DiócesisHomilías

Visita pastoral a la parroquia de San Vicente Ferrer (Olías)

Publicado: 14/06/2014: 497

Homilía pronunciada por el Obispo de Málaga, D. Jesús Catalá, en la Eucaristía celebrada con motivo de la visita pastoral a la parroquia de San Vicente Ferrer en Olías el 14 de junio de 2014.

VISITA PASTORAL

A LA PARROQUIA DE SAN VICENTE FERRER

(Olías-Málaga, 14 junio 2014)

Lecturas: Ex 34, 4b-6.8-9; Sal: Dn 3, 52-56; 2 Co 13, 11-13; Jn 3, 16-18.

(Santísima Trinidad- Ciclo A)

1.- Visita pastoral.

Un cordial saludo con motivo de la Visita pastoral a esta parroquia. Estuve celebrando aquí el día 25 de mayo de 2009, con ocasión de la Dedicación del nuevo altar de la parroquia de San Vicente Ferrer. En aquella ocasión dábamos gracias a Dios por la restauración del templo que, por cierto, ha quedado precioso; volviendo al origen, se han recuperado cosas históricas que se habían perdido.

Si entonces se restauró el templo físico-material, ahora en la Visita pastoral el objetivo es restaurar la comunidad cristiana, formada no de piedras físicas o de madera, sino de piedras vivas (cf. 1Pe 2, 5); pues somos piedras vivas de la Iglesia, edificados sobre el fundamento de Cristo, que es la piedra angular, y sobre los fundamentos y columnas que son los Apóstoles.

Una comunidad viva que, como todo edificio vivo, necesita restauración. La Visita pastoral quiere ser un revisar, un pararnos a pensar, un ponernos delante de Dios, rezar, dialogar, contrastar para ver cómo poder vivir mejor la fe y cómo poder ser mejores testigos de esa fe en nuestra sociedad.

Os animo, por tanto, a que, del mismo modo que se restauró el templo, ahora con la Visita pastoral, se restaure la comunidad cristiana; y que nos renovemos y nos formemos mejor para ser buenos testigos.

2.- Dios uno y trino.

Celebramos la solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad. San Pablo suele saludar a los fieles de las iglesias con el saludo trinitario: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros» (2 Co 13, 13). Este mismo saludo es el que usa el celebrante al inicio de la misa.

Hoy la Iglesia celebra el misterio más grande de la doctrina revelada, su misterio central. Como dice el Catecismo, la Santísima Trinidad es el mismo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Misterio insondable que nos lleva a tres actitudes: adorar, agradecer y amar a las tres Personas de la Trinidad.

Nosotros estamos invitados a una relación personal con un Dios personal. El misterio de la Trinidad viene a desafiar todas las religiones que hablan de un dios que es impersonal. En algunos lugares se adora a objetos de la creación o a espíritus que nadie conoce. Nosotros adoramos al Dios que Jesucristo nos ha revelado. Jesucristo es el rostro de Dios. Él se ha acercado a nosotros para decirnos cómo es Dios: Dios amor, Dios misericordia, Dios que perdona, Dios que ama infinitamente.

Y esto, Dios nos lo ha demostrado a través del amor de Cristo, que terminó su existencia en un gesto máximo de amor dando su vida por nosotros en la cruz y resucitando después.

Ese es el Dios al que adoramos, un Dios personal. Nuestra religión no es saber cosas o adorar a un Dios desconocido, como hacían los paganos en Grecia, cuando Pablo predicó la fe en el areópago (cf. Hch 17, 22-34). Nuestra fe es en un Dios personal, una relación de persona a persona. Creemos, no en unas ideas, creemos en una persona llamada Jesucristo; y a través de Él hemos conocido al Padre y al Espíritu.

3.- Dios, digno de adoración.

Esa Trinidad es digna de adoración, digna de ser amada porque nos ama.

                Solo adoramos a Dios, no a personas humanas ni a los ídolos: «Moisés al momento se inclinó y se postró en tierra» (Ex 34, 8).

                Muchos cristianos, a través de la historia, han sido martirizados por no rendir culto a emperadores y reyes, por no doblegar su cerviz ante los poderes de este mundo.

                Hoy día sigue habiendo mártires, sigue habiendo cristianos que son martirizados por no adorar a los dioses que les obligan.

                Aunque seamos pecadores, Dios nos ama. La prueba es que «Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros (…). Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!» (Rm 5, 8.10).

                Moisés pidió al Señor que acompañara a su pueblo, aunque sabía que era de dura cerviz (cf. Ex 34, 9); era un pueblo que siempre estaba protestando contra Dios. Una actitud, la de este pueblo, que se asemeja en mucho a la manera que, a veces, tenemos de relacionarnos con Dios, exigiéndole explicaciones de todo cuanto nos sucede; cuando es al revés, a nosotros nos toca aceptar su voluntad porque es lo mejor para nosotros, aunque nos parezca que no es bueno. Cuando su voluntad no coincide con la nuestra nos enfadamos y solemos pedirle que su voluntad coincida con la nuestra. Pero si fuéramos consecuentes cuando rezamos el Padrenuestro y decimos: "hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo" (porque arriba en cielo se cumple la voluntad de Dios), deberíamos entender que aquí debería cumplirse de la misma manera que se cumple en el cielo.

