NoticiaConferencia Episcopal Española Discurso inaugural de la Plenaria de la Conferencia Episcopal Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, celebrada del 19 al 23 de noviembre de 2018 Publicado: 20/11/2018: 16730 Discurso inaugural del cardenal Ricardo Blázquez Pérez, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, en la 112ª Asamblea Plenaria (celebrada en Madrid del 19 al 23 de noviembre de 2018. Saludos Queridos hermanos en el Episcopado, sacerdotes, religiosos, señoras y señores, reciban un saludo cordial en el Señor, en este día en el que comenzamos nuestra Asamblea Plenaria de Otoño, que hace la número ciento doce desde que comenzó su actividad hace ya 51 años nuestra Conferencia. Al comenzar esta reunión saludo a los hermanos obispos que hacéis visible con vuestra presencia los sentimientos de unidad y fraternidad que caracterizan a los que están unidos en el Señor. Con Él queremos compartir nuestra mirada sobre el trabajo de la Iglesia y de la sociedad a la que queremos servir cada vez mejor. Saludo también al Sr. Nuncio de Su Santidad en España, Mons. Renzo Fratini, con quien mañana celebraremos el XXV Aniversario de su ordenación episcopal. Le reitero, Sr. Nuncio la felicitación de los obispos de nuestra Conferencia y la mía propia y nuestro afecto fraterno, así como el deseo de que haga llegar al Papa Francisco nuestra plena comunión con su persona y magisterio. Deseo igualmente hacer llegar mi sentido agradecimiento a todas las personas, laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas, que hacéis posible el trabajo diario en esta Conferencia Episcopal, con un servicio muchas veces oculto pero siempre valioso y eficaz. Con afecto y reconocimiento al servicio que prestan en la sociedad, saludo a los periodistas presentes que hacen llegar la verdad de lo que aquí ocurre a tantas personas. Sed todos bienvenidos a esta Casa de la Iglesia en España. Desde nuestra última reunión, el Santo Padre ha aceptado la renuncia de Mons. Ciriaco Benavente, obispo de Albacete, y de Mons. Jesús García Burillo, obispo de Ávila. A ambos agradezco su servicio episcopal, generoso y entregado, y les deseo un descanso fecundo en esta etapa que se abre en sus vidas. El pasado sábado tomaba precisamente posesión de la diócesis de Albacete, Mons. Ángel Fernández Collado, hasta ahora obispo auxiliar de Toledo. Próximamente, el 15 de diciembre, será ordenado obispo de Ávila y tomará posesión de esta diócesis D. José María Gil Tamayo. En estos últimos años ha sido Secretario General de esta Conferencia Episcopal, y así lo sigue siendo hasta la fecha. Todos hemos podido disfrutar de su cercanía, de su entrega generosa y de su ayuda, y se lo agradezco sinceramente. A ambos, les deseamos un ministerio fecundo en esas queridas Iglesias locales que el Señor les ha confiado. Damos gracias al sacerdote D. José Francisco Serrano Granados, que como Administrador Diocesano de la diócesis de Guadix participa también en este Asamblea, al mismo tiempo que felicitamos al nuevo obispo que el Santo Padre ha nombrado para esta diócesis granadina, D. Francisco Jesús Orozco Mengíbar, quien recibirá la ordenación episcopal y tomará posesión el próximo 22 de diciembre. El pasado 9 de junio, celebraron sus bodas de plata episcopal Mons. Joan Enric Vives Sicilia y Mons. Jaume Traserra Cunillera. Nos unimos a su acción de gracias a Dios por estos años de ministerio episcopal al servicio del pueblo de Dios. Me hago eco de nuestro sentir común de pesar por la muerte reciente del sacerdote D. Anastasio Gil García, director nacional de Obras Misionales Pontificias del Secretariado de la Comisión Episcopal de Misiones, quien durante tantos años ha trabajado en esta casa y tan notable ha sido su entrega por la animación misionera y los misioneros españoles. ¡Descase en paz y que el Señor premie a este trabajador infatigable del Evangelio! Paso a tratar detenidamente algunos temas que considero importantes traer a nuestra consideración. Sinodalidad misionera y jóvenes Dos hechos han caracterizado especialmente la Asamblea del Sínodo episcopal celebrado en el pasado mes de octubre. Por una parte, la participación de un grupo de jóvenes, ya que era muy adecuado tratar con ellos lo que les afecta de modo particular, y por otra, la misma perspectiva sinodal de los trabajos. «La participación de los jóvenes ha contribuido a “despertar” la sinodalidad, que es una dimensión constitutiva de la Iglesia. Como dice san Juan