Noticia Siete dolores de María en Sábado Santo Servitas Publicado: 11/04/2020: 18997 Una tradición popular ha descrito el dolor de María. Es el ejercicio de los Siete dolores de la Virgen. Meditar el misterio del dolor de María es sobre todo contemplar su inmenso amor. Un amor a Cristo como no ha existido nunca otro semejante en este mundo. El dolor de María se mide con la medida del amor. Y sólo el amor hace creíble y soportable el sufrimiento. Sufrir, si es por amor, es donación y entrega. Al amor hasta el extremo de Jesucristo, responde su María con amor desbordado: al dolor sin medida del Hijo responde la Madre con la plenitud de los siete dolores. Cuéntanos, Madre, este mar de dolores, que nos adentra en la historia de tu Hijo. Dinos como aprender a descubrir que, cuando es por amor, el dolor es como un bálsamo y la muerte engendra vida. Te oímos, María: «… Mi primer dolor, hijos, comenzó en Jerusalén. Fuimos como judíos observantes a cumplir la Ley: presentar al primogénito en el Templo. Y al entrar en el primer atrio, se nos acerca un venerable anciano, que toma al Niño en sus brazos ante la inquietud de José y mía. Pero la calidez de su voz nos tranquiliza. Sus palabras comienzan con una alabanza, llamando a mi Hijo luz de las naciones y gloria de Israel. Pero susurra también palabras proféticas: este Niño será signo de contradicción; y a ti, mujer, una espada te atravesará el alma (Lc 2,34) El vaticinio quedó prendido en mi corazón. Y todo lo entendí cuando tuve a mi Hijo muerto en el regazo, con el alma partida de dolor. El segundo dolor, es fruto de la huida a Egipto. Dios, todopoderoso, tiene que defender a su Hijo de la ira de Herodes. Y tras el anuncio del ángel al justo José (cf. Mt 2,13), comenzamos una huida hacia la tierra desconocida de Egipto. José y yo hablamos del Dios poderoso, pero sólo contemplamos la debilidad de un Niño. Y oímos los gritos desgarrados de las madres de los Inocentes, que como un eco nos perseguía en el desierto. Y mi corazón de madre, se desgarraba. El camino de Egipto fue un camino de dolor y madurez en la fe. ¡Es difícil, a veces, entender los planes de Dios! pero el amor hace que las dudas se desvanezcan con la fuerza de la fe. Fue el amor el que nos hizo soportar el dolor de ser emigrantes en tierra extraña: nuestra seguridad la pusimos en las manos de Dios. El tercer dolor, fue también en el Templo. De nuevo, subimos a cumplir la Ley, y entonces Jesús, ya un adolescente crecido, se nos pierde. Le buscamos desandado el camino con las prisas y las alas del cariño. Y le encontramos en medio de sabios y doctores. Y como Madre le reclamo: ¿por qué nos has hecho esto, Hijo mío? José y yo te andamos buscando. Y mi hijo responde con palabras misteriosas: ¿no sabíais que tenía que ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lc 2,48-49). Me sentí incomprendida en mi dolor, pero al mirarle descubrí el Misterio: yo buscaba a mi hijo y encontré al Hijo de Dios. Y así, mi Hijo se convirtió también en mi Maestro. El cuarto dolor, es un dolor compartido con las buenas mujeres de Jerusalén, que lloran contemplando al que carga con la Cruz en la calle de la Amargura camino del Calvario. Yo voy detrás, como siempre va el discípulo, aliviando con mi amor su sufrimiento, como queriendo traspasar de corazón a corazón tanto dolor. Lloro con las mujeres sencillas, que son madres, y recibo también la burla de los espectadores del horrible espectáculo. No fue largo el camino, pero fue un dolor interminable. Y recordaba las palabras de Isaías: Tomó sobre sí nuestros pecados y cargó con nuestros dolores... en sus heridas hemos sido curados (Is 53,4-5). Desde entonces, hijos, la llaman la Vía Dolorosa y en mi corazón tengo grabadas cada una de sus esquinas. El quinto dolor, fue en el monte Calvario. Allí llegamos, pie con pie y mirada con mirada, el Hijo junto a la Madre. Su rostro desfigurado. Y comenzó el escarnio: le desnudaron, y la túnica que tejí con tanto mimo fue sorteada. No me entregaron nada. No me hacía falta. Los golpes de los clavos resonaban en mi corazón, y dolían más que la espada que en él había clavada: los dolores de un hijo, como el eco, se multiplican en el corazón de la madre. Y oí sus últimas palabras: Padre en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46) Y descansé al pensar: ¡está en buenas manos! Y a los pies de la Cruz, recibí la mejor herencia: Ahí tienes a tu hijo, susurró con el último aliento, entregándome en el discípulo amigo a los hijos dispersos del pecado. Era otro parto: en la Cruz todos los hombres fueron alumbrados a la Vida eterna, eran salvados. En el sexto dolor, Estuve a punto de desvanecerme, al recibirlo, descolgado de la cruz, en el regazo. Fue Juan, el amigo y confidente de mi Hijo quien sostuvo mis brazos, las santa mujeres enjugaban mis lágrimas, mientras yo acariciaba con mis manos el rostro del Hijo muerto, contemplándolo con la secreta esperanza de creer que era sólo un desmayo. Le acuné como en Belén y recordé las palabras de la nana. Ahora, le tenía joven, hermoso, en mi regazo, porque ni el dolor ni la cruz, ni las espinas ni los salivazos, pudieron desdibujar aquel semblante que aún llevo grabado en mis entrañas. Todos mirábamos al que traspasaron (Jn 19,36). El silencio cortante del descendimiento, terminó entre sollozos. El séptimo dolor, es la consecuencia final de esta catástrofe: en un sepulcro nuevo le dejamos; un discípulo oculto, José de Arimatea, brindó este aposento. Y se corrió la losa y quedó la Luz encerrada en la noche: ¡nunca la tierra tuvo al sol tan dentro! Quedé en la más profunda soledad... Comenzaban los días más largos. ¡Sin poder contemplar a mi Hijo, para qué me sirve la mirada! Y recordé el salmo, que invitaba: Tu rostro buscaré, Señor (Sal 26,8). Mi corazón decía que no puede el dolor vencer al amor, que el amor siempre resucita y calma. Y tras el Amor corrí; en la noche busqué la Aurora, sabiendo que vendría la madrugada de Pascua».