NoticiaColaboración Pasión de Cristo, pasión por el mundo Publicado: 25/02/2013: 8587 Jesús de Nazaret. Déjanos sumarnos a esa confusa multitud que te aclama con palmas de olivo, con su voz rasgada o su silencio desnudo, con su ira contenida o su esperanza incierta. Va por ti, padre o madre sin trabajo, al borde del suicidio, joven en paro y sin futuro. Va por ti, muchacha violada o mutilada en tu carne y en tu alma, anciano abandonado con la sonrisa ya perdida. Y por todos los amores traicionados. Por ti, pobre niño, soldado doblemente pobre, y vosotras, muchedumbres hambrientas que los grandes poderes asesinan cada día. Por ti, Jesús de Nazaret. Señor de la Pasión. Déjanos sumarnos a esa confusa multitud que te aclama con palmas de olivo, con su voz rasgada o su silencio desnudo, con su ira contenida o su esperanza incierta. Tú eras joven y fuerte. Tus ojos lo habían observado todo de cerca: la desesperación de los campesinos, la miseria de los pescadores del lago, el desaliento de los jornaleros esperando en la plaza de las aldeas, la humillación de las mujeres, el llanto de los niños, la dictadura de los impuestos, el yugo de las deudas impagables, la desdicha de los leprosos y enfermos al borde de los caminos. Tu corazón rebosaba alegría. Y donde había pasión, padecías. ¡Gracias, Jesús! No te imagino como un hombre perfecto, pero eras compasivo. ¿Qué perfección necesita este mundo si no es la dulce compasión con lo imperfecto y lo herido? Tus labios eran de profeta, y nunca callaron nada. Tus palabras estaban hechas de luz y de fuego, como tus ojos, pero también de misericordia y consuelo; provocaban, nunca condenaban. Consolaban al afligido y transformaban a todos. Sobre una verde colina de Galilea, en medio de campesinos arrendatarios, jornaleros y pescadores miserables, dijiste: «Bienaventurados los pobres, porque pronto dejaréis de serlo. Bienaventurados...» Cuando lo oyeron Pilato, Herodes Antipas y muchos con ellos, se inquietaron. Pero tú seguiste. Cuando ya crecía la primera luna de la primavera, acompañado de tu gente, subiste a Jerusalén a celebrar la Pascua. Fue cuando un grupo de simpatizantes tomaron palmas en sus manos y te aclamaron. Los guardias del pretorio y los sacerdotes del templo se volvieron a alarmar. Y fuiste al templo, soltaste a los pobres animales, volcaste las mesas de los cambistas y dijiste: «¡Destruid este templo!». Dios quiere libertad y bondad. Allí mismo te arrestaron. Y corriste la suerte de los malditos de la tierra. Pero nosotros te bendecimos, Jesús. Eres nuestro hermano herido. Aunque de lejos, nosotros también queremos seguirte. En esta Cuaresma y Semana Santa déjanos sumarnos a aquella sencilla gente que te aclamó en las calles de Jerusalén. Déjanos celebrar tu vida, contemplar tus heridas, por si tu memoria nos convierte a la bondad y a la esperanza. La contemplación de tu cuerpo herido, que camina decidido y presto hacia el Calvario, nos cura, nos sana, nos salva. Nos cura tu vida feliz y generosa. Nos salva tu vida que se hundió y germinó en la Eterna Compasión. Jesús, hermano herido, ya crece la primera luna de primavera. Ya florece el laurel. Ya se hinchan las olivas como lunas minúsculas en la noche del olivo, para luego hacerse aceite en la mesa, ungüento en la herida, bálsamo en la tumba, perfume en la Pascua. Autor: Francisco Aranda