Crisóstomo, “Iglesia y Sínodo son sinónimos” porque la Iglesia no es otra cosa que el “caminar juntos” del Rebaño de Dios por los senderos de la historia al encuentro de Cristo el Señor» (Papa Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50º aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015. Documento final 121). En el dinamismo de la reciente Asamblea sinodal ha actuado la Constitución Apostólica Episcopalis communio, firmada por el Papa el día 15 de septiembre de 2018, justamente al cumplirse el aniversario de la erección por el papa San Pablo VI con el motu proprio Apostólica sollicitudo al comenzar el último periodo conciliar. También es oportuno recordar como marco de comprensión el documento La Sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia de la Comisión Teológica Internacional, aprobado en la Sesión Plenaria del año 2017, que recibió el visto bueno del Papa Francisco el día 2 de marzo de 2018. La Constitución Apostólica marca un cambio importante, a saber, el paso del Sínodo Episcopal como “evento” al Sínodo como “proceso”. El Sínodo, que significa hacer camino juntos, no se reduce a la Asamblea que es la fase culminante. En el proceso sinodal se distinguen tres etapas: Una de escucha, otra de discernimiento en Asamblea y la última de actuación. El proceso sinodal está aún abierto hasta que sea recibido por las Iglesia particulares e impulse su puesta en práctica. La comprensión del Sínodo como proceso está más en consonancia con el significado etimológico de “Syn-odos”, es decir, camino en compañía, hacer camino juntos. Los jóvenes han hablado y han sido escuchados en la preparación de la Asamblea y en el curso de la misma tanto en las Congregaciones Generales como en los Círculos Menores. Fue un hito importante de la primera etapa la Reunión presinodal de los jóvenes tenida en Roma los días 19-24 de marzo de 2018. He podido constatar diariamente cómo la relación entre jóvenes y obispos ha sido de mutua escucha y de satisfacción compartida. La cercanía atenta y cordial, la búsqueda en común, el gozo de la fraternidad cristiana han sido aspectos destacados que deben prolongarse en la vida de la Iglesia. Los jóvenes, como todos, intervenían según el Reglamento del Sínodo. Ellos, a diferencia de los obispos u otros sinodales que aplaudían discretamente las intervenciones en el Aula, manifestaban con voces y señales ruidosas el agrado por lo que terminábamos de escuchar. Hablar entre los jóvenes y en su presencia sobre lo que los concierne especialmente, tiene un alcance peculiar. Hubo en todos los participantes en el Sínodo libertad para hablar y humildad para escuchar. Realmente se hizo camino juntos. Los jóvenes han sido tratados con respeto y confianza; tienen mucho que decir y mucho que aprender, como todos nosotros. No es de recibo ni el paternalismo ni el autoritarismo. La participación de los jóvenes ha sido un acierto, una aportación digna de ser tenida en cuenta y una rica experiencia para todos. Es un procedimiento que debe tomar forma y proseguir en las diócesis, parroquias, asociaciones, comunidades, grupos apostólicos. Probablemente el compartir la oración, la escucha y la búsqueda de los caminos de Dios en nuestro tiempo y en las diversas situaciones eclesiales sea una de las grandes lecciones de la Asamblea recientemente clausurada. El Documento final es muy rico tanto por los numerosos aspectos que trata como por la forma bella de expresarlos. Merece la pena ser leído detenidamente; así como hay escritos que pronto percibimos su escaso interés y ante la limitación del tiempo decidimos que pueden esperar para otro momento, existen, en cambio, otros que compensan no sólo una lectura primera sino también posteriores relecturas. Se escribe sobre el don de la juventud, sobre los cambios en marcha, sobre la afectividad y la sexualidad, sobre el mundo del trabajo y la profesión, la vulnerabilidad y la violencia, las emigraciones y persecuciones, sobre el arte, la música y el deporte, sobre la espiritualidad y religiosidad, sobre el encuentro con Jesucristo y las experiencias o convicciones acerca de la Iglesia. La convicción de los sinodales es que no se había excluido ningún aspecto importante; no ha habido censura ni recortes; sí amor a las personas concretas, confianza en los jóvenes y deseos de responder a la misión evangelizadora de la Iglesia. En la primera parte se recogen con una suficiente descripción aspectos concretos, en la segunda se desarrollan