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Una canonización histórica

Publicado: 23/04/2014: 17274

Francisco y Benedicto XVI estuvieron presentes en la canonización

Los papas Juan Pablo II (1920-2005) y Juan XXIII (1881-1963) han sido canonizados. La fecha de la canonización de ambos papas fue revelada por el papa Francisco el pasado 30 de septiembre, durante un consistorio en el que exaltó la vida de dos de sus predecesores al frente de la Iglesia Católica.

Ya son tres los papas que han alcanzado la santidad en los últimos cien años, junto con Pío X, en 1954. Dos papas serás canonizados conjuntamente. Es la primera vez en la historia. Juan Pablo II (Karol Wojtyla) y Juan XXIII (Angelo Roncali), han sido elevados a los altares este domingo en Roma, en una ceremonia presidida por el papa Francisco.

JUAN PABLO II

El beato Juan Pablo II era un “hombre de oración”. En él el deseo de perfección se manifestaba tan fuertemente que lograba tener siempre despierto el espíritu a través de la oración incesante y la escucha meditada de la palabra de Dios. La Eucaristía constituía el centro de su vida. Su fe profunda y la confianza en la ayuda divina en los eventos críticos de la vida, como también el total abandono en la ayuda materna de la Beata Virgen María, se manifestaban con particular fuerza en los momentos de oscuridad, como, por ejemplo, después del trágico atentado de 1981 o durante la dura prueba del avance de la enfermedad. Agradecía siempre y atribuía a Dios los méritos por todo don recibido.

Su primer lema “¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!” pronunciado durante la celebración de apertura del ministerio marcó su programa durante su largo Pontificado, permaneciendo vivo en los corazones de los fieles aun después de su muerte.

JUAN XXIII

Angelo Roncali era un hombre con una paciencia serena, capaz de soportar los problemas y las pruebas de la vida. Desde joven hizo el propósito de alimentar siempre la Fe, de no dejarla envejecer, tratando de permanecer siempre niño ante Dios, como enseña Jesús en el Evangelio. Fue un sacerdote libre de ambiciones de carrera y capaz de cordial colaboración. Como Obispo antes y como Romano Pontífice después, supo siempre curar una forma colegial en el ejercicio de la autoridad, con un cuidado especial por los sacerdotes y su formación, así como por los laicos, invitándolos a un apostolado responsable. Es a partir de ese constante deseo de hacer crecer la Fe que se empeñó en favorecer la participación activa de los fieles en la liturgia y manifestó siempre una gran sensibilidad ecuménica. Fue capaz de comunicar, prefiriendo formas simples e inmediatas, con imágenes de la vida cotidiana, logrando así entrar inmediatamente en el corazón de las personas.

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HOMILÍA DE FRANCISCO PRONUNCIADA EN LAS CANONIZACIONES

En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.

Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, lo hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío».

Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado».

Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.

Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.

En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante». La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.

Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la segunda lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.

Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guidada por el Espíritu Santo. Éste fue su gran servicio a la Iglesia y por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu.

En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.

Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.

 

 

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