriosa me había lanzado hacia el futuro, a una larga distancia de tiempo, situándome en el umbral del año 2100. Otras razas y otros dioses Al salir de casa vi por la calle a mucha gente, sobre todo a muchos niños. Todos parecían llenos de vida y contentos. Subían, bajaban, salían, entraban..., con prisa y orden a la vez, como si todo estuviera programado. Las fisonomías no me eran familiares. Descubría rasgos de otras razas que no llegaba a reconocer. Ciertamente no eran europeos. Tímidamente intenté saludar a los que se cruzaban conmigo; pero nadie me respondía. ¡Qué cosas tienen los sueños! ¿verdad, Valerio? Cuando miré hacia lo alto de la calle, contemplé asombrado un majestuoso templo de no sé qué religión en el sitio donde antes se levantaba el Santuario de la Patrona. Casi al mismo tiempo, vi desfilar una procesión cuyos participantes cantaban y bailaban en honor a dioses extraños. El sueño, Valerio, además de ser raro, comenzaba a ser pesado. Pero, hay más todavía. Un anciano de 140 años En plena calle, abarrotada de gente que se cruzaba sin rozarse, me llamaron por mi nombre. Al principio me alegré que alguien me reconociera; pero, tuve la impresión de haber sido descubierto, sentí miedo y eché a correr sin que lograra avanzar, como pasa en los sueños. Alguien me alcanzó o me «pilló», mejor diría. Puso su mano arrugada sobre mi hombro, y mirándome serenamente dijo: «Te conozco». ¿Y quién era?; aunque en realidad poco me interesaba saberlo. Lo que deseaba saber era el por qué habían cambiado tanto las cosas y las personas. Adivinando mi inquietud, el anciano me invitó a sentarme junto a él, en un fantasmagórico banco, diciéndome sin más: «Tengo 140 años. Escapé de la eutanasia ¿sabes? Gracias a un médico, biznieto de un amigo, consigo medicamentos que alargan mis años. Conservo mis fuerzas en buen estado y mi cabeza despejada. Pertenezco a la pequeña comunidad cristiana de la ciudad. Bueno, ya te habrás dado cuenta que estamos en el año 2100». Todo parecía de película, Valerio, y comenzaba a ser un supersueño. Lo que me inquietaba era saber el por qué la ciudad había sido invadida. Así que, con tono de exigencia, pregunté al anciano: «¿Qué es lo que ha pasado en este último siglo?». Y me dijo: La familia es recuerdo de un pasado «Allá por el año 1990, los países llamados desarrollados hicieron los posibles por destruir la institución familiar: prensa, novelas, revistas, cine, televisión, radio, profesores, catedráticos..., fueron socavando de una manera indirecta o descarada los valores familiares. Se daba a conocer la homosexualidad y se proponía como estado normal de vida. Ser hombre o mujer no dependía ni de lo fisiológico, ni de lo psicológico; era simplemente cosa de elección. Por otra parte se nos convenció de que el compromiso estable en la vida matrimonial era trasnochado y atentaba contra la libertad del individuo. El adverbio «siempre» se suprimió de los diccionarios. Nada podía ser estable. Personas, instituciones, cosas..., todo había entrado en el túnel del cambio forzoso, sin que se supiera hacia dónde íbamos. La vida social se concebía a base de «tiempos al antojo», que es decir tanto como a base de superficialidad. Se nos acostumbró a no pensar, a no profundizar. Así, todos éramos manipulados sin dificultad. Y se terminó el matrimonio. Consecuentemente...». Se terminaron los niños «Los senadores y diputados que legislaban frenética y frívolamente, propusieron como modelo la «pareja-sin-hijos». El criterio que prevalecía en todo era el del placer. Se le erigió un monumento abstracto en cada pueblo y ciudad. Hasta se construyeron templos en su honor. Por lo demás, como la técnica iba desplazando a las personas, ya éramos suficientes y aun sobrábamos. No necesitábamos sucesores; y se terminaron los niños. Cuando una pareja permanecía varios años unida y tenía uno o dos hijos, era el «hazmerreir» de todos. Porque los hijos exigían renuncias, sacrificios... y todo esto no entraba en los cánones de la modernidad. Nadie debía sacrificarse por nada. La sociedad, saturada de adelantos técnicos, había desplazado todo lo que pudiera ser abnegación, fuerza de voluntad, dominio de sí mismo..., Empezaron a cerrarse los centros maternos; después sobraron plazas escolares; tampoco necesitábamos maestros; y hasta se clausuraron varias universidades». Como puedes ver, Valerio, el sueño era delirante. La muerte servida a la carta Entonces el anciano, con rostro de extraña preocupación continuó diciéndome: «En aquellos años se valoraba sólo lo que era eficaz para el