criterios de discernimiento y en la tercera se indican las orientaciones para la actuación. Aunque son muchos números, hasta 167, merecen todos ser leídos pausadamente y con apertura de espíritu; uno tras otro fueron aprobados con mayoría cualificada. A lo largo de la votación se advirtió cómo en dos o tres temas descendió el número de votantes a favor y cómo en otros subió el entusiasmo. Como ha sido publicado el Documento con los votos recibidos por cada número, pueden Vds. comprobarlo. A continuación, quiero citar las palabras del Documento sobre una cuestión, que nos viene ocupando y preocupando. Me refiero a los abusos y el comprensible escándalo que han suscitado. En el apartado “Reconocer y reaccionar a todos los tipos de abuso”, del capítulo II de la parte I se dice lo siguiente: “Los diversos tipos de abuso realizados por algunos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos provocan en quienes son víctimas, entre los cuales muchos jóvenes, sufrimientos que pueden durar toda la vida y a los que ningún arrepentimiento puede poner remedio. Tal fenómeno está difundido en la sociedad, toca también a la Iglesia y representa un serio obstáculo a su misión. El Sínodo reitera el firme compromiso de adoptar rigurosas medidas de prevención que impidan repetirse, a partir de la selección y de la formación de aquellos a los que serán confiados tareas de responsabilidad y educativas (n. 29 titulado “Fijar la verdad y pedir perdón”). El número siguiente titulado “ir a la raíz” dice esto: <<“Existen diversos tipos de abuso: de poder, económicos, de conciencia, sexuales. Es evidente el deber de erradicar las formas de ejercicio de la autoridad en las cuales se insertan y de combatir la falta de responsabilidad y transparencia con las cuales muchos casos se han tratado. El deseo de dominio, la falta de diálogo y de transparencia, las formas de doble vida, el vacío espiritual, como también las fragilidades psicológicas son el terreno en el cual prospera la corrupción. El clericalismo, en particular, “nace de una visión elitista y excluyente de la vocación, que interpreta el ministerio recibido como un poder a ejercitar más que como un servicio gratuito y generoso a ofrecer; y esto conduce a la pretensión de pertenecer a un grupo que posee todas las respuestas y no tiene necesidad de escuchar y aprender nada o fingir escuchar”>> (Papa Francisco, 3 de octubre de 2018). Por fin, en el número 31, titulado “Gratitud y estímulo” se escribe lo siguiente: <<El Sínodo expresa el agradecimiento a los que han tenido la valentía de denunciar el mal padecido; ayudan a la Iglesia a tomar conciencia de cuanto ha ocurrido y de la necesidad de reaccionar con decisión. Aprecia y anima también el compromiso sincero de innumerables laicos y laicas, sacerdotes, consagrados, consagradas y obispos, que diariamente se entregan con honestidad y dedicación al servicio de los jóvenes. Su obra es como un bosque que crece sin hacer ruido. También muchos de entre los jóvenes presentes en el Sínodo han manifestado la gratitud a aquellos por los que han sido acompañados y han repetido la gran necesidad de figuras de referencia”. “El Señor Jesús, que nunca abandona a su Iglesia, le ofrece la fuerza y los medios para un nuevo camino. Confirmando la línea de las oportunas “acciones y sanciones necesarias” (Papa Francisco, Carta al pueblo de Dios, 20 de agosto de 2018, n. 2), y consciente de que la misericordia exige la justicia, el Sínodo reconoce que afrontar la cuestión de los abusos en todos sus aspectos, también con la preciosa ayuda de los jóvenes, puede ser verdaderamente una oportunidad para una reforma de alcance epocal>>. En el número 166 que pertenece a la conclusión del Documento podemos leer lo siguiente: <<Nosotros debemos ser santos para poder invitar a los jóvenes a serlo. Los jóvenes han pedido con voz fuerte una Iglesia auténtica, luminosa, transparente, gozosa. ¡Solo una Iglesia de los santos puede estar a la altura de tales exigencias! Muchos de ellos la han dejado porque no han encontrado allí santidad, sino mediocridad, presunción, división y corrupción. Desgraciadamente el mundo está indignado por los abusos de algunas personas de la Iglesia en lugar de ser reanimado por la santidad de sus miembros. ¡Por esto la Iglesia en su conjunto debe realizar un decidido, inmediato y radical cambio de perspectiva! Los jóvenes tienen necesidad de santos que formen a otros santos, mostrando así que “la santidad es