La Pascua de Jesús lo había cambiado todo. Jesús murió... y todas las expectativas se derrumbaron para sus discípulos; pero resucitó... y un horizonte insospechado se abrió ante los que habían creído en él y lo habían seguido hasta Jerusalén. La alegría inmensa, el estupor de aquellos cuarenta días con el Resucitado, debía dar paso a la misión.

De nuevo la misión, pero de otra manera. Los discípulos se habían acostumbrado a esa forma de ser del Maestro, que iba y venía decidido a los distintos lugares, haciendo el bien a todos, mientras que ellos, simplemente, lo seguían. No fue mal aprendizaje. Ahora deben poner en práctica lo aprendido, fiándose de Jesús que les revela el sentido profundo de todo su peregrinaje entre nosotros: “Yo estoy con vosotros”.

El Dios-con-nosotros anunciado por el profeta y mostrado en la vida y la pasión del Señor, es también el Jesús-con-nosotros en esta hora de la Iglesia. Ahora deben seguir a Jesús a todas partes, pero sin verlo. En su nombre, movidos por su misma misericordia, también nosotros hemos sido constituidos por el Bautismo en sujetos de sus mismas palabras y signos: “Id y haced discípulos”. Y un día, ya para siempre con él, compartiremos su misma gloria: gracias a Jesús, el cielo es definitivamente el destino y la casa de la humanidad.