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Resucitar cada día

Publicado: 02/05/2012: 2039

Una reflexión pascual que nos invita a salir de nuestros sepulcros, como Lázaro, al oir la voz del Maestro, como hijos nacidos de la Pascua.

La voz del Maestro sonó fuerte, como queriendo atravesar la enorme piedra que hasta hacía unos instantes sellaba el sepulcro de su amigo. Pero Lázaro no salía. Mejor dicho, se resistía a salir. Los cuatro días que llevaba en aquel agujero ya habían hecho mella en su ánimo. A fin de cuentas, ¿no estaba ya muerto? ¿Qué le importaba a él todo lo demás? Su primer día en el sepulcro, cuando depositaron su cuerpo en el túmulo central del pequeño recinto, lo había dedicado a familiarizarse con su nuevo hábitat: fundamentalmente a oír y oler lo que allí había. Apenas escuchaba nada, salvo el vuelo de una mosca que se había colado dentro de la tumba, y los aromas de los ungüentos con que lo habían embalsamado tapaban el mal olor de la estancia. Para cuando se quisiera dar cuenta, el olor de la muerte le resultaría familiar: se habría convertido ya en su propio olor. Por lo demás, había llegado a la conclusión de que allí no se estaba tan mal: había oscuridad, silencio, calma..., incluso la temperatura era buena. ¿Para qué salir?

El relato del cuarto evangelio, evidentemente, no cuenta nada de esto. A la voz de Jesús, Lázaro sale fuera del sepulcro. Pero los discípulos y amigos de Cristo a veces sí nos encontramos así: con el Señor llamándonos a abandonar los sepulcros donde nos han o nos hemos puesto y, sin embargo, con pereza para salir de ellos: al fin y al cabo, no se está tan mal dentro.

Los cristianos debemos ser, ante todo, criaturas nuevas, hijos engendrados y nacidos de la Pascua. Esto ha de traducirse, naturalmente, en comportamientos adecuados, actitudes verdaderamente misioneras, talantes apostólicos.

Pero son muchos los obstáculos que se nos ponen en el camino del crecimiento y la madurez cristianas. Si queremos avanzar en ese camino, habremos de remover primero esos obstáculos para dejar la vía libre. De lo contrario, corremos el riesgo de desanimarnos y darnos la vuelta, o de salirnos del camino .Habremos de aprender del profeta, cuando percibe que su misión consiste en plantar y construir una vez desbrozado el terreno: «Hoy te establezco sobre pueblos y reyes, para arrancar y arrasar, destruir y demoler, edificar y plantar» (Jr 1,10).

De eso se trata ahora: de identificar las dificultades que nos impiden escuchar la voz del Maestro cuando nos invita a no quedarnos inmóviles y en silencio, muertos, para luego poder «edificar y plantar» en tierra buena. Con este punto de partida identificamos una de las actitudes que nos lastran en nuestra experiencia de la Reurrección. Lo hacemos tomando como referencia el pasaje de los discípulos de Emaús ( Lc 24, 13-35).

OJOS INCAPACITADOS, SEMBLANTE AFLIGIDO

Estas dos expresiones son las que caracterizan a los dos discípulos –Cleofás y otro a quien el texto no nombra– que salen de Jerusalén hacia Emaús después de la pasión y muerte del Señor.

Mucho se ha escrito a propósito de esta catequesis, que Lucas coloca al final de su evangelio. Por ejemplo, que los discípulos «explican a Jesús los últimos sucesos acaecidos en Jerusalén, pero lo hacen desde la perspectiva de quien no ha llegado a captar la profundidad de los hechos. La expresión “estar cegado” indica precisamente eso: no haber llegado a captar el hondón de la realidad. La inteligencia es la que busca, pero el que encuentra es el corazón»