el rostro más bello de la Iglesia” (Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 9). Existe un lenguaje que todos los hombres y mujeres de todo tiempo, lugar y cultura pueden comprender, porque es inmediato y luminoso: es el lenguaje de la santidad>>. El Documento final del Sínodo no necesita exégesis, sino lectura atenta. “Humildad es andar en verdad”, escribió Santa Teresa de Jesús. Los pecados deben ser reconocidos humildemente ante Dios y sin pretextos ante los hombres. No se deben encubrir los abusos ni darles una respuesta equivocada. Nos acogemos todos a la misericordia inmensa y eterna de Dios. El pecado, además de poseer una dimensión individual, hiere a la Iglesia y causa daño a otras personas. La Iglesia reconoce abiertamente los abusos de diversa índole y tiene la firme decisión de erradicarlos; también agradece la dedicación paciente de tantos cristianos, ministros, consagrados y laicos. No es legítimo abrigar sospechas sin fundamento. ¡Queridos hermanos sacerdotes, muchas gracias por vuestra vida servicial y sacrificada! Vocación y vocaciones. El Instrumentum laboris ha sido el texto base en la Asamblea Sinodal; se ha mantenido la estructura fundamental en tres partes, que llevaban por títulos sendos verbos “reconocer”, “interpretar” y “elegir” con las correspondientes explicitaciones. A lo largo de los trabajos de la Asamblea, el pasaje de la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús (Lc. 24, 13-35) pasó a ser como el eje articulador del Documento final. Los títulos tomados del relato evangélico han enriquecido con valor icónico a las tres partes: “Caminaba con ellos”, “se les abrieron los ojos” y “partieron sin tardanza”. A los discípulos que volvían a su pueblo con aire entristecido por la muerte de Jesús, Profeta poderoso en obras y palabras, se les unió un caminante desconocido que los escuchó atentamente e interpretó con las Sagradas Escrituras el sentido de la crucifixión de su Maestro; al llegar al pueblo hizo ademán de seguir adelante, pero los dos le apremiaron para que se quedara con ellos porque ya era tarde. Al “partir el pan” el desconocido, se abrieron los ojos a los compañeros de camino y lo reconocieron. Una vez reconocido y desaparecido de su lado el caminante misterioso, partieron al momento a Jerusalén para unirse a los compañeros y contarles lo que les había ocurrido. El encuentro personal con el Señor resucitado los pone sin demora en el camino para volver a la comunidad. En el relato evangélico han visto los padres sinodales un paradigma para la relación con los jóvenes. A continuación me voy a detener en un capítulo de la parte II sobre la vocación, que aparece también en el título general de la Asamblea “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. Otros capítulos contienen pequeños tratados sobre el acompañamiento y el discernimiento. Bellamente escribe el Documento final 139: “La vocación es el fulcro en torno al cual se integran todas las dimensiones de la persona”. a) Vocación humana Dios en Jesucristo manifiesta al hombre la grandeza de su vocación. Me remito en este apartado particularmente a la Constitución conciliar Gaudium et spes. “La fe ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan divino sobre la vocación auténtica del hombre, y por ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas” (n.11). “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios” (n. 19). “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”…“Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (n. 22). “Todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen y, redimidos por Cristo, gozan de la misma vocación y destino divino. Por ello, se ha de reconocer, cada vez más, la misma igualdad fundamental entre todos” (n. 29). La Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual afirma y reitera cómo el hombre, varón y mujer, creado a imagen y semejanza de Dios, debe buscar en este proyecto divino el sentido de su vida y la plenitud de su esperanza. Esta vocación es fundamental en la realización del hombre. La vida del hombre, con todas sus dimensiones, es constitutivamente vocación. El hombre no se entiende adecuadamente sin la relación con Dios. Si prescinde de Dios, si rechaza a Dios, es incomprensible la condición del hombre como vocación. “Sin el Creador la criatura se diluye (…), por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida” (Gaudium et spes 36). El hombre no se ha creado a sí mismo; ha sido llamado