Jesús, tras proclamar el Reino en Jerusalén, tiene controversias con los distintos grupos religiosos. Ahora, se constata que acaba de hacer callar a los saduceos, y un fariseo experto en la Ley lo pone a prueba con un interrogante sobre el mandamiento principal.

Como buen rabbí, Jesús contesta apelando a la Ley, citando el Shemá, mandamiento por excelencia referente a Dios: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser” (Dt 6,5). Pero a la vez, Jesús cita otro mandamiento también tomado de la Torá: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18.). “El segundo es semejante al primero”, dirá. Jesús, así, coloca ambos mandamientos al mismo nivel.

Para Jesús, lo esencial es la doble dimensión del amor, una dimensión vertical que se dirige hacia Dios y una dimensión horizontal que se orienta hacia los hermanos. Ambas, no solo no entran en competencia, sino que van de la mano. Es más, en muchas ocasiones Jesús presenta cómo el amor a Dios se manifiesta y concreta en el amor al prójimo: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí, me lo hicisteis” (Mt 25,40). Teresa de Jesús, cuya fiesta hemos celebrado recientemente, nos deja una perla en este sentido: “La mejor manera de descubrir si tenemos el amor de Dios es ver si amamos a nuestros hermanos”. Jesús en el evangelio de hoy, una vez más, revoluciona la teología judía. ¿También la nuestra?