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Bien vivir y bien morir

Publicado: 28/10/2008: 786

•   El día 1 conmemoramos a nuestros fieles difuntos, un día de fiesta

En estos días se habla de la muerte digna, de ayudar a bien morir. Y son términos que no nos deberían asustar, sobre todo si acudimos a su verdadero significado.

La muerte digna es aquella que llega al paciente con todos los alivios médicos adecuados y los consuelos humanos posibles. No se trata de una muerte “a petición” del enfermo o de sus familiares, y provocada por el médico, cuando la vida ya no puede ofrecer ese mínimo de confort que suponemos imprescindible. Esto es, sin tapujos, la muerte provocada, la eutanasia activa.

En un día como el de hoy, en el que los cristianos recordamos a nuestros difuntos, vamos a acercarnos a una familia de la diócesis, que prefiere permanecer en el anonimato, y que hace tan sólo unas semanas ha perdido a un ser muy querido por ellos. En los últimos nueve años, han cuidado en su casa a dos abuelos maternos y a un tío abuelo. Salvo la abuela, que tenía algo más de independencia para atender sus necesidades básicas, los demás eran altamente dependientes, en especial el tío, que había sufrido una enfermedad que lo dejó inválido durante nueve años, con multitud de recaídas. En varias ocasiones habían tenido que enseñarle de nuevo a andar, a hablar y a moverse, pero, gracias a su fuerza de voluntad y a la ayuda de toda la familia, pudo terminar su vida en el hogar, entre los suyos.

La hija de esta familia afirma que su madre ha sido todo un ejemplo para ella y para sus hermanos, y su padre ha sido el eterno acompañante. En palabras de esta joven, que ha sido una gran colaboradora en el buen funcionamiento del hogar, “en nuestra familia la muerte, gracias a Dios, ha llegado cuando ya estábamos preparados para afrontar la. Han muerto como todos queríamos, en sus camas y a nuestro lado. Pero la verdad es que requerían tanta dedicación que sus pérdidas han dejado un vacío enorme. Sin embargo, el dolor por su pérdida es posible que sea menor que en otras familias porque, con la ayuda de la fe, su alivio es nuestro alivio y su paz en Cristo, la nuestra. Dos cosas nos reconfortan: saber que ahora están aliviados de todas sus dolencias, en presencia del Padre; y la sensación de que no ha quedado nada sin hacer. Reímos y disfrutamos muchísimo con ellos. Hemos salido al campo, a la playa, al pueblo y, sobre todo, tenemos la sensación de que no ha quedado ni un solo beso o abrazo por dar. Tampoco ninguno por recibir.

Sabían perfectamente cuánto los queríamos y aunque ya, a los ojos de la sociedad, no fuesen útiles, eran fundamentales en nuestra familia. Eran nuestros niños y, como tales, nos alegraban con una simple sonrisa o con que se comiesen toda la comida sin rechistar. Ahora, visitar el cementerio es una forma de demostrar que seguimos recordándoles y cuidando la parte física de ellos que nos ha quedado.

Pero no es algo fundamental para nosotros, porque ahora sí que están atendidos y en la mejor de las compañías. Además, ha sido tan fuerte su presencia que seguimos sintiéndolos muy cerca”.

He aquí una experiencia profunda de fe, que comparte toda la familia.

Autor: Revista Diócesis

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