a la existencia; ha sido creado por amor y para el amor por la Palabra omnipotente de Dios. El hombre en cuanto persona es vocación porque Dios ha pronunciado su nombre. Halla su plenitud y vive a la altura de su dignidad, si responde a Dios con un sí consciente, libre y responsable, religioso y filial, fraternal y solidario. El hombre no tiene sólo vocación, es vocación. Está llamado a ser lo que es, a actualizar el potencial que le ha sido dado, a desarrollar con la vida los dones que ha recibido. Excluir la relación con Dios elimina de raíz otras ulteriores vocaciones cristianas. Al afirmar la Escritura que todas las cosas han sido creadas por medio de Jesucristo (cf. Col. 1, 16), <<orienta a leer el misterio de la vocación como realidad que marca la misma creación de Dios. Dios ha creado con su Palabra que “llama” al ser y a la vida… Si ya San Pablo VI había afirmado que “toda vida es vocación (Populorum progressio, 15,. Benedicto XVI ha insistido en el hecho de que el ser humano es creado como ser dialógico. La Palabra creadora “llama a cada uno en términos personales, revelando así que la misma vida es vocación en relación con Dios (cf. Verbum Domini 77>>. Documento final, nº 79). La respuesta a la vocación humana comporta responsabilidad, esfuerzo paciente, laboriosidad, maduración en convicciones personales dignas y nobles en medio de las numerosas ofertas de la sociedad, actitud y comportamientos serviciales, búsqueda permanente de la verdad sobre la cual se afianzará para no ser como una veleta que mueve el viento a su antojo. La voz de Dios tiene la capacidad de suscitar la respuesta pronunciada libremente por el hombre. La vocación es llamada, escucha y respuesta. b) Vocación cristiana Jesucristo o Dios Padre por Jesucristo según los textos neotestamentarios, ha llamado a personas concretas a seguirlo, a compartir su vida y a participar en su misión. La Iglesia desde su mismo origen comprendió la condición cristiana como una vocación. Los cristianos son “santos por vocación” (cf. Rom. 1, 7; 1 Cor. 1, 1s.). Un cristiano existe en cuanto llamado por Dios; la llamada es un término técnico en la literatura paulina para caracterizar la existencia cristiana (cf. Rom. 8, 16; 1 Cor. 1, 26 Ef. 4, 1ss. Col. 3, 12-15); la vocación no es añadida al mismo ser cristiano. Nadie se llama a sí mismo (cf. Heb. 5, 4ss). La misma Iglesia es la comunidad de los llamados, es la “Ekklesia”, es la “elegida” (cf, 2 Jn. 1; 1 Ped. 2, 1 ss. cf. Lumen gentium 9). Los cristianos no somos espontáneos sino llamados y enviados, rescatados y misioneros. La llamada del Señor incorpora al Camino (cf. Act. 9, 2) en que confluyen los numerosos senderos. La Iglesia ha sido convocada para ser enviada. La vocación no es mérito ni conquista nuestra. Nos llama el Señor porque quiere, movido por su soberana libertad y por iniciativa de su amor. En toda llamada, por tanto, se manifiesta la gratuidad divina que espera la respuesta libre y fiel. Las diversas vocaciones y carismas, los diferentes servicios y tareas, echan raíces en la tierra nutricia de la Iglesia (cf. Rom. 12, 4ss. 1 Cor 12, 4-13; 1 Ped. 4, 8-11). La vocación cristiana es también con-vocación; de la radical vocación surgen diversos carismas y vocaciones que constituyen como un cuerpo con muchos miembros y diferentes funciones. La condición básica, compartida por todos los cristianos, a saber, la incorporación a la Iglesia por el bautismo, sacramento de la fe y de la conversión, la participación en la familia eclesial, supone la Iniciación cristiana. Hay una maduración para responder personalmente a la vocación de hombre, y hay también una preparación para ser cristiano y para vivir como cristiano. En nuestras latitudes advertimos que la Iniciación recibida tradicionalmente hoy en general es insuficiente. Quizá en ambientes más uniformes y más impregnados por la fe cristiana fuera suficiente. Actualmente no basta. En una sociedad religiosamente plural la personalización de la fe es requerida para sobrevivir como cristianos sin caer en la confusión ni ceder a la indiferencia. Por este motivo, se debe intensificar el trabajo evangelizador de la Iniciación cristiana, que une conocimiento de la fe y experiencia, toque personal y dimensión comunitaria, índole sacramental y actividad caritativa. Es necesario acentuar el alcance de la Iniciación cristiana, sólida y auténtica, para que la fe sea vigorosa y resista a los vientos contrarios del mundo actual que con frecuencia