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El Señor no estaba allí

Publicado: 04/04/2010: 675

“Todos fueron mis momentos: Caná, Getsemani y el lago de Tiberiades, Jerusalén, Belén, Nazaret que me recuerda nuestra casa… ¡fueron tantos! Pero hay uno que gocé con pasión: cuando entramos en el sepulcro pude comprobar que el Señor no estaba allí”

En Navidad, una familia malagueña participó en una peregrinación a Tierra Santa. En una entrañable cena familiar, comentábamos las distintas experiencias que habían vivido cada uno de los peregrinos.

El padre relataba, con ojos casi llorosos, la experiencia tan profunda que supuso renovar las promesas de fidelidad matrimonial en un marco tan  evocador como el de Caná de Galilea: el recuerdo de aquella boda, la insinuación de María -“no tienen vino”-, su invitación maternal–“haced lo que Él os diga”- y la generosidad de Jesús adelantando el milagro que llenó de alegría a los novios.

El hijo mayor, con veinte años en su experiencia de vida, contaba con entusiasmo como le habían impresionado sobre manera dos momentos: la oración en el Huerto de los olivos y el Vía Crucis por la Calle de la Amargura. Contimidez e ímpetu juvenil confesó uno de los artículos de nuestra fe: “Jesús era verdaderamente un hombre”. Y prosiguió, con ojos de ensueño: “si quiso compartir nuestro sufrimiento, el dolor tiene ya una explicación y un sentido”, afirmó en la mejor línea existencialista. La madre, le apretó la mano, con un intercambio cómplice de miradas.

El hijo mediano, a punto de dejar el Instituto y pasar a la Universidad,  comunicaba su experiencia junto al lago de Tiberiades. Le  venían a la mente y al corazón escenas maravillosas del evangelio: el llamamiento de los discípulos, la pesca milagrosa, la tormenta calmada, los diálogos con Pedro, el reconocimiento del Maestro que camina sobre el agua y al que confundieron los discípulos con un fantasma. Y puso en sus labios la misma confesión pascual que Juan compartió con Pedro: “¡Es el Señor!”

El padre sentenció con convencimiento que, junto al lago, había hecho una oración cargada de esperanza: “¡Señor, sigue llamando a los que quieras para ser tus discípulos! Sería feliz si llamaras a uno de mis hijos”. El silencio se convirtió en oración familiar.

 La hija, ya adolescente, estaba impaciente por intervenir y expresar, más con los ojos que con las palabras, su experiencia peregrina a la Tierra del Señor. “Me emocionó el monte de las Bienaventuranzas”, comentaba atropelladamente. “Parecía que el eco me traía las hermosas palabras del Maestro: bienaventurados… bienaventurados…” Dejó pasar unos momentos. “En el monte también multiplicó Jesús los panes y los peces…” Y continuó en voz baja:“pedí al Señor, que supiéramos repetir como Él: ¡no sólo de pan vive el hombre!”

 El hijo pequeño, ensimismado en el relato de sus hermanos, asentía sonriente y, con una mirada de ensueño, aguardaba su turno. “¿Y tú que recuerdas?”, le preguntó su madre. “Yo, cuando paseábamos por Jerusalén,  me acordaba de la procesión de ramos y de la pollinica. ¡Cómo me hubiese gustado  estar allí con mi ramo y aplaudir al Señor! Yo hubiese gritado más que nadie: ¡Hosanna!”

Las fotos del viaje iban pasando de mano en mano: momentos cargados de emoción, recuerdos entrañables que se quedan en la memoria de cada uno, reconocer a los compañeros peregrinos, contar de nuevo las anécdotas sucedidas… Mientras, todo se iba ensamblando en un montaje audiovisual que mostraba el padre con orgullo, al haber vencido las dificultades de la nueva técnica con el entusiasmo del cariño familiar: ¡Es mi familia! podría titularse la película.

Todos se sentían protagonistas. La madre miraba complaciente; el padre recogía la informática; el hijo mayor ya miraba el reloj, recordando su próxima cita; la hija estaba atenta a la posible llamada del teléfono. El encanto de la escena se iba apagando.

De pronto, el hijo pequeño mirando a su madre le espetó a la cara: “¿Mamá y tú que recuerdas del viaje? ¿Cuál fue tu mejor momento?” El silencio volvió a aglutinar al grupo. Todos fijaron sus ojos en la madre. Ella, con parsimonia y cogiendo la mano del hijo, abrió su corazón a la confidencia: “Todos fueron mis momentos: Caná, Getsemani y el lago de Tiberiades, Jerusalén, Belén, Nazaret que me recuerda nuestra casa… ¡fueron tantos!  Pero hay uno que gocé con pasión: ¡cuando entramos en el sepulcro pude comprobar que el Señor no estaba allí!”

El hijo pequeño abrió sus ojos y le dijo con timidez: “Mamá, me has enseñado que el Señor está en todas partes”.  La madre miró complacida a su hijo y balbució: “Sí, hijo, el Señor está en todas partes, precisamente porque no está en el sepulcro: ¡Cristo ha resucitado, está vivo! Y continuó su relato, como una oración en alto: “En el sepulcro pensé: Señor, hemos venido a Tierra Santa para encontrarte… ahora me doy cuenta que tú has viajado con nosotros; hiciste las maletas con nosotros, tomaste el avión con nosotros, te alojaste en nuestro hotel. Y, en verdad, has sido tú el mejor guía mostrándonos tu tierra, tu historia, el pueblo donde naciste, los lugares en los que jugaste y en los que creciste adolescente; nos señalaste las ruinas del templo en el que te perdiste, el paisaje del abrazo al hijo pródigo, el huerto en el que oraste, el monte en el que hablabas con tu Padre, el Calvario donde entregaste la vida…” Respiró profundamente, tomando aliento y, como en un suspiro, exclamó:“Pero sobre todo, Señor, al contemplar el sepulcro vacío salté de alegría como la Magdalena, a la que te apareciste primero. Y me sentí, como ella, enviada a mis hermanos a anunciarles: ¡El Señor ha resucitado!”

Autor: Alfonso Crespo

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