progreso técnico. Así, los estados modernos se pusieron de acuerdo para ir mucho más allá que Hitler: eliminar a los ancianos y a los enfermos crónicos o incurables. Y se impuso la eutanasia, es decir el morir sin dolor alguno y según la edad establecida por los gobiernos. A unos, se les imponía la muerte; a otros, se les convencía de su necesidad; y pocos llegaban a la ancianidad. Se terminaron los funerales y el llanto por los difuntos. Todo estaba cruelmente programado. No había lugar para el afecto, ni menos para la compasión. Los estados eran máquinas perfectas; pero, sin alma. De esta manera se llegó a destruir la familia. No se escuchaban los sollozos de los niños, ni tampoco sus risas espontáneas. Desapareció el diálogo de los esposos. Tampoco se veían lágrimas sobre los rostros arrugados de los ancianos, ni recibíamos sus sabios consejos. La convivencia humana era terriblemente fría. La tristeza, las depresiones y los suicidios se introdujeron en cualquier grupo social. Y, a su tiempo, la muerte servida a la carta». ¡Es que hay sueños, Valerio...! El S.O.S. de la envejecida Europa «Cuando los gobernantes se dieron cuenta de que la vieja Europa agonizaba, se les ocurrió ofrecer valiosísimos premios a las parejas que tuvieran hijos. Pero, fue imposible. Era algo así como el que va a por frutos de un árbol al que antes se le cortaron o envenenaron las raíces. Además, la vida en laboratorios, a la larga, no dio resultados. La gente había perdido la idea y el hábito de la generosidad. Y, claro, un hijo, siempre exige una dosis, más o menos grande, de generosa dedicación, de sacrificio, de renuncia…, y a esto nadie estaba dispuesto, porque anteriormente se nos había convencido de lo contrario. Así que no hubo otro remedio que pedir auxilio a los llamados pueblos del tercer mundo. De los cuatro continentes comenzaron a llegar muchos emigrantes. Son estas buenas gentes que ahora llenan nuestros pueblos y ciudades. Ellos cultivan los campos, explotan las minas, pescan en nuestros mares, pulsan los botones de las fábricas, conducen los bólidos y satélites, dirigen y sirven los hoteles, ocupan los escaños del Senado y del Parlamento, dictan leyes e imponen sus costumbres y religión. ¡Se acabó la cultura europea!». Como puedes ver, Valerio, el sueño, además de largo y delirante, comenzaba a ser también preocupante. Pero no termina todavía. ¡Sigue, sigue! La confusión de los cristianos «La perplejidad me aplasta», le dije al anciano. «No comprendo cómo se ha podido llegar a este extremo, si la Iglesia os decía todo lo contrario. ¿Por qué no le hicieron caso?». «Mira, continuó diciendo, en Europa después del Concilio Vaticano II, mientras unos pastores justificaban todo lo nuevo, otros lo rechazaban visceralmente. Los teólogos cuestionaban cualquier verdad o se limitaban a repetir hueca y fríamente lo que habían escrito sus antecesores. Resultado: los fieles comenzaron a dudar de todo. Aquello fue una hecatombe. Cada uno se hacía «su verdad» y «su moral». La obediencia evangélica se evaporó totalmente. La objetividad se sacrificó en aras de la creatividad. La verdad estaba en lo novedoso; lo pasado era simple y craso error. Se hacían muchas reuniones; se celebraron sínodos y congresos; se escribían muchos libros y se nos repartían un montón de folios. No es que fueran desacertadas las ideas propuestas y los programas confeccionados, no. Lo que pasaba era que la inconstancia los apolillaba. Pocos profundizaban en la acción, y por eso era necesario programar de nuevo, crear subcomisiones y preparar otros encuentros». Pastorales opuestas El sueño, querido Valerio, se estaba saliendo de madre. «Nuestra Iglesia, continuó diciendo el anciano, se diluía o encasillaba. Por una parte había grupos de cristianos que ensancharon de tal manera los límites de pertenencia a la comunidad, que llegaron a borrarlos, confundiéndose con cualquier otro grupo. Eran aquellos que todo lo ponían fácil, con tal de mantener o aumentar el número. Otros se pasaron al extremo contrario: exigían tal conocimiento de la doctrina cristiana y tanta perfección en vivir el evangelio, que sólo pequeñas minorías eran capaces de permanecer en la comunidad. No se llegaba a distinguir si se trataba de una iglesia cristiana o de una secta. Se enfrentaron entre ellos. Nadie quiso ceder un ápice en su postura. Y el Espíritu Santo no estaba ni con unos ni con otros, sino entre ambos. Total, nuestras comunidades se fueron desintegrando». En la vorágine de la pesadilla, Valerio, me preguntaba si todo aquello no sería el fin del