respira una cultura religiosamente aséptica e inapetente, si no adversa. ¿Cómo va a ser escuchada la vocación del Señor a ser presbítero, o esposo cristiano, o consagrado, si la respuesta a la llamada fundamental a la fe se difumina en el ambiente? Para afrontar la crisis vocacional es insustituible el trabajo intenso de la Iniciación cristiana; aunque pueda tener modalidades diferentes, es necesario que sea auténtica iniciación en orden a ser a modo de cimiento y raíz. c) Vocaciones en la Iglesia Las diferentes vocaciones que conviven en la Iglesia y están destinadas a prestarse un servicio recíproco, nacen y crecen en la Iglesia (cf. Lumen gentium 11 y 32). En el dinamismo de la iniciación cristiana cada cristiano va escuchando la llamada que Dios le dirige. Si la iniciación cristiana es honda, surgen las vocaciones generosamente; pero si es inconsistente escasean las vocaciones específicas. Por este motivo, a la penuria vocacional se debe responder, ante todo, cultivando más intensamente la iniciación cristiana. El discernimiento vocacional supone haber respondido consecuentemente a la decisión de la fe; el sí al Evangelio abre a otros “síes” dentro de la Iglesia. A veces se observa que falta decisión para invitar a otras personas a participar en la propia vocación. ¿Si en una persona pesa como un lastre la experiencia negativa y la indecisión ante un futuro incierto cómo se hará eco gozoso de la llamada del Señor? ¿Crisis de vocaciones o crisis de “vocantes”? Si no se agradece diariamente la vocación recibida, ¿cómo se va a invitar a otros? ¿Crisis de sacerdotes y de religiosos o crisis de cristianos que profundizan incesantemente en la orante y paciente comunicación con el Señor? Las diversas vocaciones específicas, con su forma de vida correspondiente, –al laicado con responsabilidades especiales en la Iglesia y la sociedad, al matrimonio cristiano, al ministerio pastoral (diácono, presbítero, obispo), a la virginidad consagrada, a la vida religiosa, a la “salida” misionera, a la entrega servicial a los pobres y enfermos- proceden de Dios, que deben ser escuchadas, agradecidas, reconocidas y acogidas en la vida de la Iglesia. Cada uno tiene de Dios su propia gracia y misión. La Iglesia es la patria de todas las vocaciones. Unas a otras deben mostrarse recíproca gratitud, sin envidiarse ni pretender que una sola acapare la totalidad. Sta. Teresa del Niño Jesús quiso reunir personalmente todas las vocaciones de la Iglesia; como es imposible por la multiplicidad de misiones que comportan y la limitación humana, descubrió un día su lugar en la Iglesia: “En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado, ya que el amor encierra en sí todas las vocaciones” (cf. 1 Cor. 12-13) (Manuscrits autobiographiques, Lisieux 1957, 227-229). d) Índole personal de la vocación. En toda vocación cristiana hay una dimensión personal insustituible. Las vocaciones no surgen simplemente por la observación y los análisis sociológicos de las necesidades pastorales y como oferta generosa de mano de obra para cubrir puestos vacantes en la Iglesia. Hay un diálogo entre el Señor que llama y el invitado que responde, en ocasiones después de haber escuchado la suave voz inicial, de haberla rehusado e incluso de haber señalado a otros como vocacionados más aptos. Al mismo tiempo hay que afirmar que el que se cree capaz por sus fuerzas, probablemente no es el indicado. “Volumus, nolumus”, es decir, a los que lo desean, mejor no elegirlos. La vocación toca el corazón de la persona; no cambia únicamente las condiciones externas. Cada persona imprime un sello singular a la vocación que puede compartir con otros. Esta dimensión personal no se puede amortiguar y menos aún excluir. La participación en el mismo carisma y en la misma vocación no elimina la manera irrepetible de vivirlos cada uno; al contrario, la personalidad que debe ser respetada puede degenerar en individualismo egoísta. El único autorizado para llamar eficazmente es nuestro Señor; sólo Él puede tocar el corazón y suscitar la respuesta. Si la invitación no llega al centro de la persona, no se sentirá ésta radicalmente concernida. En el diálogo de la oración, sosegada y humilde, Jesucristo llama y el invitado responde. Cada vocación tiene una historia personal e irrepetible. La comunión en el amor crea la condición básica para que el Señor pronuncie su palabra y el interpelado responda: “Heme aquí, porque me has llamado” “Habla, que tu siervo