La escena que nos propone el evangelio sucede en el templo. El pueblo acude a Jesús, y Él les enseña. Aparecen los escribas y fariseos junto a una mujer sorprendida en adulterio a la que acusan con la Ley en la mano.  El Pentateuco (Lv 20,10; Dt 22,22-24) ya recogía la situación en cuestión. Sin embargo, en ambos códigos, la condena a muerte ha de ser de los dos. ¿Dónde está el adúltero? Sólo han traído a la mujer.

Los expertos en la Ley preguntan a Jesús, pero Él no da respuestas inmediatas. Primero escribe en el suelo y, a continuación, les dirige unas palabras desconcertantes: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.». La Palabra de Jesús es una espada afilada que los confronta con la realidad de su vida y les desvela su propia debilidad, hasta tal punto que se van retirando poco a poco.

Jesús se queda solo con la mujer y le dirige unas palabras liberadoras que apuntan a abandonar el pasado: «Si nadie te ha condenado, yo tampoco»; y unas palabras esperanzadoras que invitan a iniciar un nuevo camino: «Vete, y en adelante no peques más». Jesús con unas y otras, regala a esta mujer una nueva oportunidad de vida. Jesús, rostro misericordioso del Padre, también nos ofrece continuamente el regalo de una nueva oportunidad de abandonar el pasado y emprender una nueva vida. «Acepta los riesgos, toda la vida no es sino una oportunidad. Quien llega más lejos es, generalmente, el que quiere y se atreve a serlo» (Dale Carnegie).