mundo. Las mil y una ofertas Y de nuevo, el anciano: «Ante tal desorientación, y porque en realidad habían dejado de escuchar y seguir al Maestro, llegaron falsos profetas que hicieron su agosto. Cada día aparecían y desaparecían sectas nuevas, que se mantenían o dispersaban según la capacidad de adoctrinamiento o fuerza política y económica de sus respectivos líderes-fundadores. El sincretismo o mezcla de elementos cristianos, brahamanistas, budistas, confucionistas y otros más exóticos, era lo que más se vendía en el mercado religioso. Y como nuestra gente no tenía ideas claras, ni voluntad firme, se iban detrás del primer «iluminado» que le ofrecía la felicidad a precio muy reducido, con la sola condición de seguir incondicionalmente al «gurú» de moda. En el campo del pensamiento se impuso, de una u otra manera, el subjetivismo. Y renacieron aquellas corrientes filosóficas que antaño hicieron tantos estragos entre los cristianos. Pero, se había perdido la memoria histórica, y todo sonaba a nuevo y, como nuevo, a verdadero». El Espíritu emigró Me sentía desplomado interiormente, Valerio. Aquel anciano me resultaba un personaje apocalíptico de los de falso cuño. Temía que me dijera lo peor. Y le pregunté: «¿Es que la Iglesia está en vías de extinción?» «¡Nada de eso!» me dijo enérgicamente. «La Iglesia continúa fuerte y viva en otros continentes. De allí nos llegan cartas a menudo, y nos informan cómo de año en año aumenta el número de los bautizados. Nos dicen que se respetan y se quieren; y de cómo ayudan a los más necesitados, porque ellos viven sobriamente y dan de lo que les sobra y aun de lo que necesitan, cuando se trata de casos urgentes. Y de cómo se aprecia al Papa, a los obispos, a los presbíteros; y cómo los teólogos son a la vez creativos y fieles a la tradición. Y que no hay ambición entre ellos. Y de cómo son admirados por los que todavía no creen. Aún más: si años atrás llamamos a emigrantes para revitalizar la envejecida Europa, ahora pedimos misioneros para recristianizar nuestros pueblos. Yo espero que...» ¡¡Y desperté!! Me sentí aliviado de aquella pesadilla; pero también contrariado porque el anciano no me contó el final de la «película». Quedó en suspense. Responsables del futuro Como te decía al comenzar la carta, querido Valerio, a lo mejor mi sueño responde a las preguntas que me hiciste. Me habías contagiado tu angustia por el porvenir cultural y cristiano de Europa. Muchos comparten tu preocupación. Pero lo importante es saber lo que hay que hacer de cara al futuro inmediato para que mi sueño no haya sido más que una simple y delirante pesadilla. No sé lo que se te puede ocurrir a ti, Valerio. A mí, entre otras sugerencias más importantes todavía, se me ocurre lo siguiente: En lo social -La institución familiar tiene que ser amparada y fortalecida. En España tenemos muchos estatutos, pero nos falta uno que es esencial: el Estatuto de la Familia. -Los padres deben sentirse respetados y ayudados en el número de hijos que responsablemente quieran tener; y en esta responsabilidad deben ser ayudados moral y económicamente por el Estado. -Suprimir el aborto. -Ofrecer a la juventud una adecuada educación sexual, sin incitarles ciegamente. Hay que ayudar a los jóvenes a ser felices, más que a divertirse. -Los ancianos necesitan ser respetados e integrados en el mismo hogar, en cuanto sea posible. En lo eclesial En lo que a la Iglesia se refiere sugeriría que: -Debemos dar prioridad a la caridad que une y perfecciona todos los demás carismas. -Es necesario que crezcamos en un mayor afecto, basado en la fe, para con la Institución querida por Cristo, es decir la Iglesia. -Respetar y obedecer a los pastores que presiden a la comunidad en nombre de Jesucristo. -A los fieles se les deben reconocer sus derechos dentro de la comunidad eclesial y animarles a ser fermento evangélico en las estructuras temporales. -Es necesario que los teólogos sigan investigando, teniendo siempre en cuenta la tradición. -Que los catequistas ofrezcan el magisterio ordinario de la Iglesia, evitando opiniones personales o cuestiones discutidas. -Urge que los movimientos, comunidades y grupos cristianos superen el reduccionismo pastoral por el que a veces se creen poseedores únicos y exclusivos de la verdad y vivencia cristianas, llegando a convertirse en grupos sectarios. A lo mejor, Valerio, a ti se te ocurren otras sugerencias más acerta das. Te agradeceré me las hagas llegar. Todos somos responsables del futuro. Cordialmente, Málaga, Marzo de 1988. Autor: Mons. Ramón Buxarrais