escucha” (1 Sam. 3, 10). Los relatos bíblicos de vocación son a veces muy elocuentes y en ellos podemos vernos reflejados (cf Ex 3,7ss sobre la vocación de Moisés; sobre la vocación de Isaías cfr. Is 6,1ss; sobre la de Jeremías cf. Jer.1,4ss). Inicialmente puede ser un rumor, una pregunta, una insinuación… y poco a poco se escucha con más claridad la voz. En el Evangelio hay signos de entrañable relación personal entre Jesús y los llamados. Jesús al joven rico lo mira con amor (cf. Mc. 10, 21-22). Podemos decir que “sueña” con el seguimiento de los invitados. Llamó a los que quiso, después de orar durante la noche (cf. Mc. 3, 13ss; Lc. 6, 12-17). En el encuentro detenido de Jesús con dos discípulos de Juan el Bautista, éstos quedan impactados por la experiencia inolvidable (cf. Jn. 1, 36 ss.). A Pedro pregunta sobre el amor y Pedro ya convertido le manifiesta su cordial adhesión sin condiciones (cf. Jn. 21, 15-19). Pablo agradece al Señor porque “se fió de él y le confió el ministerio” (1 Tim. 1, 12); y a su vez el apóstol “sabe de quién se ha fiado” (2 Tim. 1, 12. Cf. 2 Cor. 12, 9). Resumamos: Vocación a ser persona y vocación a ser cristiano; vocaciones diferentes dentro de la Iglesia, “patria de las vocaciones”, para enriquecer su vida y para cumplir más eficazmente su misión evangelizadora. Impronta personal en el itinerario de cada uno de los llamados. La Asamblea del Sínodo ha sido un acontecimiento de gracia con el que hemos contraído una ineludible responsabilidad. En la presente Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal debemos iniciar la fase de la recepción a través de la asimilación personal y de la puesta en marcha de las actuaciones indicadas en el Documento final. Dedicaremos algún tiempo a la información sobre el Sínodo y al intercambio de sugerencias y esperanzas. Pablo VI y la Iglesia en España El mes de octubre ha sido pródigo en acontecimientos y conmemoraciones relevantes: La Asamblea del Sínodo de los Obispos, centrado en la relación vital de “Jóvenes, fe y discernimiento vocacional”, la canonización del Papa Pablo VI, los cuarenta años de la aprobación por las Cortes de la Constitución española, el Congreso “La Iglesia y la sociedad democrática”, organizado por la Fundación Pablo VI y la colaboración de la Conferencia Episcopal Española; y permítanme que aluda también al Simposio Internacional “Isabel la Católica y la evangelización de América”, celebrado en Valladolid los días 15 al 19. Varios factores confluyen en la oportunidad del Congreso celebrado en Madrid los días 3 y 4 de octubre. Se cumplen cuarenta años de nuestra Constitución, que selló un consenso entre todos los españoles, al terminar el régimen anterior. A la inquietud sucedió la esperanza, con la generosidad de todos hemos vivido un largo periodo de paz. “La concordia fue posible” es el epitafio que Adolfo Suárez deseó se pusiera en su sepulcro. La Iglesia, en vías de renovación por el Concilio Vaticano II, colaboró eficazmente en aquel singular periodo de nuestra historia. Los católicos estamos satisfechos de haber prestado la ayuda que estaba en nuestras manos, nos sentimos bien integrados en el sistema democrático y es nuestra intención continuar participando, desde nuestra identidad, en la justicia, la solidaridad, la paz, la convivencia y la esperanza de nuestra sociedad. Ni deseamos ponernos medallas ni queremos ser preteridos. Por esto saludamos el diálogo entre todos, como ha mostrado el desarrollo del Congreso. Todos nos debemos al bien común, del que nos beneficiamos todos. Otro acontecimiento que ha recomendado la oportunidad de este Congreso: El Papa Pablo VI fue canonizado en Roma por el Papa Francisco el domingo día 14, junto con otros entre los cuales el mártir Mons. Óscar Romero y una religiosa nacida en Madrid, que consagró su vida al servicio de los pobres y a la promoción de la mujer, Santa Nazaria Ignacia, fundadora de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia, cuyos restos mortales reposan en Oruro (Bolivia). Ella bajó a la calle haciéndose eco anticipado de la invitación del Papa Francisco a “no balconear”. Los años del pontificado de Pablo VI (1963-1978) coincidieron en gran medida con el último tramo del régimen anterior. Conocemos las dificultades en la relación entre el Gobierno de España y la Santa Sede; aunque España poseía una gran vitalidad católica y el Papa amaba profundamente a los españoles, se notaba el desajuste, que fue causa de malentendidos y de