En el caso de estos dos discípulos, ciertamente el semblante afligido es consecuencia de la incapacidad de los ojos para contemplar el sentido profundo de la realidad. ¿Nos pasará a nosotros, cristianos del siglo XX y casi del XXI, lo mismo? Es evidente que hoy sigue siendo válida aquella crítica que F. Nietzsche dirigió a los cristianos de hace un siglo: los cristianos tenemos poca cara de redimidos. Por desgracia, nos parecemos demasiado a Cleofás y a su compañero. No hace falta más que apostarse a la salida de cualquier eucaristía dominical para comprobar que su -nuestro- semblante no refleja la alegría de la resurrección. Y me temo que aquí es verdad eso de que la cara es el espejo del alma.
Jean-Noël Aletti, comentando narrativamente este pasaje de Lucas, dice:

«La primera paradoja narrativa del pasaje salta a la vista: desde el comienzo del relato poco más o menos, el lector sabe, gracias a la información explícita del narrador, que Jesús ha resucitado y que es él personalmente el que camina al lado de los dos discípulos (v. 15). El mismo narrador añade enseguida: “pero sus ojos estaban ofuscados para que no lo reconocieran” (v. 16), indicando así al lector que él sabe mucho más que los dos actores en cuestión.

Privilegio insigne. Pero si nosotros sabemos ya que es Jesús el que camina con ellos y si conocemos su vida, ¿para qué hacer que aquellos dos individuos repitan un discurso del que no hay nada prácticamente que aprender? En realidad, si el lector sabe que Jesús está vivo, resucitado como había dicho, todavía ignora los sentimientos y las esperanzas de los discípulos. Pues bien, eso es precisamente lo que tiene en cuenta la pregunta del v. 19: “¿Qué cosas?” Pregunta que da cauce libre a los sentimientos de su corazón; era preciso hacerles hablar para saber qué es lo que ellos esperaban (o no esperaban)».

Quizá también nosotros debamos desahogar nuestro corazón ante el que camina a nuestro lado para que afloren los sentimientos y esperanzas que llevamos dentro. Podríamos empezar diciendo que nosotros esperábamos una Iglesia que gozara con la noticia de que su Señor le había traído la salvación. Pero con demasiada frecuencia nos encontramos con comunidades eclesiales encorsetadas, tristes, lánguidas…sin caras de redimidos

Además, el discípulo de Jesús ha de ser una persona alegre y de corazón caliente: las dos características de los discípulos de Emaús cuando reconocen al Resucitado, mejor dicho, precisamente por haber reconocido al Resucitado. Sigue diciendo Aletti que «Jesús no quiso que [los dos discípulos] lo reconocieran enseguida: su deseo de verlo era intenso, pero ahora saben que la visión física no es un absoluto; aunque invisible a sus ojos de carne, el Resucitado seguirá estando presente; la invisibilidad no equivale a la ausencia».  En efecto, no podemos achacar a la ausencia del Resucitado nuestras actitudes. Él sigue estando a nuestro lado, si somos capaces de percibirlo con los ojos de la fe y desde la alegría pascual: esa que, desgraciadamente, parece que nos falta en tantas ocasiones. 

En tercer lugar, debemos dilucidar y discernir los “lugares” teofánicos y de encuentro y reencuentro con el que Vive: la meditación orante de las Escrituras y la fracción del pan. Sólo entonces suplicaremos: ”quédate con nosotros, porque la tarde esta cayendo.” Y se nos “abrirán los ojos” y se alegrará nuestro “semblante afligido” . Y percibiremos que un corazón que “ardía en ascuas” no tiene más remedio que contagiar, transmitir, comunicar, evangelizar, aunque al grupo a que ellos se dirigieron ya conocían el motivo del gozo común: “ Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” ( v 34)

Los dimisionarios, desencantados, “postmodernos” de Emaús, como nosotros, de vuelta de todo, desencantados de todo, dispersos y alejándose de Jerusalén ( lugar de la comunidad) corren alegres y con el corazón henchido a misionar a una comunidad. Emaús, una catequesis pascual sobre la Eucaristía y algo más, un camino no sin retorno, sino de ida y vuelta, porque Cristo vive.
 

Autor: Francisco Aranda, sacerdote diocesano

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