                ¿No pensáis que es una contradicción decirle: "hágase tu voluntad", pero que coincida con la mía? Ahí nos contradecimos.

                El Señor nos invita a una relación personal de amor porque es bueno para nosotros, porque nos salva, porque nos ayuda a ser mejores personas, porque nos perdona, porque nos ama hasta el infinito. Y espera de nosotros una simple correspondencia, corresponder. El amado lo lógico es que corresponda a ese amor. Dios nos ama y nos invita a que correspondamos amándole. No regalamos a Dios nada, como dice san Juan: "el amor no consiste en que nosotros amamos a Dios, sino en que amamos porque Dios nos ha amado primero y correspondemos a ese amor" (cf. 1Jn 4, 19).

                De este amor y de este temor de Dios, temor en el sentido de respeto, de reverencia, de obediencia, habló vuestro Titular de la parroquia, san Vicente Ferrer, que bien conocéis. Entre el siglo XIV y XV en el que vivió, 1350 a 1419, más o menos, predicó el amor de Dios, predicó el temor de Dios, predicó la unidad de Dios, animó a sus contemporáneos a aceptar la voluntad de Dios y a amarlo con correspondencia al amor con el que eran amados.

                Pues, san Vicente Ferrer nos sigue diciendo hoy lo mismo que predicó a sus coetáneos. Por cierto, no sé si sabéis que recorrió toda la franja, la marca hispánica, desde Valencia hasta Francia y le entendían hablando en su lengua materna. Aparte de los milagros que cuenta la historia que hizo, lo más importante es esa valentía en predicar lo que era y significaba Dios para sus paisanos.

                San Vicente os pide a cada uno de vosotros que seáis un poco como él. Nos invita a ello el papa Francisco y nos han invitado los papas anteriores: Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Nos han invitado a una nueva evangelización, a hablar de Dios y del amor de Dios a nuestros paisanos y coetáneos, a nuestros contemporáneos; no les fallemos. El Señor espera de nosotros que seamos también predicadores, anunciadores del amor de Dios.

4.- Jornada “Pro Orantibus”. Lema: Evangelizamos orando.

Hoy la Iglesia en España celebra el día de los contemplativos, de aquellos que se dedican en el silencio de los monasterios, monjes y monjas, a rezar por nosotros, a dar gracias a Dios, a alabarlo, a adorarlo, a quererlo. Ellos nos ayudan a valorar que Dios es lo más importante. Como decía santa Teresa: "Sólo Dios basta".

                Estamos acostumbrados a ir detrás de muchas cosas: buscamos dinero, buscamos felicidad, buscamos y buscamos, siempre vamos buscando. Pero a lo mejor, dejamos de lado lo más importante que es Dios y le dedicamos sólo el tiempo que nos sobra. Primero lo que llamamos obligaciones y después lo que llamamos, malamente, devociones. Hay un refrán entre nosotros que dice: "Primero es la obligación y después la devoción". Y ponemos como obligación el trabajo que queremos hacer y como devoción a Dios; pero no nos damos cuenta que Dios es la primera obligación que tenemos, porque sin Él no tenemos nada, ni vida, ni trabajo, ni familia, ni nada.

                Los monjes y monjas, en este fin de semana, dedicando su vida entera a Dios, nos están diciendo que lo más importante es Dios y que hemos de ponerlo en el primer lugar de nuestra vida. A ello nos invita Jesús: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 7, 33). No andemos agobiados por el pan para comer, o por el vestido para vestir: «mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta (...). Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan (...). Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?» (Mt 6, 26-30).

                Me da la impresión que tenemos muy poca confianza en Dios. Creo que confiamos más en nuestras propias fuerzas que en Dios. Os invito a que revisemos eso.

                Pues en esta Solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio esencial de nuestra fe, revelado por Jesucristo que nos ha hablado del Padre y del Espíritu, ese es Dios. Se aman tanto que entre ellos hay una comunión perfecta, una sintonía sin igual y no dejan de ser distintos.

                Fijaros en nuestras familias; si tomáramos como ejemplo a la Trinidad, la familia sería un cielo, no habría jamás discusiones, ni riñas, ni otras cosas. Si viviéramos como vive la Trinidad, cada uno respetándose como es, el Padre es el Padre, y el Hijo es el Hijo, y el Espíritu es el Espíritu, no se confunden entre ellos. El esposo es el esposo y padre; la esposa es esposa y madre; los hijos son hijos; no hay confusión entre ellos, cada uno tiene su personalidad. El modelo que tenemos es precioso, de una armonía perfecta, de una comunión plena, de un amor infinito, de un respeto máximo.

                Pues contemplemos la Trinidad porque nos ayudará a vivir mejor; además de darnos su fuerza y su gracia con Jesucristo, nos da el don del Espíritu. Contemplad la Trinidad como modelo nuestro nos puede ayudar mucho en nuestra vida.

                Rezamos hoy, por tanto, por los que rezan por nosotros, los monjes y monjas que están en los monasterios y que dedican su vida plenamente al Señor. Ellos han optado solo por Dios. Que así sea.

Más artículos de: Homilías
Compartir artículo