sufrimientos probablemente para todos. Pablo VI fue sobre todo el Papa del Concilio, promovido por el Papa Juan XXIII, que presidió con su extraordinaria personalidad y llevó felizmente a término. Pablo VI es conocido también como el Papa del diálogo, al que dedicó la tercera parte de la encíclica programática de su pontificado Ecclesiam suam, publicada el día de la Transfiguración del Señor, el 6 de agosto del 1964, fiesta que ejerció sobre él un extraordinario atractivo, día suspirado por él para su muerte y en que significativamente murió. El diálogo es una palabra, que entonces escaseaba y ahora goza de favor. Pablo VI aprende lo que es el diálogo en la historia de la salvación; y a esta luz concluye: “La Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace palabra. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio” (Ecclesiam suam 60). El Documento final del Sínodo alude a este pasaje de la encíclica en el marco de la “sinodalidad misionera”. Entre otros factores configuran el estilo misionero el diálogo y la salida a las periferias del mundo (126-127). En el diálogo los interlocutores se acercan y mutuamente se ofrecen respeto y estima; el diálogo muestra el aprecio del otro, que no es considerado adversario ni como inexistente por la indiferencia. El diálogo no es una imposición disimulada ni un recurso cómodo para ganar imagen, ni una expresión hueca y sin contenido. El diálogo debe ser la manera a que inclina la dignidad personal en la relación de unos ciudadanos con otros y exige el trato democrático de sus representantes. El diálogo requiere unas actitudes de apertura en los interlocutores para discutir las cuestiones sobre las que tienen competencia y dentro de un marco general compartido. Pablo VI habló de círculos de interlocutores. El círculo más amplio abraza a todos los hombres y versa sobre todo lo que es humano. “Nadie es extraño en el corazón de la Iglesia”. Ninguno le es enemigo, si él no se declara tal. El segundo círculo comprende a todos los que creen en Dios; el tercero a los hermanos cristianos separados. Y hay otro círculo, el diálogo en el interior de la Iglesia católica (nn. 91-106). La actitud dialogante impregnó hondamente los trabajos del Concilio y sus documentos (cf. Gaudium et spes 92, que recuerda los cuatro círculos en orden inverso, pero con el mismo espíritu). No es exagerado afirmar que el diálogo, impulsado por Pablo VI, y la etapa singular de nuestra Transición política emiten en la misma longitud de onda. Sintonizan en la apertura al otro, al distinto, al distante, al que venía de lejos, al conviviente y quizás desconocido. Pablo VI fue pastor y maestro en la Iglesia sobre el diálogo de la salvación, y es testigo de una “iglesia experta en humanidad”. El diálogo fomenta la concordia y es el procedimiento digno de las personas para buscar y encontrar la solución a los problemas planteados. Por esto, debemos renovar el espíritu de la Transición y animados por él afrontar las cuestiones que el tiempo nos va encomendando. La Constitución, gestada y elaborada en un clima de consenso, aprobada por las Cortes y por los ciudadanos, es un monumento señero en nuestra historia, expresión de la magnanimidad de todos, convergencia de las legítimas diferencias, apuesta por un futuro con todos y para todos. La Constitución selló la reconciliación de todos los españoles y es la ley fundamental de nuestra convivencia. La misma Constitución ha previsto el procedimiento para que el texto fijado no se petrifique sino esté abierto a las oportunas reformas y actualizaciones. La Constitución ha tenido vigencia durante varios decenios; unas generaciones ejercieron entonces la responsabilidad primera; pero su alcance se extiende a las generaciones presentes y futuras. Saludo de nuevo a los presentes en esta sesión de apertura de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española y les pido a quienes nos acompañan su oración por los frutos de esta Asamblea Plenaria en la que, además de elegir al Secretario General de la Conferencia Episcopal, estudiaremos importantes cuestiones como son, entre otras, el estudio de la elaboración de la Ratio Fundamentalis nacional de la formación de los futuros sacerdotes y la aprobación del proyecto de reforma de la Conferencia Episcopal. Que santa María, Madre del Señor y de la Iglesia, aliente nuestra oración y comunión fraterna como lo hizo con los Apóstoles en los comienzos de la Iglesia. Madrid, a 19 de noviembre de 2018