NoticiaHomilías Navidad (Catedral-Málaga) Publicado: 25/12/2015: 25125 NAVIDAD (Catedral-Málaga, 25 diciembre 2015) Lecturas: Is 52, 7-10; Sal 97, 1-6; Hb 1, 1-6; Jn 1, 1-18. Acogida y rechazo del Verbo encarnado 1. Hoy es un gran día de fiesta para toda la humanidad. Como hemos escuchado en la carta a los Hebreos, Dios habló de muchas maneras a los hombres. Al llegar la plenitud de los tiempos, según el designio divino, nos ha hablado por medio de su Hijo Jesucristo (cf. Hb 1, 2). Él es el único Mediador entre Dios y los hombres (cf. Jn 1, 3; 1 Tim 2, 5; Hb 9, 15). Es la revelación plena y definitiva del misterio de Dios (cf. Ef 3, 9: Col 1, 26); es la imagen más perfecta del amor del Padre, el «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Hb 1, 3). El Prólogo del evangelio de san Juan, que hemos escuchado, nos recuerda la encarnación del Verbo, preexistente, eterno y de naturaleza divina: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Y este Verbo eterno, unigénito del Padre, «se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1, 14). El que es Dios se hace hombre; el rico se hace pobre por amor; el eterno entra en el tiempo; el infinito entra en la historia. ¡Qué misterio insondable e incomprensible para nuestra pobre inteligencia! ¡Qué maravilla de acontecimiento admirable, ante el cual nos llenamos de asombro! La Navidad es uno de esos momentos maravillosos, mágicos, que nos ayudan a asombrarnos ante un hecho insólito: el Nacimiento del Niño-Dios. Este hecho ha ocurrido solo una vez en toda la historia de la humanidad. Todas las generaciones humanas se han admirado ante este acontecimiento. ¡No perdamos, queridos fieles, la capacidad de asombrarnos ante el misterio del Nacimiento del Niño-Dios! Aunque sepamos la historia de memoria, admirémonos y asombrémonos ante la maravilla que hoy contemplamos: Dios se hace uno de nosotros. La Navidad es para nosotros una fiesta de gran alegría y de esperanza. Rechazo del Verbo por parte de los hombres 2. En estos días de Navidad la liturgia nos invita a contemplar la Luz divina, que irrumpe en las tinieblas del hombre y las vence. Cristo es la Luz que brilla en medio de la tiniebla (cf. Is 9, 1); «en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 4). «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo» (Jn 1, 9). Todo ser humano puede acoger la Luz que alumbre su corazón y disipe las tinieblas del pecado y de la muerte eterna. Dios se revela a toda la humanidad; pero no todos acogen esa Luz. El evangelista Juan nos ha recordado que, a pesar de haber venido la Luz al mundo, «el mundo no lo conoció» (Jn 1, 10). La humanidad, ante la salvación que Dios le ofrece por medio de su Palabra, el Verbo encarnado, ha reaccionado rechazándola: «En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció» (Jn 1, 10). Muchos no han sabido reconocer ni acoger en la Palabra encarnada al Hijo de Dios: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió» (Jn 1, 5). No seamos nosotros de los que rechazan la Palabra y la Luz de Dios. El himno joánico estrecha aún más el círculo y precisa: «Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron» (Jn 1, 11). Se refiere no sólo al rechazo por parte de la humanidad, sino más concretamente al del pueblo de Israel, que en la Biblia es considerado como una posesión particular del Señor. Pero también se puede referir a cada uno de nosotros, si rechazamos a Cristo. ¡Abramos el corazón a Cristo, que viene; que él nos transforme con su luz y con su amor! Acogida del Verbo por parte del “Resto de Yaveh” 3. Existe un llamativo contraste entre quienes lo rechazan y aquellos que lo acogen: «A cuantos la recibieron (esta luz), a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Siempre hay un “resto de Yaveh”, un pequeño número de personas, que acoge en su seno al Verbo de Vida y de Luz. Son los que escuchan la Palabra y la acogen con fe en su vida; son los que aceptan el diálogo con Dios; los que están abiertos al Señor; los que están dispuestos a vivir según los mandatos del Señor; los que están dispuestos, como la Virgen María, a renunciar a los propios planes para aceptar la voluntad del Señor. A estos se les considera “hijos de Dios”: «Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios» (Jn 1, 13). ¡Qué hermoso es ser “hijos” en el Hijo! Jesucristo es Hijo de Dios por su naturaleza divina; nosotros, los hijos en el Hijo, somos hijos adoptivos. Ésa es la dignidad a la que son elevados los que abren las puertas de su vida al Verbo de Dios y se dejan iluminar por Él. Este nuevo nacimiento no es resultado del esfuerzo humano, sino del querer y del amor de Dios. Nadie puede alcanzar por propio deseo ser hijo de Dios; sólo Dios, a través de su Palabra, del Verbo hecho hombre, puede engendrar nuevos hijos a la vida de fe. Y esto lo hace a través de la Iglesia, que continúa en el tiempo y en el espacio la gran obra de salvación de Jesucristo. 4. ¡Abramos, queridos hermanos, nuestro corazón y nuestra alma a Cristo que viene a nosotros! Él quiere habitar entre nosotros. ¡Hagámosle sitio! Acojamos también al hermano, sobre todo al más necesitado como imagen y presencia de Cristo. El misterio de la Navidad ayuda al ser humano a encontrar sentido a su vida. Para poder seguir asombrándose hay que salir de uno mismo; descentrarse de sí mismo para acudir al hermano necesitado. La prolongación de la historia de amor, que es la Encarnación del Hijo de Dios, se encuentra en lo que hagamos a los demás: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40), como dice el Señor. 5. En el Salmo hemos expresado la alegría de contemplar la llegada del Señor y su victoria. La presencia de Dios entre los hombres llena todo el orbe, que queda iluminado por su Luz y rescatado por su amor. El mundo ha quedado transformado; ya no es el mismo antes de la venida de Cristo que después. Algunos dicen actualmente que la regeneración social vendrá con leyes más exigentes; pero no es así. La ley, como dice san Pablo, hace de pedagogo para tomar conciencia del mal; pero las leyes por sí mismas no transforman al hombre. La renovación, sin embargo, viene desde dentro del corazón, porque el amor de Dios nos transforma; su luz alumbra en medio de nuestra tiniebla. Los cristianos, recibiendo la luz de Cristo, somos transmisores de esa luz, para iluminar la sociedad y las relaciones humanas; para transformar con el amor de Dios la sociedad, la cultura, la humanidad. Os invito, queridos hermanos, a que os asombréis y admiréis ante el gran acontecimiento de la Navidad; a vivir con alegría estos días; a celebrar el misterio del Nacimiento de Jesús; y a transmitir la Luz de Dios en nuestra sociedad. Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a acoger con amor y gratitud a Cristo que viene a nosotros. ¡Os deseo una Feliz Navidad! Amén.